Todavía es la hora de los maniqueos
Todavía es la hora de los maniqueos. Para Jacques Chirac y los duros de su Gobierno, Francia se enfrenta a un movimiento de indiscutible perfil político, destinado a derribar el paciente trabajo realizado por la mayoría conservadora para enderezar la economía francesa, debilitada por la gestión socialista. Los agentes de este movimiento son, naturalmente, los comunistas, a través de su brazo sindical, la CGT. Para la CGT, este movimiento huelguístico es la expresión de protesta de la clase obrera ante la pérdida de capacidad adquisitiva experimentada, primero con la gestión derechista de la economía realizada por los socialistas desde 1982 y, luego por la intensificación neoliberal de esta gestión antiobrera.Jacques Chirac, por un lado y el Partido Comunista por el otro, parecen sentirse a gusto en el maniqueísmo. Ambos coinciden en señalarse mutuamente y en en responsabilizar a los socialistas del origen de la actual situación. Según la derecha, el Gobierno se ha visto obligado a pedir un esfuerzo a la población para remontar el bache en que quedó sumida la economía francesa a resultas de la gestión socialista, del primer gobierno de Pierre Mauroy. Según los comunistas, la responsabilidad de la política de contención salarial es de los socialistas a partir de 1983, del propio presidente de la República -que apoya a Chirac en esta cuestión- y obviamente, del Gobierno conservador.
Pero no todas las voces del espectro político francés se ajustan a estos dos registros tan limitados como coincidentes. En la UDF (Unión para la Democracia Francesa), no han faltado quienes han pedido una mayor adaptación a las necesidades de diálogo y de concertación con los trabajadores. El propio ex primer ministro Raymond Barre, que apoya sin reservas la política de contención del Gobierno, ha expresado sus distancias respecto a los ultraliberales, que desean transformar la sociedad francesa por decreto ley y que revelan una visión doctrinaria de los problemas económicos y sociales.Más a la izquierda, en las filas socialistas, las cosas no son muy distintas. Para el PS y para Mitterrand, el Gobierno ha actuado con un exceso de prepotencia y con suficiente torpeza como para permitir que la situación se deteriore hasta el punto actual.
La locomotora del movimiento han sido, precisamente, los maquinistas de ferrocarriles, cuyas reivindicaciones tenían un carácter más profesional que político y no se centraban, en lo sustancial, en la ruptura del techo salarial impuesto por el Gobierno, como es la pretensión de la CGT. Todo un arco de fuerzas políticas y sindicales, desde el interior del Gobierno hasta la oposición socialista, no termina de comprender cómo un movimiento de este tipo ha derivado en una huelga de largo aliento hasta caer en manos de quienes ponen en cuestión una política económica que finaImente es objeto de un amplio consenso.
La única explicación la proporciona, seguramente, el inventario de beneficios que aporta el maniqueísmo a sus fieles. Para Chirac, el planteamiento de una huelga en términos de mayor salario para los que tienen trabajo frente a la austeridad y a la posibilidad de creación de empleos es casi la posibilidad de una partida de antemano. Los perdedores no tienen por qué ser quienes se sientan frente a él, sino muy al contrario, los socialistas, a quienes todos acuerdan que hay que achacar las culpas del actual deterioro. El silencio político del Partido Socialista en este conflicto, únicamente moteado por vacías declaraciones de algunos dirigentes, o por el apoyo de Mitterrand a la lucha contra la inflación, no contribuye en nada a cambiar las cosas. El gran perdedor puede ser el Partido Socialista.
Para la CGT, disminuída en su fuerza sindical y en su capacidad de movilización, y para el PC ésta es, en cambio, incluso en caso de una amplia derrota, una ocasión para levantar cabeza aunque sólo sea a efectos de afiliación sindical y de elecciones. Entre otras razones, porque para los maniqueos, la culpa es siempre ajena.
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