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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El precio del silencio

LA EXTENSIÓN y agudización de los conflictos en la escena española hacen más patente la pasividad política y la parálisis parlamentaria. Inhibido y casi silencioso primero frente a la primera oleada de problemas, el Ejecutivo pareció reaccionar positivamente: los ministros recibieron y discutieron con los líderes de la contestación y ofrecieron alternativas. Pero la permanencia de las tensiones parece tentar al Ejecutivo a recuperar una política de silencio muy perjudicial. La parquedad de palabras del portavoz del Gobierno, ayer, para referirse a una situación efectivamente preocupante parece pretender la tranquilidad y un grado menos de crispación al panorama. Loable intento, que sólo tendrá valor si logra transmitir la sensación de que el Gobierno controla los sucesos y no calla ante ellos presa del estupor.Es imposible negar la evidencia de que se han producido errores gubernamentales serios en una situación de cuya configuración, no es exclusivo responsable el Ejecutivo. Pero a esta evidencia no se le ha dado una respuesta política: todo el mundo sigue en sus cargos, dispuestos a cometer los mismos yerros. Una actitud así, sin dimisiones, sin debates, sin proyectos nuevos, delata uno de estos dos males: o una carencia de imaginación para abordar los problemas o un menosprecio de su entidad. En cualquiera de los supuestos se confirma el divorcio entre las instituciones y la sociedad civil. Pero si el silencio o las medias palabras gubernamentales son preocupantes no lo son menos los guirigays de la oposición y la inhibición de los intelectuales. Estamos en un período de crisis. Puede que el tiempo solucione los problemas. Puede también que los empeore definitivamente.

Cuesta trabajo creer que en el ambiente de violencia que acompaña a las manifestaciones estudiantiles, ahora unidas para una demostración el día 11 en Madrid con los dos sindicatos mayoritarios, el Gobierno no haya querido ver algo más que una protesta académica. Iniciada por estudiantes de enseñanzas medias y con el apoyo de universitarios, tras la movilización estudiantil es fácil percibir la manifestación de un malestar social que secundaron, por reflejo, los padres junto a amplios sectores de clase media y que pronto ha encontrado eco entre los obreros. El fantasma del paro y sus secuelas sociales se hacen ahora visibles en todos estos comportamientos. Hace falta una reflexión intelectual ante ellos. Y medidas políticas coherentes.

En la base del descontento que protagonizan los jóvenes se encuentran las deficiencias de la. enseñanza pública. Pero, más allá de esto, ha bastado que se opusieran a lo establecido para que encontraran solidaridad en otros sectores insatisfechos por otras causas. Que esta insatisfacción tienda a proyectarse en las calles es síntoma de que las instituciones de representación política funcionan mal.

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En un sistema democrático la conflictividad es un signo de vitalidad. El pacto ético por el que se rige una democracia descansa en la posibilidad de establecer vías de diálogo y, finalmente, soluciones de consenso pacífico entre los posibles intereses contrapuestos. Durante los últimos 10 años, los partidos políticos, de los que España no tenía experiencia en cuatro décadas, han sido los grandes protagonistas del diálogo intersocial. Pero su desaforado relieve se hizo a expensas de todas los otras vías de representación ciudadana, incluidos los mismos sindicatos. Finalmente la consecuencia ha sido -una vez que el PSOE satura con su hegemonía la oportunidad de la confrontación y los demás grupos se confunden en crisis internasque la dinámica política se paralice y el silencio cubra la escena. Si la calle grita es, de una parte, el efecto de esa asfixia en que la falta de cauces de expresión institucional ha situado a la sociedad civil española.

El año 1987 ha venido adornando de buenos augurios económicos y, de hecho, conflictos sectoriales aparte, así lo recibieron empresarios y trabajadores. Si no se ha firmado un pacto social en esta ocasión es porque los obreros esperan obtener mejores condiciones que las que marca el Gobierno. Pero debe recordarse que en el otro único año socialista sin concertación (1984) las jornadas de trabajo perdidas por huelgas y conflictos duplicaron a las perdidas en 1985. Si a esta potencial movilización negociadora se suma una carga de malestar social, directo e indirecto, fácil es prever que la turbulencia callejera se intensifique.

La formación de una democracia no se consigue tan sólo con la reforma del aparato jurídico-político. La solidez del sistema la decide la vitalidad de la sociedad civil articulada en el diálogo. El PSOE y el Gobierno se encuentran ante un desario inaplazable. España reclama un proyecto colectivo que conecte con las primeras ambiciones del PSOE, exige más imaginación para atender a las nuevas cuestiones que suscitan tanto la pertenencia a la CE y la OTAN y su proyección en el tablero de efectos internacionales como las demandas de modernización cultural y material de esta sociedad. Ideas nuevas necesitan con frecuencia nuevas personas para ponerlas en práctica. Pero los principales líderes del partido y del Gobierno, y notablemente el presidente, siguen silenciosos.

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