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Italia, un caso concreto

Somos ricos, somos elegantes, somos made in Italy. Vivimos entre bellezas (arqueológicas, posmodernas, naturales), exportamos belleza (moda, Gianni Agnelli, diseño). En el mundo, la imagen de Italia, con sus altibajos, suscita una atención infinitamente superior a la que le correspondería a su papel político, económico e industrial real. E incluso un partido de la oposición, como el PCI, que es el partido comunista más poderoso de Occidente, ha hallado un modo de estar dentro del sistema, colaborando a la estabilidad de las instituciones.Precisamente estos días, las estadísticas oficiales difunden noticias tranquilizadoras: la inflación ha disminuido hasta un 4,7% y los ingresos medios familiares, que para 1985 se fijaron en unas 170.000 pesetas mensuales, han aumentado un 13% en términos monetarios y un 4,2% en términos reales respecto a 1984.

El 63% de las familias posee su propia casa. Gastamos cantidades notables en alimentos, ropa, transportes, viajes al extranjero. Hay un ambiente de capitalismo difuso. Florecen las cien, las mil flores de una revolución financiera que ha transformado a la bolsa en la nueva casa de juegos de los italianos. Y en Londres, el National Institute of Economic and Social Research anuncia que Italia está superando al Reino Unido en el nivel de vida: Financial Times dedica al adelantamiento toda una página.

Pese a las querellas que dividen a los hombres más representativos de los distintos partidos, la última legislatura ha batido el récord de estabilidad (aunque los resultados son sólo 'discretos): casi tres años, duración nunca alcanzada en 40 años de república. Pero es que las luchas políticas están cada vez más alejadas de los sentimientos de la gente corriente. Lo ha comprendido así también el presidente del Consejo, Bettino Craxi: para honrar a la familia y a la amistad, tan importantes para el equilibrio pasional de los italianos, ha querido que en su séquito, durante su reciente viaje a China, estuviese presente un pequeño grupo de parientes y amigos, desencadenando con ello un huracán de polémicas. Para no sentirse marginados respecto a estas orgías de afectos, los divos más populares de la televisión estatal descubren intimidades personales e idilios domésticos a millones de telespectadores.

Tales hechos de nuestra vida diaria, pública y privada, son síntomas de una felicidad reptante que está contagiando a sectores cada vez más amplios de la sociedad italiana. No es necesario consultar a los Sherlock Holmes de las ciencias humanas para poder afirmar que, sobre todo para los extranjeros, presentamos todas las características de los pueblos contentos y optimistas. Como pequeños Lino abrazados a su frazada, toleramos exiguas molestias o tremendos obstáculos con tal de alcanzar la felicidad.

Según los datos del eurobarómetro, que es un sondeo anual realizado para la CE, nunca antes los italianos han sido tan felices. Hemos alcanzado el índice récord del 72%, siete puntos más que en 1985 y nada menos que 20 más que en 1976, que indica el nivel más bajo de la última década, con un 52%. Pero, aun así, respecto a los demás países de la CE, los italianos resultan ser los menos felices, pese a las apariencias. ¿Por qué? ¿Desmiente esto la opinión aceptada? Veamos.

El sentimiento de satisfacción de los ciudadanos italianos se ve limitado por el descontento por cómo funciona nuestra democracia: sólo el 28% se muestra satisfecho, en contra de un 69% de insatisfechos. Resumiendo, estamos situados en el último lugar (detrás de Francia, España y Bélgica) de la clasificación, que domina la República Federal de Alemania, con un 80% de satisfechos. Pero, ¿se trata de una escala digna de confianza? La duda inquieta a los elaboradores del sondeo. ¿Es posible -se preguntan- que el italiano sea el pueblo europeo menos feliz? Y contestan con una hipótesis: quizá parecen menos felices que los demás porque son "más gruñones, más difíciles de contentar".

Sin embargo, la explicación, aunque sea bajo forma de duda, cae en una de las muchas trampas antropológicas de las cuales los italianos, con su comportamiento, son hábiles fabricantes. Porque esa gruñonería y ese descontento constante son en gran parte simulaciones, apariencias. A los italianos les gusta aparentar mas que ser, tienen el don de inventar artificios y simulaciones, de construir una cantidad de máscaras del carácter nacional que se ponen o quitan según las circunstancias. Incluidas las máscaras de gruñón y de descontento.

Sea como sea, el resultado del eurobarómetro no contradice en absoluto la imagen de la Italia felix. Porque, ya se sabe, Italia no es sólo una nación, una expresión geográfica, sino que es también un caso, un rompecabezas, una paradoja. He aquí la otra,cara de la felicidad, igualmente auténtica. ¿Se puede ser feliz de verdad cuando la contaminación destruye las obras de arte que todos nos envidian? ¿Se puede manifestar alegría cuando hemos destrozado sin remedio kilómetros y kilómetros de costa, de una de las costas más bellas del mundo? ¿Podemos estar en paz con nosotros mismos cuando somos incapaces de mantener en pie los museos y de valorizar un extraordinario patrimonio cultural?

El abismo económico entre el Norte y el Sur ha alcanzado dimensiones insalvables. Y mientras existen todavía categorías de ciudadanos que pagan menos impuestos de los que deberían, la presión fiscal (sobre todo a costa de los trabajadores) se lleva un 50% de los ingresos. Es decir, los italianos trabajan seis meses al año para el fisco (tenemos un sistema tributario complicadísimo: hay 12.500 leyes, decretos y circulares) y otros seis para ganar para vivir, y ello con un gasto público que devora el 65% de la renta nacional.

Va a ser breve la vida feliz de los italianos, gritan los pesimistas, si no se pone remedio y freno a la simulación de la riqueza, de las finanzas alegres, de la bolsa fácil. Y dicen: la disminución de la inflación, debida al menor coste del petróleo, no es suficiente para reforzar la economíav el poder adquisitivo de la lira si no se alcanzan objetivos tales como "el aumento de la producción de bienes y servicios, la conquista de nuevas posiciones en el mercado internacional, la creación de nuevos puestos de trabajo en condiciones económicamente viables". Pero, ¿quién escucha a los pesimistas? Es cierto que nuestra capacidad de supervivencia parece infinita. ¿Quién o qué podrá hundimos? La mejor defensa es nuestro carácter. El carácter italiano se ha forjado incluso bajo la bota de la dominación extranjera, encontrando siempre alguna manera de salir airosos, de captar el momento de la revancha. Siempre hay, en los imperios con los que nos hemos enfrentado, un eslabón débil, que no aguanta: pues bien, nosotros tenemos una gran habilYdad en localizarlo, en volver las circunstancias en nuestro favor, con un ojo en las lecciones de Maquiave!o y el otro en los preceptos de los jesuitas.

Sin duda, conocemos el arte de la apariencia, de aparentar, felices o infelices, según las ocasiones. No en balde el transformismo, otra de las características nacionales, se basa precisamente en las apariencias, en el espectáculo, en la indiferencia respecto del mérito de las cuestiones. El hedonismo de masas acrecienta nuestro deseo de apariencia, exalta la idea de felicidad como posesión de bienes materiales. Lo que cuenta, a falta de una sólida educación cívica, es el interés personal, aun cuando dañe el interés colectivo. Es la Italian way of life, en la que prosperan las clases neofelices, neoelegantes, neorricas. ¿Quién será el Molière capaz de representar a estos Georges Dandin de los años ochenta? ¿Quién será el Cervantes que pueda descubrir cruelmente las ilusiones?

Enzo Golino es subdirector del semanario italiano L'Espresso, periodista y ensayista.

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