Para una reflexión colectiva
Ha pasado un año desde aquel 12 de marzo que ha resultado una fecha clave de la transición, y no sólo por haber cerrado el proceso. En el referéndum sobre la OTAN lo que realmente estaba en juego no era tanto la forma de integración internacional como el tipo de sociedad y de régimen político. Una vez que los socialistas en el Gobierno decidieron no hacer experimentos y consolidar esta democracia dentro de esta sociedad, no había otra opción para conseguir el objetivo principal, la integración en la Comunidad, que permanecer en la OTAN. La cuestión era cohonestar la política realizada con la promesa de celebrar un referéndum para salir de la OTAN; simplemente para quedarse, hubiera parecido tan inocuo como superfluo.En un primer momento, la promesa del referéndum sirvió para facilitar la negociación -no íbamos a estar a las duras sin las maduras- contando en los momentos más difíciles con el apoyo decisivo de Estados Unidos. Cuando las negociaciones con la Comunidad pasaron el Rubicón, en junio de 1984, asegurarse la entrada suponía acabar con la ambigüedad calculada. El famoso decálogo clarificaba al fin la política exterior y de defensa, por lo demás coherente con la política económica y social practicada pero imposible de compaginar con la promesa de salir de la OTAN mediante un referéndum.
Aquí empieza la ceremonia de la confusión. En la lógica de una democracia parlamentaria no cabía más que salir de la ambigüedad lo más avanzado posible de la legislatura y disolver las Cámaras. El respeto al Parlamento exigía que nos hubiéramos ahorrado el espectáculo bochornoso de contemplar a los mismos diputados que habían hecho la campaña electoral con la promesa de salir de la` OTAN, votando como un solo hombre la permanencia, así como el que casi la totalidad de los parlamentarios estuviese a su favor mientras que la mayoría de los españoles estaba en contra.
La solución que imponía el sistema parlamentario tenía un inconveniente grave: favorecía a la oposición de derecha. Si se convocaban elecciones después del giro efectuado y sin haber siquiera convocado el referéndum, el electorado hubiera pasado una fuerte factura al partido gobernante. La opinión pública, bastante desconcertada con el cambio, exigía al menos su celebración. Había que arrebatar a políticos tan tornadizos la decisión sobre las cuestiones importantes. Un país sin tradiciones ni experiencia democráticas se convierte de la noche a la mañana en defensor de las formas plebiscitarias de democracia directa que alienta el Gobierno.
Conviene tener en cuenta una aparente paradoja: las formas plebiscitarias, aunque parezcan en principio indiscutibles, en cuanto formas de democracia directa, de hecho restringen, cuando no eliminan de raíz, la auténtica participación democrática, al enfrentar a un electorado atomizado y, por consiguiente, fácilmente manejable a las cuestiones que plantea el Gobierno y en los términos en que las plantea. Avanzar en el camino de la democratización de la sociedad y del Estado no puede consistir en convocar con mayor frecuencia referendos, sino en aumentar el número de instancias en las que se decide democráticamente.
Al existir un acuerdo básico sobre la permanencia en la OTAN, la celebración del referéndum colocó a la oposición ante opciones igualmente nocivas. Si apoyaba al Gobierno, como encajaba en sus convicciones e intereses, contribuía al éxito y mayor gloria del partido gobernante; si cumplía con el papel de oposición, se quedaba sin razón y sin discurso; si se inclinaba por la abstención, dejaba bien patente que en ella privaban los intereses electoralistas sobre las convicciones. Dijérase lo que se dijera para salvar la cara, la abstención significaba objetivamente un apoyo al no. La derecha hubiera preferido que no se convocase el referéndum -convenía a sus intereses electorales-, pero si el Gobierno ignoraba las reglas más elementales del sistema parlamentario, entonces valía más que lo perdiera, segura de sacar buena tajada de tamaña crisis. El Gobierno nos colocaba en la disyuntiva de "vota sí o aténte a las consecuencias". La derecha optaba por el no, que disfrazaba de abstención, dispuesta a asumir las más graves consecuencias para el país con tal de recuperar el poder.
En el debate público que siguió a la convocatoria el tema a discutir era ventajas e inconvenientes de la permanencia en la OTAN -los partidarios del no, también hay que decirlo, fueron más explícitos al mostrar los inconvenientes que los del sí las ventajas-, pero hasta el menos avisado acabó enterándose de que; en última instancia, lo que se dirimía era la contiauidad del régimen establecido. Planteada la cuestión en términos de política exterior y de defensa, la opinión pública tiende a ser mucho más iconoclasta que cuando se hace en términos de política interior: esto explica el vuelco a favor del sí que se produjo en el último momento. Dicen que Kissinger dijo que este tipo de referendos se pierde en todas partes; a España le cabe el dudoso honor de ser el único país que ha ratificado la adhesión a un pacto militar con un amplio apoyo popular.
Entre los que tuvieron acceso al papel impreso y, sobre todo, en interminables discusiones en familia y en el trabajo se entremezclaron las posiciones más pintorescas, asentadas sobre las motivaciones más variadas. Gentes convencidas de la necesidad de permanecer en la Alianza defendían el no, indignadas por lo que consideraban manipulación electoralista del Gobierno; otros que habían defendido con rigor posiciones antiatlantistas se convertían de repente a las tesis oficiales, sin estar sometidos a la disciplina del partido ni dejar traslucir ambición malsana. Los que pensaban dentro del partido socialista que era una barbaridad convocar el referéndum se callaron como muertos, a la espera de lo que se decidía en las alturas; otros se volcaron febrilmente en la campaña del sí sin ocultar la remuneración que pretendían. He conocido a atlantistas de pro que no fueron a votar por asco ante la algarabía, e incluso a un antimilitarista que, por miedo a un golpe militar si ganaba el no, apoyó el sí. Como un torbellino, llegó de repente la discusión política hasta el último rincón de España; cesado el huracán, España quedó aún más incrédula y despolitizada si cabe, diluida ya en 38 millones de egoísmos particulares.
Para los que jugamos a profetas, lamentablemente se han confirmado los peores temores. El partido mayoritario de oposición, al haberse visto obligado a abandonar a la sociedad la función que le correspondía, no ha podido restablecerse del descalabro del referéndum. Cayeron Fraga, Roca, Herrero, portavoces todos ellos de la abstención, y el proceso de disolución aún no ha acabado. El referéndum nos ha costado el perder la oposición. El Parlamento, que se prestó a tan triste espectáculo, no goza del menor prestigio, y crecen las voces de los que se preguntan por su sentido, al menos en el Estado actual. Los partidos, ausentes de la sociedad, se atrincheran en unas instituciones cada vez más alejadas de la España real. La sociedad, muy fragmentada, recurre a la algarada para hacer efectivas en negociación directa con el Gobierno las reivindicaciones más cerrilmente egoístas. El Gobierno, que en la campaña del referéndum ocupó todo el espacio político, continúa enfrentándose en solitario a una sociedad sin apenas vertebración política.
La transición empezó con un referéndum amañado en 1976 y se cerró con otro no menos problemático 10 años después. Sin caer en el catastrofismo al que somos tan aficionados los españoles, necesitamos como agua de mayo una reflexión colectiva sobre el régimen político que hemos construido, sobre sus virtudes y potencialidades tanto como sobre sus deficiencias.
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