Dos actores hacen vivir un filme de Giménez Rico
ENVIADO ESPECIALSi desde un día de 1914, aquel en que David Wark Griffith inventó el primer plano, la esencia del cine coincide con la capacidad evangélica del rostro humano para dar vida a una sábana muerta, la película de Antonio Giménez Rico El disputado voto del señor Cayo contiene algunas esencias de cine. Y las contiene en mucha mayor medida el filme británico de Neil Jordan Mona Lisa. El primero aportó a la Seminci, entre algunos balbuceos, buen cine y genuinamente español. El segundo, cine deslumbrante y genuinamente universal.
El disputado voto del señor Cayo, segunda película a concurso, realizada por Antonio Giménez Rico sobre un guión de Manuel Matji extraído con habilidad de la novela de Miguel Delibes, tiene ingenuidades, balbuceos, y se da a sí misma algunas facilidades propias de telefilme, como la manía de cambiar de escenas mediante planos aéreos; el vicio de la helicopteritis, que es un comodín para llenar vacíos fílmicos eludiendo la dificultad de ritmo que presenta el encadenado de imágenes y la elipsis, o súbito salto sobre la continuidad del tiempo. Pero, detrás de estas caídas en la comodidad, Giménez Rico hace cine con las artes nobles de la humildad, la falta de retórica y esa invisible evidencia del amor por los hombres que su película construye, relaciona y enfrenta. En este caso, a la presencia de estos hombres, Giménez Rico añade fascinación hacia su palabra, hasta el punto de que es raro encontrar en el reciente cine español una película con tan bello y sonoro castellano dentro como el que ésta tiene.Pero donde más y mejor despliega el director su emoción ante sus personajes es en la libertad con que ha dejado construirlos a los actores y, en especial, a los dos cuyo contrapunto de actitudes ponen en circulación la sangre de este filme: Francisco Rabal y Juan Luis Galiardo, dos actores quedan una lección de complementariedad, de saber actuar el uno en relación con el otro y, finalmente, de hacer visual y moralmente creíble todo lo que hacen y, por contagio, todo lo que los demás hacen a su alrededor.
Por su parte, Neil Jordan, uno de los grandes nombres de la nueva y pujante generación de cineastas británicos, dio con su Mona Lisa un concierto de virtuoso en este delicadísimo y supremo instrumento de la música profunda del cine que es el actor. Su película es una bellísima historia de corte argumental negro que, a la manera de la frustrante Adiós, pequeña, de Imanol Uribe, busca la exposición gradual de un golpe de violentísimo dramatismo y de efectos retardados, es decir, un final en forma de estallido que sea consecuencia de un proceso narrativo previo que le haga poéticamente verosímil.
Allí donde naufragaba Adiós, pequeña, en su incapacidad para crear una progresiva graduación de energía acumulada en las conductas de los actores, para permitir a éstos vaciarse en un final volcánico, Mona Lisa no sólo sale a flote, sino que se eleva a alturas de cine universal.
Hay en Mona Lisa esencias de actuación. Bob Hoskins alcanza a transmitir tal elocuencia en su trabajo que se escapan de su cuerpo momentos de transfiguración, de conversión en espíritu, de pura emoción incorpórea.
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