Demetrio y los ángeles ciegos
El dibujante Demetrio fue popular como un torero en el Madrid pueblerino de antes de la guerra; al entrar en un café el día de un dibujo feliz, la gente -los parroquianos, se decía- le aplaudía. Pero cuando el exorcista le sacó los demonios del cuerpo en la cárcel perdió su fuerza. El miedo le dominó durante los 14 o 15 años que le quedaban de vida.Habrá todavía personas que recuerden los dibujos de Demetrio. No era un buen dibujante en el sentido artístico, ni en el académico. Era otra cosa: una persona que dibujaba aquello que amaba para poseerlo más y mejor, para hacer permanente y fijo lo que en el fluir de la vida se va deshaciendo a cada instante; y en sus rasgos ese angustioso amor se comunicaba. No tuvo más que dos grandes temas en su vida: la mujer y los niños. Lo demás se le iba de las manos: las caricaturas personales, los animales, los paisajes. Al final de su vida le salían unos autorretratos burlones: un personaje (el Profesor) ansioso, glotón, de barba rala, sanguíneo, cuidadosamente cínico.
Los supervivientes recordarán sus dos gamas triunfantes: las historietas infantiles de Lolín y Bobito -se hicieron muñecos, canciones, alusiones en el teatro, nombre de comercios y las ilustraciones de las revistas y las novelas pornográficas: Muchas gracias, La hoja de parra... Los lectores podían ser los mismos, porque aquellas publicaciones -picantes, verdes, en la terminología de la época se vendían en las puertas de los institutos, y el librero charlaba, esperando la salida de las clases, con el pipero, el caramelero (uno de menta clavado en medio limón, para sorber los dos sabores juntos: tiempo de sensualidad, de estímulo agridulce) y con la pareja de guardias de asalto que mediaban en las reyertas callejeras entre el SEU y la FUE (el instituto tenía fuero). Lolín y Bobito era un diálogo semanal entre un niño cabezota y simplón y una niña rizadita, lista y esclarecedora, pizpireta. Pensándolo ahora, se ve que era una idea ingenua que se tenía de la pareja: Loreto y Chicote, Aurora Redondo y Valeriano León representaban esos arquetipos simples de lo femenino y de lo masculino en el teatro.
Las mujeres de Demetrio eran hermosas, grandes, rotundas. Se citaban, sobre todo, sus piernas: Tiene piernas de Demetrio era una frase coloquial y se decía al ver pasar, como andaban -culeando, con palabra de Delicado, en La lozana andaluza-, a la buena moza o la real hembra, que sacaban chispas de los adoquines con los tacones herrados, con una vibración en tres dimensiones -contoneándose- y creando una sapientísima ondulación en el espacio -contorneándose- Las piernas de la mujer estaban casi recién reveladas -una etapa siguiente a la de las tobilleras- y Demetrio era su profeta. Tenían una cotización visual extraordinaria. Todo eso -las piernas, el contoneo, el contorneo, el culear, la pisada rítmica y sonora: la representación del desafio-se ha ido haciendo borroso, indiferente, en las sucesivas pinturas del lienzo madrileño y a la luz de las nuevas doctrinas.
Demetrio -Demetrio López- trajo su sensualidad de Murcia -de Lorca-, y la llevaba consigo en el pelo crespo y el labio abultado y la gruesa cara oscura (yo le conocí ya blanco, ya descolorido). Fuebohemio cuando todo el mundo, aunque vagamente emplea do de ferrocarriles. Tuvo episo dios violentos de su fuerza y su pasión; un cochero derribado del pescante al tirar Demetrio del látigo con que le fustigaba por una cuestión de precios: tuvo un final funesto. Y un fugaz y romántico matrimonio gitano: raptó -con su acuerdo a una adolescente que bailaba con su tribu en el Buen Retiro, huyó con ella hasta un cura pre parado -probablemente mien to si digo que fue el padre José María Granada, autor de El niño de oro; alguien así sería-, pero la gitanilla murió de fiebres en uno de los pueblos de la larga fuga de las navajas que les per seguían tal vez sólo en su imagi nación. Mil años después De metrio recordaba con emoción sus palabras, su ceceo, su agonía...
Salió de la bohemia, luego, hacia la popularidad, el bienestar y una cierta estabilidad. Encontró una compañera -Julia Medero, actriz de la compañía de Loreto Prado y Enrique Chicote- con la que viviría años y años, hasta su muerte. Pero toda esta biografia se iba a convertir, e pronto, en una cuestión de demonios. De demonios como los que ahora describe Wojtyla: ángeles ciegos. Para eso tuvo que ocurrir una guerra civil. Demetrio la pasó más o menos emboscado -no era un rojo- en una revista del Cuerpo de Carabineros, que le daba documentación, algún salarío y una aproximación al economato. Luego, Víctor de la Serna le acogió y le protegió, como a tantos otros, en su Informaciones.
Hasta que le detuvieron. Un confidente daba fichas de masones a la policía; le exprimieron cuando ya no tenía nombres auténticos, y entonces tuvo que empezar a facilitar listas de sospechosos (cuando ya no tuvo más, fue detenido, juzgado y condenado por masón: le llevaron al penal de Burgos, donde pasó años atroces entre aquellos a los que había denunciado).
A Demetrio se le había visto un día en una logia: las ceremonias de iniciación le habíandado risa, no se había podido reconocer a sí mismo en la secta y no volvió más. Suficiente para ser detenido. Intervino en su favor Juan José Pradera, que era director de Ya y ponente del tribunal especial de represión de la masonería y el comunismo; pero entre tanto había salido su participación delictiva en la revista de los carabineros, y su dedicación a la porriografia, y el hecho de vivir con una mujer con la que no estaba casado. Todo muy grave. Se le venía encima una cárcel larga, y estaba en ella viendo salir cada amanecer a los que iban a ftisilar.
La terrible aventura duró poco, pero el miedo no le abandonó nunca. La fórmula hallada por Pradera fue la de los demonios. La tesis era que Demetrio era un hombre bueno, con una ternura familiar y humana demostrada en su obra para niños. Pero algún ángel ciego se le había metido dentro y le había inspirado el mal: exorcizado, podría volver al seno de la sociedad cristiana. Una buena prueba sería que se casase con su eterna compañera. Todo se celebraría -exorcismo, bautismo, comunión, boda- en, la prisión, y a la vista de los otros presos. Un buen ejemplo.
Cuando salió, volvió a su trabajo en Informaciones. En el camino había perdido el nombre: cuando volvió a dibujar firmaba Asirio -en Asiría hubo reyes que se llamaron Demetrio- para que nada recordase su pasado. Lo borraba, literalmente: uno de sus trabajos er a recubrir con gouache -una gama de grises delicados- las fotografias de mujeres cuyas piernas se veían demasiado para la censura. La tensión le subió desmesuradamente, las venillas de su rostro eran púrpuras, la adrenalina se le derramaba ante cada pequeña emoción.
Se le prohibió el último refugio de los reprimidos: la gula. Demetrio hacía un corto recorrido de su casa de la calle de Campomanes hasta la redacción de la de San Roque, y casi tenía que atarse a su propio poste, como Ulises, para salvarse de las sirenas olfativas. Pasa-
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ba por el Horno de Tudescos, de donde salía el aroma crujiente del hojaldre, las empanadillas, los pasteles; por la calle del Desengaño, donde, ilustres jamonerías trascendían, junto con el queso manchego bañado en aceite; por la tienda de El Indio, en la calle de la Luna -todavía está en su escaparate la vieja cuba de cobre donde se batía el chocolate: entonces trabajaba en toda su gloria, y el sabor del cacao y el azúcar, con el del tueste de café que se hacía en la misma calle, en las enormes bolas negras, entraba vivísimo por la nariz, casi por los poros-; y así el pobre Tántalo llegaba a su mesa para tapar piernas y senos.
Un día tuvo una idea. Entraba en las tiendas, compraba un pedacito de algo y lo llevaba a la redacción: allí se lo daba a comer a su compañero jovencísimo, también del grupo sigiloso de los protegidos. Este mirón de la gula preguntaba: "¿A qué sabe?. Y el amigo contestaba simplemente: "A queso", o -"a jamón". No hacía falta más literatura. Demetrio sentía por dentro lo que podía saborear aquella otra persona que le era tan querida, y gozaba a su manera.
Me fui a París. Me escribía cartas, en una gruesa letra negra, de tinta china -la misma con que la que aún dibujaba-; se fueron espaciando. Le vi por última vez en un viaje brevísimo. Ya estaba recluido en su piso, congestionado, sin apenas hablar, con los ojos más allá de las gruesas gafas. Sabía que lamuerte era inminente, y ya era todo miedo ' convertido en un salvaje sentido de conservación.
No olvidé nunca el relato de su exorcismo. El sacerdote enviado por Juan José Pradera le había instruido cuidadosamente en el catecismo de Ripalda -"Decid, niño, cómo os llamais; y el niño contestará Pedro, Juan, Francisco, etcétera..."- y en el acto en sí de sacarle los demonios del cuerpo: "Tendido en el suelo, oirás las fórmulas sagradas del exorcista; cuando seas asperjado por el agua bendita, darás grandessaltos, blasfemarás, echarás espumarajos por la boca... Al final caerás de nuevo de bruces, ya liberado, y comenzarás a recitar una oración...". "Padre, padre", le dijo Demetrio; "daré unos brincos como nunca haya visto exorcista; gritaré, mascullaré blasfemías... Pero me temo que no voy a conseguir bien lo de la espuma...". "Todo está previsto: toma este trocito de jabón y, un poco antes, te lo metes en la boca y lo vas disolviendo; en el momento oportuno, no tiene más que escupir la espuma". Las vías de salvación, a veces, son curiosas.
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