La púdica Albión
En 1885 se publicaron en París dos libros que encantaron a los franceses y provocaron la furia del establecimiento británico. Uno, debido a la pluma demoledora del periodista Hector France, se titulaba La pudique Albion, Les nuits de Londres. El autor había publicado ya un libro en el cual analizaba mordazmente la represión sexual inglesa. Y empezaba su nuevo tomo así: "John Bull está muy enfadado. Inmorales extranjeros se han, permitido quitar la máscara de su hipócrita virtud". Entre sus observaciones, Hector France apuntaba la extraordinaria obsesión de los británicos con la flagelación, y reproducía trozos de las extrañas correspondencias al respecto que se publicaban con frecuencia en la Prensa nacional, y que solían girar especialmente en torno a si se debía o no se debía castigar con azotes a las chicas. Les scandales de Londres dévoilés por la Pall Mall Gazette se titulaba el otro libro. Se trataba de la traducción literal de la escalofriante, investigación sobre la prostiltución infantil londinense, recientemente aparecida en aquel famoso y liberal diario de la Corte, y que había sido recibido con hostilidad en una sociedad donde imperaba acerca de todos los aspectos de la sexualidad el más tupido mutismo oficial.Los franceses disfrutaban entoríces una libertad sexual desconocida en el Reino Unido (y no digarnos en España). La prostitución adulta estaba legalizada y, en cuanto a la literatura, las batallas jurídicas ganadas con Madame Bovary y Les fleurs du mal, allá por los años cincuenta, garantizaban a los autores una amplia posibilidad de poder explorar, sin temor a la censura, hasta los aspectos más recónditos de las relaciones sexuales, posibilidad inexistente en el Reino Unido. Por todo ello, los franceses observaban con humor y conmiseración el pudor y la hipocresía británicos, y encontraban fascinantes las impresionantes secuelas perversas de los mismos. Entre ellas, la flagelación sexual. Por los mismos tiempos en que escribía Hector France, un compatriota suyo (nunca identificado, que yo sepa) tuvo una genial corazonada respecto a sus vecinos del otro lado del Canal de la Mancha. Y era que, sencillamente, bautizó conla calificativa de Vice Anglais la obsesión sexual con los azotes en el culo, por ser los ingleses los que mayormente padecían tal desviación.
El sistema británico de las escuelas privadas ha supuesto que, entre la edad de 6 y 18 años, los hijos de la clase dirigente han vivido en régimen de internado, separados de su familia y entregados a los cuidados de pedagogos elevados, en su gran mayoría, dentro del mismo círculo. Si no se capta bien este hecho no se comprenderá nada de los comportamientos de tal clase, producto de 12 años de lavado de cerebro y de palizas en el trasero, aplicados, éstos, según la frase consagrada, in loco parentis.
No cabe duda de que el perspicaz francés había identificado una auténtica obsesión británica. En mi libro sobre el vicio inglés llegué a la conclusión de que el imperio británico se había erigido sobre el látigo. Se flagelaba a los niños y a las niñas, en la casa y en la escuela; se dejaba, en las escuelas privadas, que los muchachos mayores flagelasen a los menores (quienes luego, a su vez, se convertían de víctimas en verdugos; se flagelaba a los soldados, a los criminales, a los marineros; en las colonias, por supuesto, se flagelaba a indios, africanos y demás sujetos de su majestad (en la India hubo 64.087 casos de flagelación judicial en 1897); se flagelaba a los deficientes mentales, e, inevitablemente, se flagelaba en los burdeles y se describía a raudales, en la abundantísima pornografía victoriana y la posterior, las escenas de flagelación.
Pero la existencia del vicio ¡nglés no se reconocía oficialmente. Cuando alguien se levantaba en el Parlamento para declarar que la práctica de azotar a los niños era sexualmerite peligrosa, además de cruel, o cuando algún grupo trataba de promover una ley que aboliera los castigos corporales, los miembros del establishment les tildaban automáticamente de imbéciles, de inmaduros, de perversos ellos mismos, etcétera. Y ello, hasta hace unos meses.
Este año, finalmente, las Cortes británicas abolieron, por un solo voto, el uso de las azotainas en las escuelas del Estado. Por un solo voto, y ello teniendo en cuenta que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ya ha condenado al Reino Un¡do por seguir permitiendo, como único país de Europa, dichos castigos. El triunfo se consiguió gracias no sólo a los casi 200 diputados laboristas, que votaron en bloque, como siempre han hecho, contra los castigos corporales, y a las otras minorías, sino con el apoyo, cosa insólita, de 37 diputados conservadores (sobre unos 400), incluidos ocho ministros. La abolición, sin embargo, no entrará en vigor hasta el 15 de agosto de 1987, día antes de empezar el nuevo año académico, lo cual les permitirá a los maestros seguir aplicando la caña durante 10 meses a sus alumnos traviesos. Será interesante saber si, durante tales meses, se registra un aumento de castigos corporales en las escuelas británicas. No me sorprendería, pues el tiempo apremia.
Ahora bien, aunque parezca increíble, la ley no atañe a las escuelas privadas, tradicional caldo de cultivo de la flagelomanía inglesa. Con Margarita Thatcher y sus gentes en el poder (¿quién definió a la Iglesia anglicana como el "partido conservador rezando?") era impensable que en Eton, Harrow, Winchester y sus innúmeras imitaciones no se pudiera seguir flagelando, como siempre se ha flagelado, los culos de la clase dirigente:. ¿Cómo podría votar una gran mayoría conservadora en el poder contra tales prácticas, cuando a los propios diputados aquel sistema "no les ha hecho ningún daño"?
En un brillante reportaje televisivo de Informe semanal -Enseñar a palos-, Juan Tortosa acaba de revelar a los españoles hasta qué punto los británicos padecen de la vertiente flagelatoria del sadomasoquismo. Allí aparecían unos pedagogos que abogaban por la necesidad de los azotes en aras de la continuada formación del carácter nacional ("fuimos el único país de Europa que luchó contra los nazis, y ello por nuestro sistema de disciplina"), mientras se oían unos comentarios increíbles acerca de la innata violencia de la sociedad británica (que hay que curar con palos, claro). Pero lo que no subrayaba el programa es el hecho, ampliamente demostrado por Freud, de que la flagelación aplicada a las nalgas de los niños puede crear un hondo y duradero sentimiento de vergüenza, con, a menudo, derivaciones sexuales. Y, como se sabe, la vergüenza es una emoción incomunicable por definición. Una de las razones para la tardía abolición de los castigos corporales en el Reino Unido, cabe pensarlo, es que los legisladores conservadores proceden de un sistema radicado en la flagelación, por lo cual muchos de ellos, necesariamente, sienten vergüenza pública, pero placer en el mundo privado de la fantasía, en todo lo relacionado con la cuestión del sadomasoquismo. La vergüenza, quiero decir, está en la flor y raíz de este componente de la hipocresía británica.
Los escándalos sexuales que
asolan periódicamente: a la clase política del Reino Unido -y casi siempre a diputados conservadores- tienen que ver, a menudo, con el vicio inglés. No sé si será el caso de quien está actualmente en la picota, el ex vicepresidente del partido con servador y famoso novelista Jef frey Archer. Sería curioso que fuera así. Los victorianos, al tramitar sus leyes contra los homosexuales, no tuvieron en cuenta el lesbianismo, porque nadie, dicen, se atrevía, a explicarle a la monarca en qué con sistía tal perversión. Si ahora resultara que el ex vicepresidente de los tories fuera devoto del vicio inglés, la Dama de Hierro se encontraría en un apuro. Y tal vez no tendría más remedio que replantear, ella y su partido, el asunto de los castigos corporales en Eton y demás cuevas del sado que, legalmente instaladas, amenizan los internados de aquella excéntrica nación.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.