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Tribuna:EL PROBLEMA DE LA DROGA
Tribuna
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Despenalizar el suicidio

En su edición del 9 de enero, EL PAÍS publicaba una carta en la que el senador Granado manifiesta su desacuerdo con las tesis sustentadas por Fernando Savater en torno al problema de la droga.El asunto tiene tremenda repercusión sobre la sociedad actual. Por ello, si se me permite echar mi cuarto a espadas, se me ocurre intentar enfocarlo de la manera que resulte más beneficiosa para el porcentaje mayor de ciudadanos. Nunca habrá, por supuesto, solución que parezca razonable a todos, pero permítaseme romper una lanza, por una vez, en favor de una silenciosa muchedumbre. Terciado que nada tiene que ver, claro, con el hecho de que mi coche esté con la ventanilla derecha rota y mi espléndido radiocasete se encuentre en estos momentos al alcance de cualquier bolsillo en un puesto del Rastro.

Se han intentado soluciones para todos los gustos: desde una tímida despenalización de consumo hasta el castigo más severo, pasando por el suministro gratuito de dosis diarias a los drogadictos oficialmente registrados como tales ante las autoridades sanitarias.

En el primer caso se admitía -razonablemente, me parece que los canales de suministro -los camellos, vamos- no son controlables más que en muy pequeña medida y que, por tanto, es comprensible que el enfermo se procure el alivio como pueda, sin que se le castigue por ello. Más bien acaba castigado el resto de la ciudadanía, que es el que aporta, en contra de su voluntad, los medios económicos para sustentar la adicción.

En el segundo caso -persecución implacable de todos (no muy implacable con los Estados en cuyos territorios se cultivan las drogas, porque, habiendo pasado el medievo, no es posible declararles la guerra santa por ello)-, no se controla el tráfico, no se controla el suministro, no se controlan los efectos económicos laterales, no se controla la salud de nadie. Y menos aún la del viandante inocente a quien asalta el drogadicto en busca de dinero. El control, en estos casos, no se ejerce, porque es imposible, porque siempre existe una solución alternativa en una esquina, en una jeringuilla, en un crack barato y de fácil acceso. A escala internacional, no es ejercitable el control, porque, como es bien sabido, los intereses económicos del mundo de la droga son gigantescos. Resulta, además, poco práctico sugerirle al cultivador de coca de los Andes que renuncie a su medio de sustento para mostrar su solidaridad con la civilización occidental y preocuparse generosamente por la salud de mil ejecutivos o jet-setters americanos o europeos, que son los que, al fin y al cabo, esnifan. Puede que alguno estuviera dispuesto a hacerlo si a su país le perdonaran la deuda, pero no estoy seguro.

Fallo elemental

La prohibición ciega y virulenta tiene en este caso un fallo elemental: para que fuera realmente eficaz debería ir acompañada por la posibilidad cierta de desintoxicación médica del drogadicto merced a tratamiento químico de resultado contrastado.

Dicho en otras palabras: si a drogadicto que se pillara se le metiera en una clínica con un gota a gota enchufado al brazo durante un mes, transcurrido el cual pudiera salir a la calle fresco como una manzana y curado para siempre. Como en el alcoholismo, sin embargo, esto no sólo es imposible: es que además no hay siquiera previsión legal para la reclusión automática del enfermo en instituciones establecidas al efecto.

La adicción a la droga, como el alcoholismo, es una enfermedad cuyos sufridores lo son porque ésa es su prognosis genética. En una mayoría de casos, en el origen, tanto de la bebida como problema como del consumo continuado e irreversible de la droga, se produce una reacción química que es coaccionante para el paciente. No se ha descubierto hasta ahora una cura, no hay penicilina que se pueda suministrar voluntaria y obligatoriamente al drogadicto o al borracho. Sólo un tremendo y valeroso enderezamiento de la psiquis parece ser capaz de hacer que el enfermo quiera enfrentarse con las consecuencias de su renuncia a la droga.

El tercer supuesto -suministro gratuito por parte de las autoridades sanitarias- ha sido ensayado, que yo sepa, en el Reino Unido y en Amsterdam. Los resultados del intento han sido malos (afluencia masiva de drogadictos, correspondiente degradación del espectáculo urbano, incapacidad de las autoridades de hacer frente al incremento desmesurado de la demanda, y vuelta a empezar), porque las ciudades británicas y holandesas han sido bolsas mínimas de permisividad en un mundo terriblemente estricto. Se han convertido en mecas a las que los drogadictos acudían como abejas al panal.

Pese a todo, yo recomendaría la adopción de este sistema libre como más beneficioso para la mayoría. Si así se hiciera, no habría más que un modo de llevarlo a la práctica ventajosamente: mediante un acuerdo suscrito por todos los países miembros de la Europa comunitaria, como mínimo. Se crearía un espacio común, grande, protegido del exterior (Dios me libre de decir que impermeable), en el que acaso podría suministrarse droga gratuita a adictos registrados o a bajo precio en los estancos (¿no mueren miles de personas al año por enfisema, cáncer, infarto, provocados por el tabaco?).

Tabaco y alcohol

Puede parecer impertinente, pero se cansa uno de oír hablar del problema social de la droga como excluyente de todos los demás. ¿Y el del tabaco? ¿Y el del alcohol? Produce irritación pensar que tanto tabaco como alcohol están perfectamente permitidos y, lo que es más, que su consumo es estimulado por una estructura económica gigantesca. Por cada drogadicto que muere por sobredosis o por consunción, ¿cuántos fumadores mueren, cuántos borrachos fallecen, cuántos conductores se estampan con su vehículo? Se me dirá que siempre es posible dejar de fumar o de beber, mientras que la droga no se deja. El argumento, naturalmente, es falso. Me gustaría conocer los porcentajes relativos de cuántos dejan el alcohol y cuántos dejan la heroína al alcanzar los últimos estadios de la adicción.

En el fondo, todo se reduce a un problema de esfera personal, de decisión íntima sobre el destino propio; aquí de lo que se trata es de despenalizar el suicidio. Que fume el que quiera, que beba el que quiera, que se drogue el que quiera. Todo a precios rebajados. Se me ocurren dos ventajas inmediatas del sistema: con los beneficios del tráfico por los suelos, no veo a muchos camellos regalando droga a la salida de los colegios por amor al arte. Con la droga barata o gratuita, sólo un acendrado amor al arte mantendría en sus niveles de hoy la ola de tirones de bolso, robos de radios en coches o asaltos personales a punta de navaja.

Aquí de lo que se trata no es de dar puritanas lecciones sociales al drogadicto. En efecto, su lucha personal no se plantea frente a la escasez de oferta, sino frente al destino de su alma. Como bien dice el senador Granado, la voluntad de autodestruirse no puede ser prohibida a nadie por el Estado. Disiento del senador, sin embargo, cuando añade que el Estado no debe facilitarle la tarea a nadie. Porque no se trata de eso. Como en la cuestión del aborto, me parece que la sociedad tiene poco derecho a inmiscuirse en cosas tan personales como la decisión de qué se hace con la propia vida. Si la ley prohíbe la autodestrucción, hace lo que hizo la ley seca en Estados Unidos: comete un abuso estúpido, porque, como en el aborto, siempre habrá un billete de avión disponible para escapar. En cada caso hay un método no previsto por la ley (alcohol, drogas, locura al volante) que la hace tonta y estéril. Vamos, que, como uno quiera suicidarse, se suicida.

Porque existe divorcio, no todo el mundo se divorcia. Porque existe aborto, no todo el mundo aborta. Porque existe droga, no todo el mundo se droga. Éstas son realidades sociales inescapables que no son causa, sino que responden a enfermedades, a necesidades, a dolores del alma que la sociedad debe curar, no prohibir. Tiemblo al pensar en lo que le va a ocurrir a este cuerpo social español el día en que se le plantee seriamente la mera posibilidad de la eutanasia.

Fernando Schwartz es embajador de España en Holanda.

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