La osadía de los timoratos
Hace ya años, Salvatore Senese advertía: "... dentro de la esfera política, algunos sectores cumplen el papel de correctores de los desfases que los demás pudieran experimentar, neutralizando o atenuando las desviaciones a que se encuentran expuestos por efecto de la presión de las fuerzas sociales antagónicas al sistema. Un sector de la supráestructura jurídico-política, que en muchas formaciones sociales capitalistas se distingue por este papel de feed-back del sistema, es el sector judicial...".No es la primera vez que un Gobierno trata de encubrir lo que teme se le pueda reprochar como propios errores, apelando a una incomprensión o indebida aplicación de las normas, promulgadas a su iniciativa, por parte de los órganos jurisdiccionales. Ya ocurrió así cuando, tras las reformas operadas en 1983 en el Código Penal y en la ley de Enjulciamiento Criminal, se propuso una rabulística interpretación -al borde del fraude procesal- de los preceptos reguladores de la prisión provisional. Se cedía, de esta forma, a las presiones de los estratos más conservadores, y de la opinión pública.
Cuando se afrontó la revisión del tratamiento jurídico-penal del aborto, el Gobierno optó por la demoninada solución de las indicaciones. Este criterio, en el fondo, sigue anclado en prejuicios de raíz religiosa (los problemas de la animación y de la salvación del alma del feto), ahora adobados con el arguinento de la defensa de la vida. La experiencia comparada había demostrado su ineficacia para resolver los problemas de política criminal planteados. Para paliarla, en la República Federal de Alernania hubo que introducir una cláusula de situación general de necesidad (cuando, considerando todas las circunstancias de su vida, no sea exigible a la embarazada que dé a luz) que, por su propia generalidad, venía a distorsionar la filosofia del sistema, aproximándolo vergonzantemente a la solución delplazo.
Nuevas normas
Resulta, por ello, sorprendente que cuando los órganos jurisdiccionales han de aplicar (con mejor o peor fortuna, con mayor o menor entusiasmo) las nuevas normas penales, estalle el escándalo. Se denunció poco menos que una conjura judicial destinada a boicotear las buenas intenciones del equipo gubernamental. Se propuso (incluso -se ha informado en los medios de comunicación- por algún miembro del órgano constitucionalmente encargado de garantizar la independencia de la magistratura) la apertura de sospechosas inquisiciones sobre la labor de los jueces que investigan la comisión de hechos que revisten la apariencia de delictivos, según ley aprobada por el Parlamento, a iniciativa del Gobierno. Y se anuncia el propósito del poder ejecutivo de ejercer sus poderes de gracia (cuya titularidad última corresponde, según la Constitución, al Rey), caso por caso, pero -según se deduce de las palabras de los ministros que lo hicieron público- con vocación de generalidad; de modo que ninguna mujer sufra las consecuencias de una eventual condena (por consecuencia de una normativa que él mismo propició). La falta de luces, o quizá de coraje, para propiciar en su día la solución legislativa correcta se suple ahora con este autosatisfecho plan, que es presentado al público con un guiño de progresista complicidad con sus atendibles prestaciones. Mediante un atípico ejercicio de la prerrogativa de gracia, se puede reducir a la inanidad de normas del poder legislativo y las resoluciones del judicial. En contraste con este gesto de prestidigitación para escamotear el fracaso de la pacata reforma de 1985, parecen escasear, en cambio, la imaginación jurídica o la decisión política para llevar a cabo, de una vez, la revisión en profundidad que viene reclamando buena parte de la sociedad española, y cuyo efecto retroactivo en beneficio de los hoy sometidos a procedimiento penal resolvería satisfactoriamente los conflictos pendientes.
Aquella actitud, en cambio, pone en entredicho la solidez del modelo de distribución de poderes en el marco del Estado de derecho.
En adelante, diríase que la magistratura habrá de tener presente la lista de normas penales que, a la discreción del Gobierno de turno o de los grupos de presión con suficiente cuota de influencia, se acatan, pero no se cumplen. Cuando se sienten legítimamente inquietados por la necesidad de arbitrar mecanismos que refuercen la vinculación del juez a la ley, tienen buena ocasión para reflexionar si es el mejor modo de conseguir la invitación -diríase la compulsión- para que permanezca impasible frente a su infracción, convertido en payaso de las bofetadas de la osadía de los timoratos.
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