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Mirar y ver

Por razones ajenas a mi voluntad y que no vienen al caso, me tocó pasar una Nochevieja en Nueva York. El hotel en donde nos alojábamos, que acababa de ser sede de un congreso, dio paso, hacia las cuatro de la tarde, a un trasiego de personas bulliciosas, que recorrían el vestíbulo del hotel y subían y bajaban en los ascensores en trajes de fiesta, cargadas de bolsas y sospechosamente muertas de risa. Nos sacó del terrible ambiente que se nos había echado encima una llamada. Un conocido nos invitaba a cenar a su casa. Una de las invitadas (no recuerdo su nombre) era una joven norteamericana, rubia y bien alimentada, en extremo sonriente.Durante el curso de la cena nos contó qué hacía allí. Nada, en realidad. Estaba de paso, como casi todos nosotros. Pero su viaje no había sido como el nuestro. Nada de aviones y billetes. Ella estaba atravesando su país, después de haber recorrido todos los de América del Sur por el viejo método del autoestop. ¿Todavía funciona eso?, preguntó alguien, convencido de que en esta época ya no queda un átomo de confianza y nadie arriesga un duro por llevar a un desconocido en su coche, aunque tenga el aspecto de una saludable, simpática e inofensiva muchacha. La chica sacudió su- largo y brillante pelo rizado. Dudó. "Quienes más paran", dijo al fin, "son los propietarios de motos y de camiones".

Siguió hablando: sin duda eran los más solidarios. Ellos sabían lo que era la dura vida de la carretera, les gustaba la compañía, les gustaba hablar y cantar. Y hasta estaban díspuestos a pagar un café cuando se detenían a poner gasolina y a descansar un poco. Así habla conocido a mucha gente y había rodado cientos de kilórnetros por autopistas y carreteras, contemplando una variedad de paisajes desde la elevada cabina de un camión o desde el asiento posterior de una moto. Nos dirigió una mirada feliz, iluminada por el cúmulo de aquellas enriquecedoras experiencias.

Motoristas y camioneros. Bien. Y, aunque no hubieran sido motoristas y camioneros. Todos nos miramos, seguramente pensando en lo mismo. Alguien empezó a expresar nuestra curiosidad en frases un poco inconexas: ¿Y para una chica, no resulta a veces un poco violento, no puede haber situaciones, habrá hombres de todas clases, ninguno ha intentado ... ? Al principio la chica no lo entendía, pero al fin, asombrada, comprendió lo que se fraguaba en nuestras oscuras mentes. Su negativa fue radiante. Jamás. No había tenido el menor problema. Ni una mirada, con doble intención, ni un roce, ni mucho menos una proposición.

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Cuando quisimos regresar al hotel, con 16 grados bajo cero, no pudimos encontrar un taxi. Teníamos que recorrer dos o tres kilómetros y no teníamos ningunas ganas de caminar. Ante nosotrossurgió un par de policías a quienes preguntamos dónde se encontraba la boca de metro más cercana. Tardaron en contestar mientras nos examinaban con un escepticismo rayano en el desprecio. Al fin uno de ellos levantó su brazo con indolencia y señaló hacia un punto indeterminado a nuestra izquierda. "A un par de manzanas encontrarán una", dijo, "pero no les aconsejo que tomen el metro. No es el lugar más seguro para pasar estas horas de la noche". De paso, nos aconsejaron que no anduviésenios pegados a las casas, sino por el medio de la calle, porque cualquiera se te podía echar encima saliendo del hueco de un portal. Y así, sorteando oscuras sombras y sospechosos bultos, llegamos finalmente al hotel, donde el bul licio había ido en aumento. Los ascensores seguían su curso, para arriba y para abajo, transportando gente que se lo estaba pasando de miedo y no se recataba,en proclamarlo a gritos y aun con aullidos.

La sonrisa inmarcesible de ,la chica que estaba atravesando ese y otros países en coches ajenos suponía un contrapunto desconcertante a aquella peligrosidad y excitación que nos rodeaba, tanto en la calle como dentro del hotel. Y es que ella miraba, miraba siempre. Y allí estaban sus robustas piernas desnudas -aun con 16 grados bajo cero- y su sonrisa virgen para quien las supiera ver.

Esto me lleva, por misteriosos caminos, a una frase que me tocó escuchar en mi juventud con cierta frecuencia. Es la muy famosa de Lenin que condenaba a aquellas personas que no serían capaces de ver la revolución ni aun cuando ésta pasase delante de las puertas de sus casas. Parece muy difícil que la revolución pase por delante de la puerta de la casa de uno sin que uno se dé cuenta, de forma que el aludido no sólo quedaba como un contrarrevolucionario, sino como un, idiota. Es una frase que sondea en las profundidades de la filosofía, del ser y del no ser. Tanto puede tratarse de la revolución, como de un torrente o de un maremoto: si el ocupante de la casa no lo quiere ver, no lo verá. El ocupante de la casa, bien atrincherado detrás de su puerta, sólo mira. Lo objetivo, la realidad se le ha escapado para siempre. Tremendo.

Puede ser muy posible que en el caso de la chica de las motos y los camiones, ambas cosas, motos y camiones, con sus correspondientes ocupantes, fueran como la revolución de la frase de Lenin. Y una vez más me asombré de cuánto me ha llevado comprender en toda su profundidad las enseñanzas que unos y otros me impartieron en mi juventud. Y una vez más concluí que todo lo que se nos escapa no existe. Pero hay que saber (para qué, no lo sé, pero hay que saberlo) que pueden ser muchas y muy importantes las cosas que se nos escapan.

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