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Tribuna:EL TRATADO DE ROMA CUMPLE 30 AÑOS
Tribuna
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La suerte de Europa

¿Cuál es la misteriosa esencia en la que se sustenta la reiterada incapacidad de la especie humana para predecir su propia suerte? En el cortísimo lapso de los 30 años transcurridos desde la singladura del gran proyecto europeo su futuro es ya irreconocible. Los factores que están ahora impulsando el cambio técnico y social de este final de milenio en Europa tienen muy poco que ver con el sueño de los artífices del entramado europeo: tal vez porque, en su gran mayoría, se trataba de personalidades más pragmáticas e hiperactivas que soñadoras y reflexivas.En términos estrictamente económicos los mecanismos del Mercado Común Europeo se diseñaron, primordialmente, para proteger los niveles de renta del sector agrario, el más productivo y el que ocupaba entonces un porcentaje de la población activa casi tres veces superior al escaso 8% que absorbe actualmente. El legado de aquel error histórico es la actual paradoja de una comisión europea hipotecada con más de un 60% de su presupuesto destinado a la agricultura y prácticamente desarmada para impulsar el desarrollo de las nuevas tecnologías.La fuerza de los Estados

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En la mente de los redactores del Tratado de Roma, la armonización progresiva de las políticas económicas de los distintos Gobiernos debía desembocar naturalmente en la unidad política de Europa. Frente a esta previsión, todos los españoles involucrados de cerca o de lejos en la negociación para la entrada de España en las Comunidades Económicas Europeas no olvidarán fácilmente el sobresalto provocado al constatar la inmejorable salud de que gozaban las Administraciones nacionales y la fuerza irreductible de las distintas burocracias estatales. En lugar del supuesto debilitamiento de los Estados nacionales -inversamente proporcional a la supuesta relevancia del Parlamento Europeo- se ha diseñado un escenario para cuya descripción resulta todavía prematura la vieja referencia de Ortega a Europa como "un enjambre de naciones volando en la misma dirección".

¿Y qué decir de la estrategia subyacente en el proyecto europeo en virtud de la cual el afianzamiento de la CEE debía contribuir a desbipolarizar el mundo? La internacionalización casi fulgurante de las infraestructuras tecnológicas suscita dudas profundas sobre la existencia de una identidad europea que parece diluirse en otra más amplia y ambigua de carácter atlántico. Sin necesidad de recurrir a las infraestructuras defensivas, la toma de posiciones de multinacionales norteamericanas en Europa, y de multinacionales europeas en Estados Unidos, parece dar mayor verosimilitud al concepto de una identidad atlántica que europea.

Quien pretenda deducir de estas realidades -inoportunas y enojosas para los políticos especialistas de la fraseología de efemérides- la existencia de un fracaso colectivo se equivoca, con toda probabilidad, sobre la naturaleza misma del proyecto de unidad europea. En la terminología de hoy, el esfuerzo iniciado hace ahora 30 años se había definido como un proyecto de alta o hipercomplejidad. Como ocurre con sus homólogos, los proyectos de elevado contenido tecnológico en el sector industrial poseen características que los diferencian claramente de los proyectos convencionales: cambios inesperados de objetivos en el trayecto hacia el rumbo perseguido, altos niveles de incertidumbre, dificultades para aplicar los análisis convencionales de coste-beneficios, sensación repentina y prolongada de que el proyecto no avanza. Los ingenieros familiarizados con proyectos de alto contenido tecnológico descubren ahora la relativa ineficacia de los métodos tradicionales del control de gestión aplicados a los nuevos escenarios de la hipercomplejidad. El peligro yace en que la opinión pública enfrentada a la sensación repentina de que el proyecto europeo no avanza o a los elevados niveles de incertidumbre que le envuelven decida -movida por sus tradicionales reflejos- desnaturalizar el esfuerzo colectivo o cambiar de rumbo.Las nuevas tecnologías

En los próximos años Europa experimentará cambios a los que difícilmente se podría aludir en los artículos de los Tratados. En primer lugar, en una especie de aproximación mimética a lo que ocurrió a partir de mediados del siglo XVIII con la agricultura, sólo una ínfima proporción de la población ocupada actualmente en la industria será necesaria para producir todos los bienes industriales. Las nuevas tecnologías, el motor de este proceso, son, en su mayor parte, limpias, y, al contrario de lo que ocurrió con la revolución industrial, no constituyen una amenaza directa para el entorno y la salud.

En segundo lugar la inserción en la economía global, lejos de ser como antaño un asunto entre Estados que utilizaban a embajadores y mercaderes como intermediarios se pondrá -gracias a la revolución de las comunicaciones- al alcance de todos los agentes económicos. La internacionalización de los procesos de producción se está convirtiendo en un asunto privado y en un fenómeno de masas. Gracias al telefax, correos electrónicos y redes interconectadas de ordenadores y bancos de datos se alterarán significativamente la ordenación del territorio y los criterios de localización industrial. Las grandes ciudades europeas ya han dejado de crecer y la generación de nuevos bienes y servicios no será función de la existencia previa de una base industrial, sino de la cercanía a un aeropuerto, escuela técnica o un entorno agradable.

AutonomíaEn esta autonomía de movimientos, en la irrupción y potenciación del crecimiento a nivel local, en el acceso directo -sin intermediarios- de los individuos a la economía global los europeos encontrarán la manera -ciertamente inesperada- de liberarse de su miedo centenario a los abusos del poder y las burocracias estatales. Es la primera vez que podremos rozar y experimentar la verdadera libertad a la que se aludía de pasada en el preámbulo del Tratado de Roma cuando se invitaba a los europeos a defenderla sin darles los medios de disfrutarla.

Eduardo Punset es economista y consejero de Relaciones Internacionales de ESADE.

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