El mito de la reforma norteamericana y la política fiscal española
¡Qué suerte tienen los norteamericanos! En un momento en el que los Gobiernos europeos presionan al pobre contribuyente para poder mal llenar sus arcas y se pierden en una maraña de normas e incentivos fiscales, la Administración norteamericana lanza una reforma sencilla, que disminuye la presión fiscal y además impulsa el crecimiento económico del país.Esta visión de la reforma Reagan (que sin duda tiene aspectos positivos) obedece en gran medida al desconocimiento que todavía se tiene de la misma y al alto desarrollo de las técnicas de marketing en EE UU.
La reforma norteamericana pretendía, al menos inicialmente, establecer un sistema fiscal neutral; es decir, un sistema en el que las decisiones de los diferentes agentes económicos se basen estrictamente en razones de mercado, sin que se distorsionen por consideraciones de tipo tributario. Asimismo, la reforma pretendía simplificar el sistema y disminuir en lo posible la presión fiscal sobre los contribuyentes, lo que, además de ser dos objetivos deseables en sí mismos, contribuiría a una mayor pureza de la neutralidad fiscal.
La reforma, ciertamente, elimina incentivos fiscales, y con ellos, las desigualdades consiguientes, pero está aún lejos de alcanzar un grado de neutralidad respetable.
El concepto de impuesto mínimo alternativo aplicable tanto a personas físicas (21%) como a sociedades (20%) se amplía y refuerza hasta constituir una pieza clave de la reforma. La existencia de esta imposición mínima, obviamente, no contribuye a la neutralidad del sistema.
Se produce un mayor distanciamiento entre los criterios económico-contables y los fiscales. Este hecho produce tributaciones efectivas muy dispares, en función de las distintas estructuras económico-financieras de las empresas. Por ejemplo, la vida útil de la mayoría de los activos se alarga a efectos fiscales; se exige capitalizar costes indirectos de producción, incluyendo gastos generales y de administración; se rechaza la reserva para dudosos y, consecuentemente, el riesgo-país, etcétera.
La escasa neutralidad también se observa en el incremento de la doble imposición sobre dividendos, en el aumento de la doble imposición internacional de sus residentes con actividades en el exterior, en las normas especiales para las medianas y pequeñas empresas, en el mantenimiento de los incentivos fiscales para la investigación y el desarrollo, etcétera.
Costes indirectos
La presión fiscal no disminuye en su conjunto, se reduce para personas físicas en ciertos niveles de renta y aumenta en la misma medida para sociedades, produciéndose un trasvase de discutible efecto económico. En sentido contrario, puede afirmarse con fundamento que la reforma aumenta los costes indirectos de numerosos contribuyentes, como consecuencia de nuevos requerimientos de información, exigencia de cálculos adicionales, necesidad de más asesoramiento, aumento de las sanciones existentes, etcétera.
Como consecuencia del distanciamiento antes indicado entre criterios económico-contables y fiscales, la reducción del tipo de gravamen para las sociedades del 46% al 34% es más teórica que real (incluso al margen de la desaparición de los incentivos a la inversión). Antes de la reforma, muchas sociedades soportaban un tipo efectivo notablemente inferior al 46%; desde ahora no serán pocas las que tributen por encima del 34% de sus beneficios reales. Incluso puede ser frecuente que el impuesto mínimo (20%), por su especial forma de cómputo, exceda el impuesto normal (34%).
Referente a la pretendida sencillez, la nueva normativa tiene una complejidad notable, que está comenzando a hacer las delicias de los despachos de asesoría fiscal.
Es muy probable que ni la propia Administración de Reagan desease muchos de los cambios indicados, a los que se puede añadir el trato indiscriminado de las plusvalías. La mayoría de ellos sólo pueden explicarse por la necesidad de mantener el nivel de recaudación ante una reducción de tipos de gravamen no compensada con la eliminación de los incentivos fiscales.
En el caso de nuestro país, si se procede a comparar nuestro sistema fiscal con el que inicialmente se pretendía en EE UU, nos encontramos con lo siguiente: no puede calificarse de neutral, debido a los niveles de fraude todavía inaceptables, a la existencia de tipos efectivos de gravamen dispares y a un gasto fiscal elevado y sin el control necesario. Referente a la presión fiscal (directa e indirecta), continúa creciendo en términos reales. Finalmente, nuestra normativa fiscal podría y debería ser más clara y sencilla.
Utilizando las pretensiones iniciales norteamericanas como punto de reflexión, revisando las deficiencias y los problemas más acuciantes de nuestro sistema fiscal y teniendo en cuenta los objetivos más urgentes de nuestra política económica, se puede perfilar una política fiscal a corto y medio plazo, quizá no muy ambiciosa ni espectacular, pero sí práctica y eficaz. Sus líneas generales podrían ser las siguientes:
Documentación
No aumentar la presión fiscal (incluso reducirla), lo que quiere decir, entre otras cosas: mantener las exigencias formales de documentación e información en cotas que el contribuyente pueda digerir; interpretar las normas razonablemente, sin forzar su significado; reducir al mínimo los desacuerdos y, por supuesto, eliminar su posible coste financiero y aplicar el régimen de sanciones sin que se produzcan efectos económicos desproporcionados.
Mantener al mismo tiempo el nivel de recaudación e incluso aumentarlo, lo que quiere decir redoblar el esfuerzo para controlar el fraude. La consecución de este objetivo necesita de una cierta dosis de intimidación sabiamente administrada; pero esta intimidación no es el instrumento primordial.
El control del fraude requiere ante todo una Administración tributarla altamente profesionalizada a todos sus niveles. Es necesario contar no sólo con excelentes técnicos, sino también con buenos directores y ejecutivos.
Asimismo debe darse más importancia a los temas de personal, con mayúsculas: selección, formación, motivación y control. Es necesario disponer de información muy seleccionada para que su manejo sea sencillo y eficaz. También puede merecer la pena revisar algunos aspectos de la estructura operativa, así como la óptima utilización de los recursos disponibles.
La Administración tributaria tiene que mejorar la venta de su producto. Es cierto que el producto es muy poco atractivo, pero hasta el aceite de ricino, en sus buenos tiempos, fue objeto de excelentes campañas publicitarias. Además, el producto va dirigido a una clientela cautiva que, bien tratada, terminaría aceptando lo inevitable.
Asimismo hay que localizar y atenazar los colectivos que alimentan el fraude y actuar con el máximo rigor, posiblemente después de ofrecer una vía de reinserción fiscal.
Es conveniente revisar los gastos fiscales y la normativa fiscal, introduciendo pocos pero importantes cambios que den al sistema armonía, sencillez, claridad y carácter de permanencia. Esto daría tranquilidad al empresario, le permitiría planificar y le reduciría los costes fiscales indirectos; al mismo tiempo ayudaría a la Administración a practicar una política fiscal más coherente y eficaz. La complejidad y ambigüedad de las normas alientan la desidia en su cumplimiento, la toma de posiciones extremas y, en última instancia, el fraude.
En resumen, y de momento, dirijamos nuestro esfuerzo a perfeccionar el sistema que tenemos, tanto a nivel normativo como en cuanto a su aplicación práctica. Asimismo aceptemos el reto de poner en marcha una política fiscal activa que redistribuya mejor la presión fiscal y coadyuve al crecimiento económico. Mientras tanto, deseemos la mejor suerte a los norteamericanos.
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