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Tribuna:TEMAS DE NUESTRA ÉPOCA
Tribuna
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Las exigencias de una moderna sanidad pública

La aspiración a la eficiencia, la equidad y la calidad asistenciales, junto a una actitud de preocupada vigilancia de la demanda sanitaria y de ensayo constante para tratar de moderar su violento crecimiento, constituyen los puntos cardinales de todos los sistemas occidentales de sanidad pública. Ninguno ha conseguido todavía ser eficaz al menor coste, ni atender igual a los enfermos con iguales necesidades, ni evaluar sistemáticamente los actos médicos, ni contener de un modo racional el consumo. Pero, aun inalcanzadas, tales aspiraciones componen un horizonte ideológico común que orienta y sustenta la moderna sanidad pública y hace esperanzador su desarrollo, a pesar de algunos obstáculos serios que contradicen los principios y requieren soluciones inmediatas. De estos obstáculos, los mayores, a mi juicio, son la oscura asignación de los recursos, la impotencia frente a las injusticias, el desconcierto hospitalario, las listas de espera, la especulación comparativa de los datos internacionales y la incomprensión de la medicina preventiva. No menciono la voracidad financiera porque, como constante inevitable, está implícita en todos los demás.OSCURA ASIGNACIÓN DE RECURSOS

Los recursos son siempre finitos y escasos, y cualquier gasto sanitario es necesario y apremiante. Su fin está justificado por anticipado. Nadie se atrevería siquiera a dudar de la conveniencia de, por ejemplo, luchar contra el SIDA, o fomentar la atención geriátrica, o multiplicar los servicios hospitalarios de alergia. En sanidad, la asignación de los recursos, siempre escasos, ha de hacerse entre necesidades siempre inexcusables. De ahí que toda política sanitaria decida en gran medida, especialmente entre los pobres y las clases menos acomodadas, quién va a morir y quién va a vivir. Acertar en los fines del gasto y en los modos de administración para optimizar el empleo de los insuficientes recursos es no sólo una rigurosísima obligación económica y política, sino también, y sobre todo, un grave deber moral. El ciudadano tiene el derecho elemental a conocer en qué se emplean los recursos que van a afectar literalmente a su existencia y a que el Gobierno le demuestre que el grado de bienestar sanitario colectivo que se obtendrá es el máximo en relación con el coste. En este punto, cualquier sombra carece de justificación. El Gobierno ha de hacer patente: a) que el coste de cada una de las acciones o programas que va a emprender es inferior al beneficio previsible que proporcionarán; b) que el beneficio de esos programas o acciones es superior al de otros posibles programas y acciones alternativos que por la limitación de recursos quedarán desatendidos (personas que van a morir o a malvivir); c) que los métodos con que se llevarán a cabo tales programas o acciones son los más productivos. En la sanidad pública ha sido excluida la rentabilidad, y sólo por procedimientos indirectos puede ser estimada la eficiencia. El método científico más desarrollado y claro es el denominado Quality Adjusted Life Years (QALY), ideado en 1968 por E. H. Klarman y rebautizado recientemente como Year of Healthy Life. El QALY relaciona la cantidad de vida (expectativa en años) con la calidad de esa vida (ausencia de dolor, movilidad física, capacidad de relacionarse, aptitud para el trabajo). Sustituye el clásico concepto de rentabilidad por el de utilidad como medida de las mejoras que en el estado de salud produce una acción o una terapia. La eficiencia reside en la relación coste-QALY, o sea, costeaños de vida saludable.

Las desigualdades sanitarias persisten, e incluso se han acentuado las más dolorosas y estridentes. La equidad -"igualdad de oportunidades de acceso a la asistencia para enfermos en igual necesidad"- es todavía en nuestro mundo moderno un remoto ideal. La experiencia es triste. Los sistemas de sanidad pública se han mostrado hasta ahora impotentes para remediar las injusticias, precisamente una de las pretensiones originales de la sanidad solidaria. Antiguas y profundas, las desigualdades sanitarias se extienden por todo el mundo. En Europa, las tasas de mortalidad son dos, tres y hasta cuatro veces más altas en los grupos sociales desfavorecidos que en las clases pudientes, según las conclusiones de una reunión específica sobre este tema promovida por la OMS y celebrada en Copenhague en diciembre de 1984 con asistencia de representantes de 20 naciones de nuestro continente. Ante esto, es bien lógico que el primero de los objetivos del programa de la OMS, Salud para todos en el año 2000, sea el de "reducir las actuales diferencias en el estado de salud entre países y entre grupos de población dentro de un país en un 25% al menos".

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DESCONCIERTO HOSPITALARIO

Enraizadas en las diferencias sociales y económicas (en renta, en educación, en condiciones de trabajo, en vivienda), las desigualdades sanitarias ponen en solfa cada día las solemnes declaraciones oficiales de solidaridad asistencial.

La gestión de un hospital está embargada por dos variables críticas: la imposibilidad de definir en la práctica el producto hospitalario y el hecho de que la asignación de recursos (la decisión del gasto) sea realizada por los médicos, que oficialmente carecen de responsabilidad económica. Es evidente que el hospital produce una diferencia en el grado de salud del enfermo entre el momento en que ingresa y el que es dado de alta. Pero esa diferencia en salud (que no siempre es positiva; el hospitalismo es una enfermedad reconocida) no puede expresarse y menos cuantificarse, lo que a su vez imposibilita el establecimiento de la contabilidad analítica. El coste por enfermo, fácil de elaborar sin dicha contabilidad, no es aceptable, porque los enfermos son heterogéneos en su padecimiento y en su tratamiento, y el coste por jornada / cama, hoy empleado, es todavía más heterogéneo, incluso en un mismo enfermo, que de ordinario requiere en unos determinados días un número de actos médicos y de medios técnicos muy superior al que otros días necesita. Los índices hospitalarios -de funcionamiento, de frecuentación, de personal y económicos- describen la superficie de las cosas y pueden ser útiles para detectar situaciones irregulares, pero son incapaces de expresar los resultados de la gestión de un hospital. Las consecuencias de todo ello son gravísimas y conocidas: escalada continua de los gastos, falta de productividad, conflictos insolubles.

Por otra parte, la capacidad de decisión del gasto hospitalario está en gran parte en manos del médico, al cual, sin embargo, no se le pide colaboración alguna de carácter económico, ni siquiera, salvo excepciones, se le informa de las cifras de gastos. No es infrecuente que se desconsidere y hasta se le pretenda arrebatar el poder económico, ligado indisolublemente a su exclusiva competencia de adoptar decisiones clínicas. Hay una tendencia irracional a ignorar que "el fundamento del decisivo papel económico del médico y de su exclusiva autoridad sobre la fuente de incertidumbre (los gastos) de un hospital es el conocimiento especializado que sólo el médico posee". Ningún método de gestión hospitalaria puede alcanzar la eficiencia si prescinde de ese hecho, hoy por hoy inmodificable. Por eso los métodos más modernos, como el presupuesto global, de práctica corriente en Canadá, en Francia y en el Reino Unido, o el presupuesto clínico, todavía experimental, se fundan no sólo en la participación, sino en la colaboración íntima y explícita del médico. Incluso el denominado diagnosis related groups (DGR), de carácter coercitivo y con tarifas rígidas, implantado hace pocos años en el Medicare americano, busca indirectamente esa colaboración médica.

La lista de espera es una sombra de la sanidad pública, pero leve y justificable. La incluyo aquí por su condición de asunto polémico y manipulable, por unos y por otros.

NACE LA COLA

En la economía de mercado, el precio es, como se sabe, el mecanismo por el que se asignan los bienes y se regula la oferta y la demanda. En razón a la equidad y la solidaridad, tal mecanismo ha sido suprimido aparentemente (existe el sentimiento generalizado de que el precio es cero, pero la asistencia sanitaria se paga realmente, sea en la cuota de la Seguridad Social, sea en los impuestos, y para sustituirlo nace la lista de espera, la cola, como medio de conciliar los escasos recursos disponibles con las recientes necesidades individuales. El reparto de lo que muchos solicitan se hace por el orden de llegada. Las listas de espera son, por tanto, una consecuencia permanente e inevitable del sistema de sanidad pública. Un efecto indeseable, ciertamente, pero no grave, siempre que las listas de espera se compongan de enfermos que puedan esperar, es decir, enfermos no graves, en los cuales el médico, después de reconocerlos, no pueda prever un desarrollo de la enfermedad por el retraso en las pruebas diagnósticas o en el tratamiento. La composición de las listas es el punto fundamental.

Personalmente, encuentro que es preferible el acceso de todos los ciudadanos a la asistencia regulado por el tiempo que el acceso de los que puedan pagar regulado por el precio, con la consiguiente exclusión de los más desfavorecidos por la economía. Las listas se espera son de algún modo una expresión incómoda de la justicia social.

No parece posible suprimir las listas de espera mediante un incremento de los recursos sanitarios (camas hospitalarias, médicos, medios de diagnóstico, etcétera). Porque cualquier crecimiento permanente de los recursos que fuese posible determinaría un aumento adicional de la demanda -la oferta sanitaria crea su propia demanda- con repercusiones inevitables en la misma lista de espera, y un crecimiento intensivo y temporal de los recursos es incapaz de eliminar una espera generada de modo permanente por el sistema sanitario.

La historia, la cultura, la economía, la demografía y la política de cada país configuran el sistema de sanidad pública, sus peculiaridades asistenciales, que son siempre numerosas y arraigadas. De hecho, cada sistema sanitario nacional es único, aun dentro de una idéntica estructura teórica. El mismo servicio nacional de salud (libre acceso (le todos los ciudadanos a la asistencia a cargo de los presupuestos del Estado) se ha instaurado en el Reino Unido, Suecia e Italia, que, sin embargo, presentan entre sí disparidades enormes en la asistencia. Puede decirse que en nuestro mundo existe un nacionalismo sanitario. En estas condiciones, la comparación de los datos sanitarios de un país, gastos e índices, con los de otro u otros está necesariamente viciada por la posibilidad de la especulación interesada. En algunos índices de índole técnica (mortalidad, morbilidad), el análisis comparativo puede ser más neutral y útil, cuando se hace con la cautela que la estadística requiere siempre. En los datos económicos, la comparación particular de los de un país con los de otro u otros me parece débil, perturbadora y arriesgada. Abre la puerta a los intereses de aquellos para los cuales el gasto nacional sanitario es su renta (profesionales de la salud, industrias). A mi juicio, el punto de referencia de los gastos de la sanidad pública de un país sólo pueden ser los datos propios: medir los avances y los retrocesos en la eficiencia y en la posibilidad de atender más necesidades. Las conclusiones globales, únicas realmente provechosas, que pueden extraerse de la comparación de las cifras más recientes, de 1984, elaboradas por la revista económica norteamericana Health Affairs (Otoño de 1986, página 111), confirman los criterios nacionalistas: el gasto sanitario varía según las circunstancias de la economía y sanidad nacionales. Las variaciones entre países pueden explicarse casi totalmente por las diferencias en el PNB. Sigue así en vigor la llamada ley de asistencia inversa, enunciada en 1971 por Tudor Hart: "Los gastos son menores donde la necesidad es mayor". Los países pobres, con tasas de mortalidad más altas, pueden dedicar a la asistencia cantidades inferiores a las que destinan los países ricos con tasas de mortalidad más favorables. No hay lugar para los análisis comparativos. Las leyes económicas son de hierro.

Es una medicina sumisa a las ilusiones. En apariencia, promete todo aquello que la moderna sanidad pública más necesita: racionalidad, eficiencia, progresismo, independencia. Presenta además la simplicidad de la lógica contundente: más vale evitar la enfermedad que curarla. ¿Quién lo discutiría? En el fondo, tal como generalmente parece entenderse y explicarse, la medicina preventiva alienta la quimera de que la enfermedad llegue a ser expulsada de nuestro mundo. Pero la realidad, claro, es muy distinta, mucho menos simple y menos rosa. Resumiré algunos de sus aspectos.

El modo de vida determina la mayor parte de las enfermedades que padecemos. El trabajo en condiciones penosas, la dieta desequilibrada, el mal uso del ocio, el tabaco, el alcohol, el sedentarismo, la promiscuidad sexual, la velocidad en el automóvil, son factores claramente patógenos, causas sobre las que la prevención debe actuar. Y en algunos países ha comenzado a hacerlo con resultados optimistas a largo plazo y en campos determinados. Pero la patología a prevenir es indeterminable y los recursos son escasos, siempre escasos. Además, las acciones preventivas exigen de cada persona esfuerzos poco gratos, y al intentar modificar el modo de vida social, amenazan la libertad individual. Culpabilizan al enfermo (victim blaming) y evocan el espectro del Gran Hermano orwelliano. El cuerpo ha de ser vigilado constantemente para transformarlo en una máquina biológica. Surgen inevitablemente problemas de legitimidad. Por otra parte, luchar contra un factor de riesgo no significa suprimir ese riesgo. Y aunque en algún raro caso se llegase a erradicarlo, nuestra sociedad genera cada día nuevos riesgos. El SIDA es un ejemplo estridente. En otro sentido, la alarma de la detección, el propio espíritu indagador que conlleva, empuja a una mayor demanda de asistencia.

No pretendo menospreciar la prevención. No es una palabra mágica, pero tampoco maldita. La medicina preventiva es, sin duda, capaz de mejorar la salud en el futuro, si somos capaces de despojarla de las vestiduras de ilusiones en que la han envuelto los ignorantes y tratarla como lo que es: un instrumento útil, lento, no barato ni prodigioso, que actúa en profundidad con limitaciones naturales y a emplear en coordinación con la medicina asistencial.

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