La política de la mentira
LA REALIZACIÓN de la cumbre de Reikiavik y sus repercusiones apagaron los ecos de las acusaciones de la Prensa norteamericana contra la Administración de Reagan por haber lanzado -en agosto- una campaña de desinformación para asustar al coronel Gaddafi. Aunque hubo un desmentido impreciso de la Casa Blanca, las declaraciones del secretario de Estado, Shultz (EL PAÍS del 4 de octubre de 1986), representan un reconocimiento inequívoco de que esas acusa ciones son ciertas; incluso algo más grave, una teorización cínica del derecho del Gobierno norteamericano a utilizar la difusión de noticias falsas como instrumento de su política en los casos que lo juzgue conveniente, y concretamente en sus intentos de eliminar a Gaddafi. Cuando el propio portavoz de Shultz, Bernard Kalb, supo que su Gobierno estaba dispuesto a mentir si lo exigían las circunstancias, dimitió de inmediato de su puesto. Norteamérica no volvería a ser creída, explicó, si se sabe que los portavoces oficiales se dedican a manipular la información.Según revelé el Washington Post, una reunión restringida del Gabinete de Reagan aprobó el 14 de agosto un plan para engañar a la opinión en los tres puntos siguientes: Estados Unidos va a desencadenar un nuevo ataque contra Libia; Gaddafi está amenazado por una fuerte oposición interior; Gaddafi prepara nuevos atentados terroristas. Esas ideas aparecieron expuestas por primera vez en The Wall Streel Journal del 25 de agosto; a continuación, portavoces oficiales, incluso el de la Casa Blanca, refrendaron la validez de tales informaciones.
Las maniobras navales de Estados Unidos y Egipto en estas mismas fechas, la llegada de navíos norteamericanos a la base de Rota, sirvieron para alimentar esa campaña de planificadas mentiras. La primera víctima de esa campaña fue la propia Prensa norteamericana. Pero también los países europeos nos encontramos envueltos en esa operación de engaño. Un hecho particularmente escandaloso fue la utilización de un viaje del general Walters, jefe de la delegación de Estados Unidos en la ONU, que visitó diversas capitales europeas; viaje anunciado dos días después del artículo de The Wall Street Journal y que fue interpretado inicialmente como una repetición del que hiciera el mismo general en abril para preparar los bombardeos de Trípoli y Bengasi.
El descubrimiento del engaño ha llenado de indignación a la Prensa norteamericana, agitada también ahora por la expulsión de una corresponsal colombiana. Si ésta se inscribe en una práctica restrictiva que. vulnera la letra y el espíritu de los acuerdos de Helsinki, el engaño planificado de que fueron víctimas los periódicos supone, como dijo el director de The New York Times, una de las historias más deprimentes de, los últimos tiempos. Es imposible no relacionar esta; actitudes con la oleada de neoconservadurismo y de exaltación anticomunista que, liderada por el propio Reagan, sacude a Estados. Unidos. Recientemente, la Prensa liberal norteamericana ha denunciado caso;; de censura sobre libros de texto que eran considerados inconvenientes para los adolescentes. La censura, no oficial, ha sido aplicada por muchos patronatos de escuelas privadas y públicas del país, a instancias de los propios padres de alumnos.
Pero en la cuestión de la campaña de desinformación desde el poder nos encontramos ante una actitud que contribuye, de manera beligerante, a desprestigiar a la Prensa y a socavar los principios de la libertad de expresión. Para los Gobiernos democráticos, el fin no puede justificar el empleo de todos los métodos. Admitamos que el fin era frenar las, ayudas de Gaddafi al terrorismo, pero en ninguna circunstancia es admisible el recurso a la mentira y el engaño, que acaban pervirtiendo a la democracia misma. La superioridad moral y real de las democracias occidentales frente a los regímenes totalitarios radica muy básicamente en estos conceptos, No pueden ser desconocidos o burlados sin poner en peligro a la democracia misma.
Por lo demás, ¿qué credibilidad podrán tener mañana los portavoces del presidente Reagan si se sabe que están dispuestos a utilizar la mentira como instrumento de su política cuando lo juzguen conveniente? La dimisión de Kalb honra a los periodistas norteamericanos y se inscribe en la mejor tradición democrática. Pero otros portavoces oficiales han preferido encogerse de hombros y disculpar a sus superiores.
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