La soledad del Estado
La soledad en la que dice encontrarse el Estado en su lucha contra el terrorismo en los países democráticos donde éste es hoy en día lugar común se debe fundamentalmente a la actitud del propio Estado, que no practica como debe la reflexión y la comunicación sobre sus actitudes en torno a esta amenaza de nuestro tiempo. No es extraño que la solidaridad que se pide no llegue a producirse con el entusiasmo requerido. El autor hace un repaso a los argumentos con los que el Estado se enfrenta a este fenómeno.
Los poderes de la Tierra, entre ellos el español, trazan planes para combatir el terrorismo, plaga o fantasma de nuestro tiempo, y solicitan el respaldo de la opinión pública. Da la impresión, sin embargo, de que tienen tan poco éxito en lo segundo como en los primeros. El Estado se queja de estar heroicamente solo y no percibe que quizá deba la soledad a su afición por la práctica inmediata y su disgusto por la reflexión y la comunicación, con lo que, además de parecerse a su enemigo, oscurece sus objetivos últimos. Nada de extraño que no haya una colaboración entusiasta de la opinión.Los poderes constituidos hablan del terrorismo como si fuera una abstracción, en términos formales y vacíos: un comportamiento depravado y enfermo, propio de lunáticos y desviados. O bien lo conciben como a un igual: un remoto maligno del que no cabe esperar otra cosa que perfidias y atrocidades. Visto así, como algo ajeno a la vida de las buenas gentes, el terrorismo no se comprende, y como no se comprende no tiene solución.
Ahora bien, el cívico deseo de respaldar a la autoridad legítima no puede obligarnos a dar por buenos argumentos maniqueos y rotundas afirmaciones de principios que nada explican. Sin duda alguna, esta indignante carnicería tiene que cesar. Pero no cesará en tanto la población no esté suficientemente informada de por qué las aparentes razones, de los terroristas son sinrazones y de que las oscuras decisiones del poder se basan en argumentos convincentes.Es ya una trivialidad recordar que el terrorismo de hoy está alimentado fundamentalmente por el nacionalismo independentista. La argumentación de éste es simple, casi mística: he aquí a la patria ultrajada y oprimida; para liberarla, todo medio es válido; la liberación supone la redención final y el retorno a las esencias.
Traigo a colación este razonamiento porque, por un lado, muestra cuánto se parecen en estos casos los oprimidos y los opresores y, por otro lado, prueba el despiste de las justificaciones que la izquierda española encontraba a los métodos del terrorismo nacionalista cuando se decía que estaban moralmente justificados en tiempos de Franco, pero no con la democracia.
Ni entonces ni ahora. Pero hay que ver por qué: en primer lugar, porque este razonamiento da por supuesto algo que el terrorista no admite, ya que para él el cambio de la dictadura en democracia es irrelevante en tanto prosiga lo que reputa como opresión nacional. En segundo lugar, porque la democracia se hace enseguida farisea y, en lugar de restar, añade legitimidad a la acción terrorista.
La democracia no resuelve nunca los conflictos, sino que, gracias a la diosa Razón, los institucionaliza, que es el modo civilizado de proceder; es decir, la democracia es bastante ineficaz para imponer soluciones, cosa que exaspera al nacionalista. Pero, a cambio, tiene la inmensa ventaja de que permite hablar de todo... salvo que tenga prohibido hacer la apología de algo: por ejemplo, del independentismo al que se confunde, quizá interesadamente, con el terrorismo.
La exasperación se convierte ahora en frustración y la prohibición justifica al terrorista: no se razona porque está prohibido hablar, con lo que no hay más remedio que demostrar a tiros la histórica verdad de las creencias.Ideas de la patriaEl problema no es de regímenes políticos, sino de confusas ideas sobre la patria, la nación y otros sentimientos propios de estos limbos, sobre los que es preciso reflexionar entre todos sin miedos apologéticos. El terrorismo es independentista y cuestiona la unidad de España. Que el poder haya reconocido este extremo debe ser un acicate para mover a enésima reflexión sobre esa unidad, en especial entre quienes no siendo nacionalistas no creemos que la unidad de España sea un axioma o un dogma de fe, sino algo sobre lo que cabe hablar sin perder la compostura.
A falta de una reflexión profunda todo son equívocos, medias tintas y provocaciones. No es un secreto para nadie que quienes hablan de Estado español desean subrayar el carácter contingente de la entidad frente a unas unidades imperecederas, auténticas, sólidas que aquél oprime; esto es, las naciones. A su vez, quienes hablan de nación española vienen a reducir a las demás entidades territoriales a la condición de regiones, lo que exaspera a los nacionalistas, con lo que el flatus vocis de la nación sigue su marcha al compás de asesinatos y atentados.
Como en otros casos, la Constitución ha dejado el problema abierto al hablar de "Estado" y "Nación" españolas. Por no mencionar el celebérrimo galimatías trinitario del artículo 2 (nación, nacionalidades y regiones), ingeniosa solución que hubiera prosperado de no ser el nacionalismo una actitud mental anterior al concilio de Nicea. Así nos encontramos hoy con uno de los debates más agrios e inútiles de nuestra historia sobre lenguas, derechos históricos, etnias, lores populares y colores nacionales.Palabras arrojadizasNo conozco fórmulas milagrosas para regenerar esta controversia y dotarla de la dignidad y el interés que le restan la violencia, los empecinamientos locales y las ambiciones faccionales; pero como primera medida quizá podríamos prescindir todos del término nación, sobre el que casi nada sensato puede decirse y sólo sirve para arrojárselo a la cabeza al interlocutor. España y Reino de España parecen nombres aceptables para enmarcar civilizadamente el debate.
Porque ¿es demasiado ingenuo creer que sea posible razonar en lugar de andar a tiros? Nada se perdería con probar. Por ejemplo, cada cual podría exponer sus razones en favor o en contra de mantener la unidad de España. De este modo, las gentes podrían discernir los argumentos de sentido común de las alambicadas fantasías de omnipotencia infantil o los cálculos de unos políticos limitados en todo excepto en sus ambiciones. ¿Y puede ser otro el rasero que se utilice para medirlos que el determinar si la entidad (o conjunto de entidades) resultante de la decisión que se adopte puede defenderse, garantizar sus libertades, emplear racional y felizmente sus recursos, aumentar su riqueza y prosperidad y elevar al conjunto de la sociedad a condiciones superiores de bienestar, cultura y dignidad?
Creo abrumadoramente mayoritaria, incluso en los territorios en que se cuestiona, la opinión de que desintegrar a España no es conveniente para nadie. Tiene algo de aburrido recordar las razones al respecto.
Aparte de las históricas que, se quiera o no, han configurado deudas y obligaciones de unos con otros, las de pura sensatez ya las expusieron Hamilton Madison y Jay cuando probaron que era mejor para las 13 ex colonias constituir un solo Estado (por ejemplo, frente a España, que era entonces una amenaza grave) que mantenerse divididas.
Los resultados a la vista están. No pretendo decir que manteniendo la unidad de España hayamos de igualar a Estados Unidos en bienestar, libertad e ilustración; pero sí que no manteniéndola todos llegaremos a ser menos de lo que es España hoy. Y bastante ridículos.
Ramón García Cotarelo es catedrático de Teoría del Estado en la UNED.
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