La iniciativa legislativa
LA INICIATIVA legislativa, es decir, la posibilidad de enviar proyectos de ley al Parlamento para su aprobación, es una facultad que, de acuerdo con la Constitución, corresponde a cinco protagonistas: Gobierno, Congreso, Senado, asambleas de las comunidades autónomas y también, directamente, al pueblo, bajo ciertas condiciones. Pero es el Gobierno el que goza de prioridad sobre todos ellos en el ejercicio de esta facultad, que constituye en sus manos un formidable instrumento de poder, en el que no falta, a veces, la marrullería y la manipulación.Y el Gobierno socialista lo ha utilizado a fondo en los cuatro años de su primera legislatura. Nada menos que 41 leyes orgánicas y 94 leyes ordinarias han sido aprobadas por el Parlamento en estos años, la inmensa mayoría de ellas a iniciativa gubernamental. Ello es lógico, perfectamente legítimo y políticamente intachable, pues la iniciativa legislativa es una atribución indispensable para que el Gobierno que surge de unas elecciones plasme en el ordenamiento jurídico del país el programa político del partido que le apoya. Si esto es así, nada tiene de extraño que un partido político como el PSOE, que llega por primera vez al poder en España, utilice casi con lujuria el poder de la iniciativa legislativa, sobre todo en los primeros años de su mandato, en los que el afán transformador de su programa tenía más fuerza.
Tampoco los Gobiernos de UCD de los años anteriores se quedaron atrás en la Ltilización de la iniciativa legislativa. Quizá no tanto por un afán renovador como por la inexcusable necesidad política de sustituir una legislación preconstitucional, que procedía de la época autoritaria, y en muchos casos claramente inconstitucional, por otra acorde con la Constitución recién promulgada. Así, nada menos que 38 leyes orgánicas y 66 leyes ordinarias sobre las cuestiones que estaban más necesitadas de reforma fueron aprobadas en los años 1979-1982 a iniciativa de los sucesivos Gobiernos de UCD.
Pero esta facultad, perfectamente regulada en la Constitución y en el reglamento del Congreso, como instrumento de poder en manos de los Gobiernos, puede ser utilizada con prepotencia, a veces, y con marrullería, otras. Sin que falten ocasiones en las que también pueda ser utilizada para confundir a la opinión pública sobre la verdadera postura del Gobierno ante determinadas demandas de reforma legal exigidas desde la sociedad.
Porque prepotencia política es, aunque sea constitucional, utilizar la iniciativa legislativa a remolque de la de la oposición, en los casos que en que a ésta se le ocurre presentar una proposición de ley sobre un determinado asunto en el marco del Parlamento. Y, desde luego, la práctica parlamentaria de estos años demuestra meridianamente que este Gobierno ha echado siempre mano de su iniciativa para bloquear la de los grupos parlamentarios de la oposición, como dando a entender que lo que no se le ocurre a él no debe tener nadie más la pretensión de que se le ocurra a él antes.
Y marrullería es -o que se diga qué otra calificación puede darse al hecho- aprobar un proyecto de ley que todavía no ha sido perfilado porque subsisten diferencias interministeriales sobre su contenido, pero que conviene políticamente dar como aprobado cuanto antes por el Consejo de Ministros. De la misma fprina, también lo es la aprobación de un proyecto de ley para su remisión al Congreso, y así anunciarlo, pero conservándolo todavía una temporada en los despachos gubernamentales por motivos de exclusiva oportunidad política.
Pero el poder de la iniciativa legislativa se convierte también a veces, en manos de los Gobiernos, en instrumento de confusión d`e la opinión pública. Así, no es raro que ministros o altos cargos gubernamentales utilicen la iniciativa legislativa como un mero recurso para salir airosamente de situaciones comprometidas ante determinadas demandas de reformas legales. Se anuncia en esos momentos delicados que el Gobierno estudiará el posible envío al Congreso de la correspondiente reforma legal; pero el tiempo transcurre y nada de lo que se prometió llega finalmente al Congreso. Y de promesas de este tipo están empedrados los despachos ministeriales.
No es que haya que escandalizarse de que alguna vez la necesidad política empuje a la realización de alguna de estas prácticas. Pero su reiteración y el frívolo recurso a ellas, de cara al adversario político o a la opinión pública, sí que puede dañar gravemente la credibilidad de los Gobiernos. O convertirse, por otro lado, en una actuación que deteriore la propia imagen de las instituciones democráticas españolas.
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