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El oportuno final de un dictador

Para acabar con Napoleón hubo que movilizar un ejército de un millón de hombres y la guerra europea. Sólo una guerra mundial terminó con Hitler. César tuvo que ser asesinado. De Gaulle se suicidó políticamente. Lenin, Franco, Salazar y Mao murieron con bastante oportunidad. El final de un dictador libera las fuerzas comprimidas de la sociedad dictada y aparece como el final de una época, que acaba con la muerte, pero no por la muerte. Si Franco hubiera. durado más, el régimen fascista se habría prolongado algo, pero no mucho más: al dictador que no muere cuando debe se le manda al exilio, como a Marcos, o es ejecutado, como Robespierre.Con las muertes naturales de Lenin y de Mao terminaron las revoluciones rusa y china. Como la francesa, habían sido necesarias para destruir el viejo orden, pero eran un obstáculo para construir el nuevo. Habían realizado ya la inaplazable tarea de barrer lo esencial de las viejas sociedades feudal y asiática; seguía la también indispensable edificación -del capitalismo en alguna de sus modalidades, y edificar no es lo propio de las revoluciones. La sangre que calma la sed de los dioses no aplaca el hambre del pueblo. El intento, extemporáneo de la banda de los cuatro de continuar un maoísmo peculiar estaba destinado al fracaso.

Había pasado la hora de la pequeña burguesía revolucionaria y había llegado la de la burguesía de Estado, y era inevitable que Deng Xiaoping, como antes Stalin, ganara la partida. No se detiene el progreso con los principios, al menos no por mucho tiempo. En una época reciente y de lejanísima memoria, China era, para unos cuantos, Ia base de las orientaciones de la revolución proletaria mundial", y Mao Zedong, la fuente de todo pensamiento. Eran los últimos coletazos en Occidente del revolucionarismo tercermundisa y, entre algunos intelectuales, de la filosofía oriental. En la medida de sus pobres posibilidades y de su actividad frenética, nos inundaron de porvenires radiantes, grandes saltos hacia delante, revoluciones culturales, centenares de flores, confianza en las masas chinas y toda clase de consignas, pueriles. El estilo de catecismo es adecuado en un país profundamente subdesarrollado y no debe reprochársele a Mao; pero podemos increpar a nuestra pequeña burguesía prochina por la exageración de confundir la incultura occidental con el analfabetismo oriental: aquí la metáfora política no conmueve.

Y el asunto de las masas es delicado; las de Alemania estuvieron con Hitler, Franco ganó efectivamente algún referéndum y Jomeini tuvo el apoyo popular para su asalto al poder: el sha no sabía que el progreso tampoco puede acelerarse demasiado y que no se hace saltar a las masas 10 siglos en 10 años. El pueblo unido jamás será vencido, pero a los aprendices de brujo les es difícil prever para qué y cuándo se une, y, según como se le apriete, puede unirse tras objetivos que, desde algún punto de vista, son reaccionarios: hay masas que eligen a Reagan.

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Eran también los tiempos de los últimos coqueteos con el marxismo de gente que, en su mayoría, aspiraba a ser respetable y a hacer carrera política, o académica, o de algún modo pública. Y el marxismo empezaba entonces a estar contraindicado en esos casos. Mao, "el gran timonel", sabía pocode marxismo -ni falta que le hacía- y él mismo dijo que se había iniciado muy tarde en economía política.

Lenin, cuyos escritos económicos de juventud son ya apreciables, adoptó el concepto de capitalismo de Estado y tuvo siempre lajusta sospecha de estar haciendo la revolución burguesa. Los chinos no: creían estar construyendo el socialismo en uno de los países más atrasados del mundo, y sus manuales de economía carecen de valor teórico y no de errores elementales. Mao sólo tiene dos breves ensayos filosóficos, y ninguno de los dos soporta una crítica seria; de nuevo no es un reproche: un gran político tiene cosas más urgentes que hacer, y es difícil que sea un buen filósofo. Pero aquí se mascullaba por entonces sobre la contradicción principal y sobre la práctica, intentando vender la filosofía de Mao como el faro que todo lo iluminaría.

Diez años después de la oportuna muerte de Mao, puede darse a cada uno lo suyo. A los unos, el ridículo de haber querido rebajar lo mejor del pensamiento occidental a los límites del subdesarrollo. A Mao, el reconocimiento de haber dirigido el paso de la sociedad china desde la noche de los tiempos hasta los albores del capitalismo. Aunque sea el capitalismo de Estado, que, a más elevados niveles, a todos nos espera.

Antonio Bort es profesor de Teoría Económica en la UNED.

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