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La singularidad helvética

Viajé recientemente a Suiza para tomar parte en un ciclo de conferencias de la Rotonde sobre la política de Europa hacia el norte de África, en Lausana y en Ginebra. El soberbio lago Leman vincula con sus tranquilas aguas el paisaje de las dos ciudades. Mi curiosidad madrugadora me impuso un vagabundeo matutino con Alex, mi amigo helvético, por los bordes de ese pequeño mar interior. El entorno lacustre de la Europa central es sustancialmente diverso del ambiente marinero del océano Atlántico. Hasta la fauna volátil de las aguas reviste un cúmulo de interpretaciones diferentes. Las gaviotas son aquí, por ejemplo, una especie de aves pacíficas y gordas. Descansan numerosas y tranquilas en las barandillas metálicas que circundan el lago y apenas se espantan o mueven ante la presencia de los viandantes. Nada parecido a la salvaje soledad de los bandos gritones de gaviotas del Cantábrico. Los abundantes patos de variado plumaje negro, castaño o verde reposan sobre las frías aguas en un dócil sesteo empujados en su indolencia por la corriente. Los cisnes altaneros buscan sin cesar la pesca submarina -sin escafandras ni máscaras de oxígeno- en inmersiones que torsionan su cuello en trenzados inverosímiles y que duran varios minutos. En la ribera del lago de Ginebra la volatería es mucho más numerosa y tiene algo de gallinero fluvial y atiborrado en los arribes de la isla del Juan Jacobo, sedente. Los barcos del lago, blancos y relucientes, se asemejan a esas naves de juguete de antaño a las que se daba cuerda por la chimenea. Las estaciones marítimas de embarque tienen la apariencia de una estación de salida de autobuses.El Leman tiene en sus orillas, hoy orladas de ricos viñedos en sus laderas desde Lausana hasta Montreux, una connotación romántica que inspiró a lord Byron la leyenda poética del castillo y del prisionero de Chilion. El alba resplandece en lo alto del gigantesco Matterhorn con su disco anaranjado en ascensión, semejante a un globo encendido saliendo del cráter de un volcán. Apenas hay en esta mañana un soplo rizado de ventolina -glacial- sobre la superficie gris. de las aguas. En los puentes de Ginebra, en cambio, el remolino del Ródano naciente se agita convulso bajo el bosquete de los famosos tilos que tanta literatura y melancolía han producido desde Sainte Betive y que se encuentran, en noviembre, ya caducos y desfoliados, llenando con sus hoja muertas abarquilladas, cobrizas y doradas, el pedestal de Rousseau.

En la nación suiza convergen en arquetipo sociológico singular varios pueblos y culturas de signo bien diferenciado. Los alemanes al Norte. Los franceses al Suroeste. Los italianos al Sur. Y los romanches al Sureste. Cuatro lenguas bien distintas que conviven en armonía con fronteras casi siempre. precisas. Friburgo, por ejemplo, ciudad de original trazado en torno a la hoz de un río, mantiene en torno a ese cauce el límite concreto que separa a francófonos y germanohablantes en la Suiza del Norte. De las dos grandes religiones cristianas predominantes puede afirmarse en sus áreas respectivas lo mismo que señalo de las lenguas. Coexisten hoy en paz católicos y protestantes mientras defienden la vigencia de las tradiciones antiguas y reciben el empuje de los catecúmenos nuevos. En su conjunto y desde la perspectiva de su historia de muchos siglos, esta próspera república federal situada en el mismo corazón del occidente europeo tiene valor de símbolo del continente al que pertenecemos. Es la síntesis ejemplar de la Europa de las naciones y palpita en su ámbito la quintaesencia del europeismo. Y, sin embargo, Suiza se resiste con fuerza, mayoritariamente, a integrarse con nuevos compromisos en el seno activo de las instituciones internacionales.

El alcalde de la ciudad de Lausana tiene también su bodeguilla. Me recibió en su casa del siglo XVII, con bóvedas labradas, en la que degustamos un exquisito clarete, alegre y chispeante, bien embocado, procedente de las viñas de propiedad municipal situadas en los alrededores de la ciudad. Me explicó el burgomaestre el mecanismo tradicional de la Confederación, que se apoya en el autogobierno efectivo de las entidades que forman la estructura del poder público. Es decir, el municipio, el cantón y el consejo federal. No hay sino raras veces conflictos de jurisdicción entre las diversas áreas de gobierno. Le pregunté si era cierto que existía una honda reticencia hacia las eventuales integraciones políticas en las instituciones supranacionales de Europa. Me respondió afirmativamente.

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La reciente propuesta del Gobierno Confederal para gestionar la incorporación de Suiza a las Naciones Unidas fue sometida a referéndum hace pocos meses y rechazada por notable mayoría en las urnas, desfavorable a la integración. Poco después, con motivo del grave accidente ocurrido en la industria química de Basilea, que arrasó la fauna piscícola del Rin y envenenó sus aguas para un largo período de tiempo, han sonado voces de varios Gobiernos comunitarios europeos, limítrofes del Rin, que denunciaban la insolidaridad suiza en orden a la aceptación de normas que los demás países ribereños. exigen a las industrias asentadas en sus bordes.

Pero la opinión helvética, en su mayoría, sigue aferrada al criterio de singularidad independiente que defiende con ardimiento por considerarlo parte esencial de la identidad nacional de su pueblo. Es el Consejo de Europa la institución europea en la que participa activamente como miembro de pleno derecho la Confederación Helvética. Su presencia es muy importante y tanto en la Asamblea parlamentaria como en el Comité de Ministros y en las Comisiones, los puntos de vista de sus representantes son siempre escuchados con verdadero interés. Pero hacia la Europa comunitaria de los doce no parecen existir de momento tendencias mayoritarias en favor de un acercamiento definitivo. Un referéndum sobre la eventual cuestión sería, hoy por hoy, seguramente rechazado. Cuando se piensa en el relevante papel que en la gestación del europeísmo activo, desde la última posguerra mundiaI, jugaron muchas personalidades suizas, y citamos solamente a una figura señera, Denis de Rougemont, verdadero padre del federalismo europeo, uno no puede menos de sentirse sorprendido por la realidad paradójica que representa esa notable contradicción.

Suiza es un país internacionalista por esencia. A su territorio neutral se acogen gran número de entidades supranacionales que ven en su recinto de libertades democráticas un espacio abierto y protegido en el que florece la convivencia pacífica. Pero ése es posiblemente el factor que inclina el ánimo de muchos ciudadanos a rechazar cualquier género de integración política por suponerla un riesgo que pudiera romper en un mañana la aséptica insularidad presente. El sistema confederal suizo preserva no sólo un verdadero equilibrio entre los poderes cantonales y locales, sino que también garantiza un acen- Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior to rotundo en favor de la diversa identidad autónoma de cada uno de los 26 cantones existentes en la Confederación. La descentralización política suiza no es una locución vana. Es, por el contrario, un contenido sustancial del self-government. Si los principios de neutralismo y sofidaridad inspiran en general la política exterior de Berna, el raro ejemplo de la existencia de auténticas libertades interiores es el signo característico de la recia personalidad de este país, privado de riquezas o recursos naturales y, sin embargo, dotado de un envidiable nivel de vida y de una sólida prosperidad económica sin apenas cifras significativas que indiquen inflación o paro.

Suiza, que tiene en su pasado histórico una aguerrida tradición de soldados europeos de altísimo valor y disciplina, apoya su neutralidad armada en una forma poco ostensible de voluntariado y de reservismo, lo que hace de cada ciudadano un eventual combatiente que responde de la disponibilidad de su arma propia y de sumovilización urgente en caso de llamada.

En estos quebrados territorios de valles y montañas dominaron durante siglos Habsburgos y Saboyas; nobles germanos y facciones atroces enfrentadas en las guerras de religión. La última invasión y expolio la llevaron a,cabo las tropas de la Convención francesa. Desde entonces, no hubo guerra ni invasión militar en su territorio. ¿No es impresionante comprobar en ciertas naciones de Europa el fondo de riqueza que existe en los núcleos campesinos de aquellos escasos países que no padecieron el castigo bélico de la presencia ajena militar en su suelo durante los últimos siglos?

Hay que comprender y respetar las reticencias de la República Federal Suiza hacia la hipótesis de integrarse en la construcción europea desde su recia y bien experimentada forma propia de regirse. Pero, ¿sería mucho atrevimiento solicitar en cualquier caso su colaboración activa en el gran proceso comunitario en marcha? Hacerles llegar un mensaje amistoso y cordial que diga simplemente: "Nos hacéis falta a los restantes pueblos de Europa para completar nuestra andadura. Aportad vuestra exitosa experiencia democrática de tantos años a la obra común de la Europa que marcha hacia la unidad".

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