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La condena del mentiroso

La afianzada manía de escribir, una de las muchas con que puede perderse el tiempo ahora que el tiempo está dejando de ser oro para convertirse en baratija de más fácil y trivial consumo, segrega -según uno puede atestiguar- más complicaciones de las debidas.Siempre escuché con cierta sorna cazurra -y obviamente sin creérmelo- aquello de que nadie escribe inocentemente. Era como si me dijeran que es imposible que nadie escriba para nada. Y la verdad es que yo -para oprobio y vergüenza mía- a eso, exactamente, es a lo que aspiraba. A escribir para nada, o sea, únicamente para constatar mi condición de mentiroso, de cultivador de la mentira, de disidente de la verdad -mientras más eterna, peor-, como solía decirme un buen amigo.

Siempre fui, y de ello me vanagloriaba, un embustero pertinaz, con el inocuo agravante de intentar llegar a convertirme en un embustero divertido. Nada en la vida me satisfacía más que aquella fabuladora reconversión de medias verdades sospechosas, de esquinadas certezas inciertas, de bondadosas memorias malévolamente simuladas. Y puedo jurar que tengo conciencia de no haber perjudicado a nadie, de ser un mentiroso apacible y hasta querido como tal, aunque, eso sí, cada vez más disparatado y menos discreto. Un embustero de tomo y lomo predispuesto -como el pastorcillo de "que viene el lobo"- a caer en mi propia e ingenua trampa.

Nunca me dio por pensar que más allá de la mentira está la verdad, Dios me libre. Yo no tenía el cuerpo para esas cavilaciones. Instalado en la mentira, en su ejercicio y difusión, ¿para qué meterme en camisa de once varas? No es difícil sostener que un cabal mentiroso está siempre muy por encima de cualquier verídico cantamañanas. Al menos eso yo lo tenía muy claro. Y la mentira, la gran mentira brillantemente embaucadora, esa que uno mismo se traga mientras la está contando, no tiene ni punto de comparación con la pacata verdad de tres al cuarto, que tan estrechos y pusilánimes nos hace.

Pero lo que está claro es que el ejercicio beneficioso de la mentira, tan saludable en el cotidiano compás de la vida que uno lleva -con tanta frecuencia arrastrada-, corre sus riesgos y peligros cuando la autofascinación que la misma provoca le lleva a uno a más ambiciosas pretensiones. O sea, a intentar -por ejemplo- perpetrarla, que es como una manía muy variada de nuestra siempre contingente y efirnera condición. Y, por supuesto, el intento de perpetuarla se corresponde con un intento de más alto copete: de la frugalidad de mentir se pasa a la prodigalidad de inventar; de lo real, en seguida a lo imaginario, y de lo oral, a lo literario, por ese conducto tan pretendidamente enaltecedor como engañoso.

Y por ahí ya hemos desembarcado en la acrisolada manía del escritor: especie narradora, vertiente procurador de ficciones.

Definir, por tales linderos, al novelista, al narrador, como un pretendido perpetuador de mentiras, bellas las mismas y hasta gozosas en el juego tan literario- de la metáfora y demás pirotecnias, es algo tan pobre y tan modesto que no se me ocurre otra cosa.

El viejo y entrañable mentiroso, tan poco pagado de sí mismo, porque sus artes livianas de simulación eran frágiles, impro visadas y apenas sostenidas en el volandero ingenio, se ha metido, el pobre, en un berenjenal de aúpa. El arte -el de escribir o el de tocar el fliscornio o el de sobar el pincel-, aunque sea así, con minúscula, presupone otros requerimientos, otras técnicas, otras inspiraciones. Aquella casi tierna inocencia de la mentira parece que ya no es posible en la escritura. Y el gratuito mentir no tiene corespondencia con el escribir para nada, porque nadie escribe im punemente. Todo parece un lógico y progresivo camino, de similares andaduras al de tantos otros a través de los cuales nos vamos haciendo mayores. Allá lejos qúedó la mentira, entre tantos otros encantos y encantamientos primordiales de la feliz infancia. A mano tiene uno ahora esta pluma, más o menos inmisericorde, con la que cumplir la justa manía con que la edad castiga -o premia, porque hay gustos para todo- ciertas inclinaciones, más hijas de la imaginación o el sueño que de la vigilia estricta y resignada.

La manía de escribir es, obviamente, obsesiva y prolija. Con el tiempo y la edad -y esta pretensión tan ingenua de escribir para nada, reflejo acaso del perdido paraíso del mentiroso- acaba uno -lo que no deja de ser una faena, irremediable en mi caso- escribiendo la vida. Hay manías así de peligrosas. Porque escribir la vida ofrece la irónica contrapartida de verse abocado -por algún sutil y deslizante conducto- a vivir la novela. Una especie de radical contradicción que puede llevarte a una de esas condenas en las que el reo se cuestiona fatalmente y sin remedio su condición de tal, porque no acaba de aclararse sobre el delito cometido. Esa contradicción, expuesta someramente, daría, más o menos, este resultado: la vida ya no la vivo, la escribo, y la novela ya no la escribo, la vivo.

Dedicarse a escribir la vida implica ir perdiendo el tiempo de vivirla, pero sobre todo algo de mayor riesgo y gravedad. ¿En qué complicación más grande puede verse uno metido, por estos desfiladeros, que en la de percatarse de que esta experiencia de escribir la vida puede llegar a ser más emocional, más apasionante -y, por tanto, más viciosa-, que la de vivirla?

La obsesión culmina en el vicio, y el vicio, en este caso, es el efecto de una sustitución, o sea, uno de esos vicios mayores que arraigan para demostrar orgullosamente su solvencia, de los de primerísima calidad, de los que antes se llamaban nefandos. De donde pudieran derivarse algunas consideraciones, acaso no inoportunas, sobre el carácter pecaminoso de la condición de novelista. Pero, en fin, todas estas complicaciones tampoco suman demasiadas trabas para torcer o desorientar la modesta aspiración en que uno está empeñado, que no es otra que la de ir tirando. En realidad, si somos sinceros, la vida se deja escribir con total resignación, y el olvido o el despego de vivirla no lo sufre mucho, porque para compensarla, y hasta para recompensarla, ya tiene el mundo bien perpetrado de auténticos vividores: todos personas honorables y ninguno dado a estos vicios nefandos que van a suponer nuestra segura condenación.

Lo malo, lo más peligroso, es lo otro: lo de vivir la novela. Eso puede conducir a la miseria -o al banquillo del psiquiatra, que no debe de estar muy lejos- al más templado. Ahí, como poco, tienes que vértelas con tus particulares entes de ficción, con tanta frecuencia malencarados y zaheridores, y no como quien se ve de paso con aquel viejo amigo atragantado o con la antigua novia abandonista. Tienes que vértelas sin reposo ni sosiego, echando un cuarto a espadas a la vida de cada cual, hasta en la última esquina de la última página, mientras alguien se detiene a hacer aguas menores o a evocar la más trágica despedida de su existencia.

No hay modo de controlar todas las disfunciones y quebrantos que procrea este feo asunto. El universo de lo real y de lo imaginario, que mientras están cada uno en su sitio y en el límite de sus insondables fronteras son tan apacibles como un paisaje de desierto y un paisaje de selva en una mañana de estío, se mezclan y desmoronan en un mismo torrente monzónico, sin respetar siquiera la siesta del novelista, que hasta dormido padece la inquietud de su invención.

Vivir la novela no ofrece tregua. No hay escapes, no hay salidas de urgencia. Lo imaginario se imposta en lo cotidiano. Lo real invade el sueño. La novela es la vida, y de la vida sólo se acaba huyendo de veras a través de la muerte. ¿Y quién demonios tiene moral para andar suicidándose al cabo de 200 páginas y cuando, a lo mejor, ya sólo quedan otras 100?

El ingenuo y antiguo mentiroso, que no se conformó con serlo, advierte ahora perplejo lo complicada que es la vida. Y el pertinaz maniático en que devino, atrapado en la obsesión de seguir perpetuando mentiras, recuerda con nostalgia la frugalidad de sus bellos embustes y se dispone temeroso a escribir otra novela. Perdón, a vivirla, y a seguir escribiendo la vida, que nunca acabará de ser una manera de terminar perdiéndola de una puñetera vez.

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