Muerta para nada
El oscuro adiós de Luisa Sánchez, la última víctima de ETA
Luisa Sánchez tenía 59 años; había nacido en Dima, un barrio de Galdakao, cerca de Bilbao, y pasaba junto al puente de la Merced, camino de su casa. Venía de limpiar unas oficinas en el centro de la ciudad. Unos dicen que la curiosidad le llevó a remover un bulto envuelto en papeles de periódico. Otros dicen que simplemente pasaba junto al concesionario de Renault. La bomba le amputó las piernas, le produjo múltiples heridas y fracturas, le quemó la cara. Las primeras versiones decían que la herida era una mujer joven.Ahora, su marido, Antonio Rodríguez, es un amasijo de nervios. Alterna la seriedad con el inicio de lloros aniñados. Envuelto en un batín de baño, su obsesión primera es que no se escape el perro a la calle, no vaya a ser que un coche lo atropelle. Acomodado a la desgracia, va desmenuzando los hilos de la tragedia. Él es pensionista, después de trabajar como electricista "en mil sitios", y ahora recurre a su madre, de 85 años, para que ponga en orden la precaria hacienda familiar.
Al lugar lo llaman Bilbao la Vieja los viejos de Bilbao. Es un entramado de casas crecidas en desorden junto a la ría, frente al mercado. El concesionario de Renault está pocos metros más allá de una iglesia en ruinas a la que buscan comprador. Allí se traman los recios asuntos de la prostitución masculina. Es un lugar de escaso tránsito peatonal.
El domicilio de Luisa Sánchez está en el número 15 de la calle de San Francisco, una arteria húmeda y sombría donde conviven viejos bilbaínos, la gitanería local, prostitutas con habitación en los tugurios próximos, pequeños comerciantes de toda la vida. Es un barrio de pobres, cuyos únicos ejecutivos son negros africanos que deambulan con un maletín lleno de perlas falsas.
Luisa Sánchez no cruzaba la calle de San Francisco cada día, quizá porque allí se desguazan los coches robados en plena calle y las esquinas se pueblan a media tarde con jóvenes maltrechos por la droga. Luisa Sánchez volvía a su casa cada día por la ribera de la ría, que también es oscura, pero que frecuentan automovilistas serios que miran insistentemente a los adolescentes que se apalancan en las aceras.
Durante el día, la rutina comercial recupera la vida de la calle. Los empleados del concesionario Renault, por ejemplo, se han vestido de nuevo con los monos negros y amarillos y sonríen porque la bomba no destrozó el taller. Trabajar allí es como para temer que se queden sin trabajo de un día para otro, pero esta vez no ocurrirá lo temido. Además confiesan que no tienen miedo a ser víctimas de una bomba, porque las bombas suelen ser nocturnas.
Acción sencillísima
La acción de ETA era sencillísima desde un punto de vista militar. Más simple que lanzar un panfleto prohibido. La acción requirió un conocimiento técnico sobre cómo confeccionar un explosivo y colocarlo en la vía pública. Quizá el dispositivo eléctrico de relojería no era perfecto y la bomba explotó antes de lo previsto. Tenía que estallar a las once de la noche. Veinte minutos antes, Luisa Sánchez quedó reventada contra la acera del muelle.Antonio Rodríguez, su viudo, ha quedado reducido a un estado infantil. Roberto e Iñaki, de 23 y 19 años, pasean nerviosos por la casa. El hermano de Luisa pega con cinta adhesiva una esquelita barata en la puerta de la calle; dice que lñaki no ha trabajado nunca y que Roberto había encontrado hace poco un trabajo en el mercado después de volver de la mili, que hizo en Almería. Vivían allí desde hace 14 años. Antes vivieron en una casa próxima, en la calle de Bailén, en casa de la suegra de Luisa, que se ocupa ahora de la intendencia de una casa pobladísima por gente que no oculta la tensión.
Antonio Rodríguez alterna la firmeza con las lágrimas y dice que ya está bien, que él no quiere hablar de política porque en el barrio hay de todo y teme improbables linchamientos a sus hijos en caso de que él diga lo que piensa. Y él piensa que ya está bien y que es un simple asesinato. Y observa con ojos grandes a los que se acercan y le ven la cara sin afeitar, y un batín de baño viejo, y unos cuantos jerseis. En la calle llueve o nieva insistentemente.
Justificar el error
Luisa Sánchez es la última víctima accidental de ETA. Poco después del 30 de noviembre, última cita electoral vasca, un obrero de Galdakao era destrozado por una bomba que iba dirigida contra un policía nacional del mismo barrio que tenía un coche similar a la víctima. Días después moría una mujer portuguesa que había resultado herida por la bomba que mató al gobernador militar de Guipúzcoa y a parte de su familia en el bulevar de San Sebastián. Leticia Ituráin está en una cama de hospital recuperándose de las mutilaciones que le causó una bomba que le explotó en el rostro cuando comenzaba su trabajo en su concesionario de Zarauz.Dentro de unos días, ETA enviará un escueto comunicado a los medios de comunicación lamentando el error. En ocasiones, ETA afirma que ha recibido con interés la amonestación sincera del movimiento vasco de liberación. O que ya han advertido hasta la saciedad que el pueblo no debe frecuentar los lugares que pudieran ser considerados como objetivos militares. Son términos textuales. Los gabinetes de prensa de las instituciones y de los partidos se afanan por dar una nueva redacción a un comunicado condenatorio mil veces repetido. Nadie reivindicará como propio el cadáver de Luisa Sánchez, salvo las 20 personas que se mueven con agitación en un portal de pobres de Bilbao la Vieja.
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