Alimentación e inflación
La evolución del IPC ha sido noticia estrella en los medios informativos durante los últimos días, y a su calor ha resucitado la vieja polémica entre agraristas y prointermediarias sobre el origen último de la subida de precios de los productos alimenticios.Dado el carácter esencialmente urbano de la cultura moderna, que se reafirma desde hace siglos mediante la negación, en ocasiones neurótica, del medio rural donde tuvo su origen y la adscripción mayoritaria de los más importantes medios de comunicación de masas al mundo y los intereses urbanos, era ínevitable que se impusiera una visión del proceso que pretende encontrar en la producción agraria y sus agentes el origen y beneficiarios últimos del proceso alcista, presupone de hecho la neutralidad del sector distribución -púdicamente olvidado en casi todos los análisis- y fía en exclusividad el proceso de ajuste a un incremento de las importaciones.
Desgraciadamente, la realidad es bastante más compleja, y la corrección de la visión asimétrica sintetizada más arriba, que responsabiliza en exclusiva al campo de las subidas de precios al consumidor acaecidas durante los últimos meses -subliminalmente esa responsabilidad se extrapola a los últimos años sin decir a cuántos-, resulta necesaria si se quieren arbitrar en el futuro medidas que las prevengan y, en su caso, las reduzcan o eviten.
No se trata de enfrentar una visión maniquea a otra buscando soluciones o culpabilidades radicales y excluyentes, ni de absolver a ningún sector -el campo u otro-, sino de repartir con mayor ecuanimidad las responsabilidades sobre el origen de las tensiones inflacionistas que tienen lugar en el sector alimentario, de acuerdo con la realidad de lo que sucede en este país desde hace muchos años, y ampliar el abanico de políticas correctoras, mejorando su eficacia global.
Un sector de futuro
Vaya una primera afirmación rupturista: el campo en el sentido tradicional del término -vinculado de hecho a la visión del manor medieval-, como actividad económica radicalmente diferenciada de la industria y los servicios -comercio-, apenas existe en la realidad. En su lugar aparece un sector agroalimentario crecientemente integrado y diversificado, que constituye, junto con el turismo, la primera industria de presente y de futuro de la economía nacional, en el cual la componente extractiva tiene una importancia residual y secundaria. En términos cuantitativos, el PIB a coste de los factores de las ramas agraria y pesquera, que representaba el 51,1% del consumo privado interior de productos alimenticios en 1964, apenas supone en la actualidad el 25%, y este porcentaje continuará descen diendo en los próximos años.
Al margen de otras consideraciones jugosas sobre las cifras precedentes, que ayudarían a superar algunos tópicos, un corolario resulta obvio respecto al tema que nos ocupa: algo tendrá que decir el sector estrictamente transformador -industnal y/o comercial-, que supone al menos las tres cuartas partes del valor final del consumo agroalimentario, sobre el nivel de los precios pagados por los consumidores.
Un indicador interesante para intentar clarificar el tema puede ser la comparación entre los índices de precios percibidos por los agricultores, de precios industriales de alimentos, bebidas y tabaco, IPC general y su componente alimentación. Esa comparación en tasas de variación anual calculadas sobre medias anuales se recoge en el cuadro I para los últimos cinco años.
Sin pretender sacralizar las cifras precedentes, asumiendo la dificultad de establecer comparaciones homogéneas, podrían avanzarse dos primeras conciusiones: los precios al consumo de la componente alimentación del IPC no son los villanos de la trama alcista, como en ocasiones se nos quiere hacer creer -han tendido a deflactar el IPC general los años 1980, 1981 y 1983-, y el índice de productos transformados agroalimentarios, equivalente a una cierta posición mayorista crece en mayor medida que el índice de precios percibidos durante todos los años considerados excepto 1982.
Intentando ahondar más en el conocimiento del proceso, cabría comparar la evolución de los precios percibidos por los agricultores y los correspondientes precios al consumo durante los últimos meses. Véase lo que ha sucedido en el caso de los productos cárnicos -tercera parte del índice de alimentación, exceptuando bebidas y tabaco- durante el presente año, en variaciones porcentuales sobre el mismo mes del año anterior (véase cuadro II).
Resulta evidente que el sector distribuidor de productos cárnicos ha sido capaz de amortiguar las oscilaciones de precios que tienen lugar en origen, absorbiendo gran parte del excedente cuando se producen caídas de precios al ganadero en detrimento del consumidor y del IPC, y garantizando una cierta estabilidad de renta a los comerciantes.
Sin pretender extrapolar gratuitamente las conclusiones extraídas de la comercialización de productos cárnicos a los restantes productos alimenticios, y admitiendo que puede haber alguna disonancia que confirmaría la regla, parece generalizable la siguiente conclusión: sin apenas excepción, el bloque distribuidor traslada casi inmediatamente los incrementos de precios que tienen lugar en las fases productora o transformadoras precedentes, y, 'senso contrario', muestra una notable rigidez, cuantitativa y temporal, en el traslado hacia el consumo de las disminuciones de precios que suceden en origen.
La relativa seguridad de rentas, la baja inversión que se precisa para instalar un comercio de productos alimenticios, el imparable proceso de urbanización y la facilidad de consecución de una licencia municipal constituyen, entre otras razones, una permanente llamada a la ampliación indiscriminada del sector, que contrarresta otras tendencias hacia su racionalización. Sólo por este proceso se explica que, según el Anuario del mercado español del Banesto, el número de licencias mayoristas y detallistas de alimentación haya experimentado determinada evolución entre los años 1966 y 1981 (véase cuadro III).
En definitiva, incluso asumiendo que no todas esas licencias se encuentren vivas, hemos pasado de tener 118 habitantes por licencia en 1972, a 120 10 años después. En el caso francés, el número de habitantes por establecimiento es de 625, y de 909 personas en el Reino Unido.
La reforma del comercio de productos perecederos, singularmente del escalón minorista, sigue siendo una asignatura pendiente en la España de hoy. Todos los indicadores del sector revelan su ineficiencia relativa. Según un estudio publicado en 1983 por el fenecido Instituto de Reforma de las Estructuras Comerciales (Iresco), la antigúedad media de los inmuebles en que se ubican los establecimientos comerciales minoristas de alimentación y bebidas es de 41,1 años; la superficie media de ventas es de 29 metros cuadrados, y la total, de 41 metros cuadrados; sólo un 34% de los precitados establecimientos dispone de almacén, y el 1,5%, de oficinas; el 55,6% de los locales es alquilado; el 22% de los establecinúentos no lleva ninguna contabilidad; el 62% de los comerciantes minoristas individuales, quienes constituyen casi el 90% del total del comercio detallista alimentarío, no emplea ningún asalariado; el 7% de dicho colectivo tiene más de 65 años, y el 28%, más de 55 años. El número de grandes superficies, no ha tenido en España un desarrollo semejante al de otros países, como revela el cuadro IV.
El potencial inflacionista, que revelan los datos precedentes es innegable. Un sector con una estructura como la expuesta carece de flexibilidad para seguir las fluctuaciones de precios que tienen lugar en origen, genera altos márgenes y tiende a buscar el incremento de su renta -otra cosa es que lo consiga-, no en base a la mejora de la productividad, que en ocasiones constituye para ellos una misión imposible con la estructura actual, sino en mcrementos del margen comercial.
Rigidez detallista
La rigidez del sector detallista, ligada a la componente ofigopolísta que caracteriza a numerosos sectores mayoristas y transformadores, incluyendo los ligados al comercio exterior, puede volver relativamente inútiles a efectos de precios al consumo los esfuerzos que se hagan para incrementar la oferta interna mediante importaciones, aunque las propuestas liberalizadoras no sean cuestionables como tales, siempre que tengan en cuenta los intereses globales, no sólo cortoplacistas, que se hallan en juego.
Una visión unidimensional del problema de la potencialidad inflacionista del sector alimentario no puede constituirse en base de un cuadro de políticas suficiente para su efectiva superación. Resulta ineludible ampliar la perspectiva del análisis, considerar con seriedad y rigor todos los factores-causa que inciden en el proceso, subrayando la responsabilidad que corresponde al sector distribuidor, tantas veces olvidado en el análisis. No se trata, por otra parte, de propugnar intervencionismos y controles trasnochados, sino de sugerir la conveniencia de que se valoren y corrijan en lo que procede los factores fiscal, financiero, de urbanismo comercial, régimen de arrendamientos, capitalización, gestión, formación profesional y régimen legal que determinan, al margen de la voluntad de sus titulares, la baja eficiencia relativa del sector distribución.
La importancia de las competencias de que disponen las administraciones autonómica y local en materia de regulación comercial es un aliciente adicional para que la Administración central ejercite la función dirigente de la economía que por norma constitucional le corresponde.
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