La guerra de los espías
LA CONTROVERSIA sobre el resultado de la cumbre de Reikiavik -fracaso, match nulo o éxito de continuidad- debería quedar resuelta por la sucesión de batallas en la guerra de los espías entre Estados Unidos y la URSS. Si en la capital islandesa se hubiera establecido, cuando menos, una plataforma sobre la que ambos interlocutores estuvieran de acuerdo en seguir negociando, no se produciría este frenesí de expulsiones por ambas partes. Éste sería, sin embargo, sólo el lado más negativo de lo ocurrido en la isla escandinava.Reikiavik constituyó, en principio, un fracaso, sin que ello signifique retroceso o grave atentado a una cierta idea de la distensión. El lado relativamente positivo, sin embargo, de la pugna por expulsar más que el vecino reside precisamente en el significado de fondo de esa necesidad por parte de cada uno de los dos líderes mundiales de no ser el primero en ceder. En Reikiavik quedaron demostradas dos cosas. Primero, que los soviéticos llevaban un plan, mientras que los norteamericanos habían creído realmente que aquello bera una precumbre en la que no se iba a revisar ninguna propuesta sustantiva; y segundo, que tanto Reagan como Gorbachov, por razones bien distintas, se hallan realmente interesados en poner orden en la carrera por el armamento nuclear e incluso en aliviar ésta de manera significativa. De esa necesidad se deduce, al mismo tiempo, el imperativo de que ambos líderes se dirijan en términos de fuerza a sus respectivas opiniones públicas.
Para el presidente norteamericano, estar en disposición de llegar a un acuerdo con la Unión Soviética implica no dar la impresión de debilidad ante un electorado que le eligió en alguna medida como el hombre que jamás se arrugaría en la defensa de las posiciones de Estados Unidos en el mundo. Esa función es la que cumple la orgía de expulsiones: hacer posible la continuidad de un diálogo porque no hay vacilaciones en los temas colaterales. El líder soviético Mijail Gorbachov, por su parte, no tiene una opinión pública interna propiamente dicha a la que dirigirse, pero sí encuentra un cierto tipo de electorado en la máquina burocrático-política, cuyo apoyo necesita para llevar adelante las reformas que planea en la vida económica y política de la URSS. Ante esa forma de opinión, Gorbachov difícilmente puede permitirse el lujo de perder pie en lo que Moscú considera un embrollo innecesario iniciado por la expulsión del funcionario soviético en la ONU Guenadi Zajarov.
Ninguno de los dos líderes, arrastrados por esa misma lógica implacable, quiere ser el primero en dar por zanjado el enojoso asunto. Y de la misma forma que Moscú ha mostrado que a sus ojos no se trataba de canjear a un espía ocasional, el periodista Nicholas Daniloff -que, en cualquier caso, ha reconocido, tras su liberación, que pudo haber sido manipulado por la CIA para servirle de correo-, por un diplomático en activo, ni más ni menos espía que buena parte de sus colegas, Washington tampoco admite que el canje cierre el problema de lo que considera excesiva presencia diplomática de la Unión Soviética en Estados Unidos.
El secretario de Estado norteamericano, George Shultz, que en los últimos tiempos se ha revelado como la influencia más determinante en la política exterior de Reagan y que es el hombre que promociona más asiduamente una cierta moderación en la relación con Moscú, es de esperar que pueda hallar, en colaboración con su colega soviético Edvard Shevardnadze, una vía urgente para poner fin a una absurda puja que envenena una atmósfera política ya bastante sobrada de anfractuosidades como para que ese machismo planetario del yo más que tú la complique todavía más.
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