Para qué sirve un embajador
LOS ESPAÑOLES acabamos de saber que el Ministerio de Asuntos Exteriores prepara una amplia reorganización de sus huestes, con cambios en una treintena de embajadas. Uno de los fenómenos más llamativos del momento es precisamente su atonía en la política exterior. Parece como si el Gobierno, cumplido el objetivo inicial de la integración en la Comunidad Europea y el rito del mantenimiento en la OTAN, hubiera perdido todo rumbo o designio sobre lo que pretende hacer en la política internacional. La reorganización del servicio exterior, tantas veces prometida, brilla por su ausencia, y la inercia sigue presidiendo la práctica diplomática española.Formados en la tradición retórica de la buena educación, no pocos de nuestros diplomáticos continúan deslumbrados por la tenue luz crepuscular del imperio austrohúngaro: lo saben todo sobre protocolo en varios idiomas, conocen a la perfección la genealogía de las grandes familias europeas y las principales sagas norteamericanas, son capaces de citar con soltura a Pemán o ciertos pasajes escogidos de madame La Fayette, y además, como se dice en la jerga, reciben muy bien. Otra cosa es cuando se les pide un esfuerzo por potenciar las exportaciones de las empresas españolas, mejorar la balanza comercial o enviar informes que no tengan que contentar a sus destinatarios.
Naturalmente, también hay buenos diplomáticos y excelentes embajadores, y su mérito es mayor aún, puesto que lo son verdaderamente por merecimientos propios: contra la costumbre de la casa y las facilidades del medio ambiente. Esas excepciones no se ven precisamente, las más de las veces, pagadas con los mejores puestos, ni con aquellos en los que podrían rendir mejor servicio. Gran parte de las más importantes embajadas se nutren de funcionarios designados por razones diferentes a las propias del interés público, y muy parecidas, en cambio, a las del interés privado. La admiración y el respeto que merecen los buenos embajadores de España que en el mundo existen es por eso doble. Pues la solución al mal endémico que padece la carrera no acaba de llegar: si el ministro es diplomático, se ve presa de sus compromisos con los compañeros y de la necesidad de asegurar su futuro. Si no lo es, necesita no irritar con sus decisiones a la gente de la casa. En resumen: siempre triunfa la burocracia frente a la razón.
No todo son defectos de los diplomáticos. Los embajadores de España no tienen en realidad muchos poderes, y se les escapan gran parte de las actividades que el Gobierno, de forma directa o indirecta, lleva a cabo en los países de referencia. Aunque formalmente son los jefes de la misión, otros desde Madrid, en departamentos diferentes al de Exteriores, despachan con los agregados militares, comerciales, turísticos. Los diplomáticos, en definitiva, no controlan demasiado. Hay quien piensa que es mejor así. Otros suponen, sin embargo, que si la situación cambiara, cambiaría también su nivel medio y calidad.
Los sucesivos aplazamientos de la renovación de nuestro servicio diplomático parecen destinados a dar la razón a los más conservadores, para los que la política exterior de cualquier país es inalterable por definición, siendo indiferente al efecto el carácter progresista o reaccionario del Gobierno en plaza. Los diplomáticos de carrera disfrutan de una creciente autonomía, pero no como efecto de la existencia de una línea definida en el departamento, sino precisamente a causa de la asunción por parte de la fontanería de la Moncloa de los asuntos que interesan en cada momento, dejando al margen al palacio de Santa Cruz. La vocación de estadista internacional que ha descubierto Felipe González se traduce en iniciativas personales sin relación con un diseño global que sólo un sólido y renovado aparato diplomático podría alumbrar.
Entre las muchas cosas pendientes que este Gobierno tiene por hacer está el diseño de una política exterior que merezca ese nombre. Pero si efectivamente se lleva a cabo, será necesario instrumentarla con mimbres un poco mejores de los que ahora se ven en las legaciones de España. Son ya millones de ciudadanos españoles los que salen anualmente al extranjero a trabajar, en vacaciones, para comerciar o en viaje de estudios. La mayoría de ellos se asombraría de saber que los funcionarios destinados en los países que los reciben son efectivamente personas a su servicio, y no figuras galantes de la vida de sociedad. La noticia de un relevo en una treintena de embajadas no es ningún terremoto político fuera de los intereses privados que anidan en el palacio de Santa Cruz. Porque, aunque parezca mentira, no significa absolutamente nada: simplemente que se van unos y vienen otros. Jamás sabremos para qué.
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