Barenboim, entre la razón y la fantasía
El martes terminó en el teatro Real de Madrid la primera fase del Ciclo de sonatas para piano de Beethoven que, interpretadas por el gran pianista Daniel Barenboim, ofreció Ibermúsica. Lleno absoluto en todas las jornadas, y en las últimas una nota dolorosa: mientras escuchábamos el lunes la Sonata de la marcha fúnebre, moría en Bruselas Eduardo del Pueyo, profesor en el conservatorio de la capital belga desde 1947 y único pianista español que deja grabadas en disco las 32 sonatas. Hace 11 años, en 1975, Del Pueyo tocó la serie completa para los universitarios madrileños. Por ello, para muchos de cuantos escuchábamos su transida versión de la Marcha fúnebre, la emoción tuvo valores añadidos.Un músico grande -y Daniel Barenboim lo es- enriquece cada día sus versiones por muy diversos caminos: los permanentes del estudio, la meditación y el análisis; los que suponen muy diversificadas experiencias vitales y musicales, que pueden parecer aisladas entre sí pero que convergen en un único pensamiento y un solo sentir: al escuchar la introducción de la Patética, por ejemplo, adivinábamos a Barenboim en el foso de Bayreuth dirigiendo Tristán; cuando desgranaba las dos breves sonatas de la opus 49 se transparentaba el intérprete camerístico de Schubert; a lo largo de la formidable sonata undécima, los estilos narrativos evidenciaban las cimas pianísticas de Liszt y las sinfónicas de Mahler, como si el pianista enviara al compositor la evidencia de todo lo que había anticipado.
Ciclo de las sonatas de Beethoven
Pianista: Daniel Barenboim. Teatro Real. Madrid, 8, 10 y 11 de noviembre.
¿Y la Appassionata? Lo que hace Barenboim adquiere el frescor de lo espontáneo y la densidad significativa de un resumen histórico. Al atacar los primeros compases y fabricar ese sonido capaz de conciliar la transparencia, la serenidad y el misterio, la sombra de Rubinstein, el rigor de Beckhaus y el fraseo de Schnabel se tornaban vivos y casi presentes. Quizá un pianista de tan amplias perspectivas como Barenboim acaba por demostrarnos que la existencia del intérprete no es tan efímera como suele pensarse. Los verdaderamente grandes dejan huella, actúan como clásicos al dictar, si no normas, sí orientaciones seguras. Resulta emocionante comprobar la doble dimensión de Barenboim: acepta jubiloso la herencia recibida de los clásicos y a la vez está dictando lecciones como un nuevo clásico de cara al futuro.
El supremo clasicismo de Barenboim consiste en esto: recibir, corregir, imaginar. Cobra el Beethoven romántico, bien definido a partir de la Apassionata, acentos, intenciones y formas expresivas valederas como principio para entender un gran pasado si están templadas por versiones como las de Barenboim. Hace el singular artista expresiones vivamente calurosas que a la vez parecen definiciones, compromete cuanto hay en los pentagramas y en nosotros de sensible y razonable, canta como un lírico efusivo, explica como un filósofo, demuestra como un matemático. Pero el gesto, la actitud, la comunicatividad, tienen el aire inmediato de lo natural. No parece que escuchemos a un hondo profesor, sino a un entrañable confidente. El éxito ha sido literalmente indescriptible.
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