Caballo
El sábado por la noche, a espaldas de la Gran Vía de Madrid, algunos árabes pregonaban la mandanga, y en cada esquina, junto a un cubo de basura, había un David de Donatello, en versión vallecana, a la espera de hacer una chapa por 2.000 pesetas, y un par de legionarios navajeaba a medias a un camello que acababa de pedir una ración de morcilla en un colmado de Barbieri. Mozos de cuerda vestidos con batas de cola vendían sus cuartos traseros en los portales a honorables jefes de negociado, y en la barra de todos los bares atestados los adolescentes jugaban a los chinos con anfetaminas sobadas antes de rehogarlas en el matarratas. También había una adorable juventud que ni siquiera vomitaba en el capó de los coches, aunque quería ser feliz esa noche del sábado. Llevaba la gloria en los ojos y se había adornado la carne con plumas de papagayo. La Gran Vía y el paseo de Recoletos formaban una alta presa que había embalsado una ciénaga donde navegaban posmodernos, gallos de pelea, púberes iniciáticos, navajeros del séptimo día y niñas extremadamente delicadas que abrazaban a otros peces oscuros, y bajo las suelas de los zapatos crepitaban las jeringuillas.De pronto, en la niebla, por la calle de la Libertad se vio galopar a un hermoso caballo virgen y blanco sin jinete. Huía de ese barrio y sus cascos redoblaban en la calzada. Con ellos se dirigía hacia Cibeles relinchando en la soledad. El caballo saltó la valla de Recoletos con una elegancia suprema y por el paseo del Prado llegó al hotel Palace. Entró en el vestíbulo piafando en las gradas y se detuvo en el bar bajo la cúpula de esmerados vidrios. Había un público que trataba de ser inglés en las butacas de la rotonda. Todos bebían suavemente al son del piano, mientras el caballo blanco y virgen, sobre la alfombra, esperaba a aquella muchacha de trenzas doradas. Ella llegó al fin y, con la mano rubia, le palmeó los ijares, luego le invitó a una copa y finalmente subió con él a la habitación, donde ambos hicieron el amor hasta la madrugada.
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