Sobre el concierto de Joaquin Sabina
En mi casa no hay ni un solo disco de Joaquín Sabina. Aunque yo no sea un asiduo, me parece interesante ocupar una noche de viernes en asistir a uno de sus recitales. No se le puede negar cierto talento, sobre todo si hacemos caso omiso de los chascarrillos que salpican su repertorio e ignoramos su puesta en escena y esas estructuras musicales con que se acompaña, claramente inspiradas en quien hasta hace poco tiempo fuera la gran estrella del rock nacional.Don Enrique nos enseñó a amar Madrid, a hacer del foro y sus acontecimientos algo lúdico y muy nuestro. Aprendimos con él a vivir Los veranos de la Villa con una alegría playera, con un entusiasmo descubridor, ilusionados como turistas en nuestra propia ciudad. Como si fuésemos nuevos en la plaza.
Tal vez sea esto lo único que aprendió el Ayuntamiento: organizar cada concierto como si fuera la primera vez. Así, en la noche del viernes 5 de septiembre, con las entradas compradas hacía una semana, llegamos a la plaza de Las Ventas y nos sorprendió un poco la capacidad de convocatoria de este chico progresista y cuarentón que va por ahí cantando a princesas destronadas por la heroína: había una cola que bordeaba media plaza. Aún faltaba una hora para que el concierto comenzase. Sesenta minutos son un tiempo más que prudencia] para ocupar unas localidades aceptables y no desairar a los artistas ni fastidiar a otros oyentes más madrugadores llegando después de la obertura. Lo más duro de aguantar era el desprecio con que nos obsequiaba la organización, haciéndonos pasar de uno en uno por el mínimo resquicio de una sola puerta. En realidad, se habían reservado todos los derechos: podían cachearnos, tener una entrada religiosamente adquirida no significaba ser admitido; el horario se podía alterar sin otro requisito que la voluntad de los organizadores, etcétera. Todo ello impreso en el reverso de los pases. Una falta de respeto hacia los consumidores que seguiría siendo insultante aun cuando las entradas fuesen gratuitas. Parece mentira que sea el mismo Ayuntamiento de don Enrique quien nos trate con modales propios de ese seucocandidato a la alcaldía que gritaba no hace tanto tiempo "la calle es mía". Frente a tales abusos, uno piensa que el montaje lo debe estar organizando un empresario privado, carca y decididamente arribista: "Yo ya he cobrado. Ahora, que esta pandilla de rockeros y hippiosos se apañe como pueda. ¡Me los registren de uno en uno, coño!".
Eran las once menos cuarto y, sin embargo, se anunció que a la diez todo comenzaría, según señalaban los programas y demás publicidad. En la cola, quien más y quien menos confiaba en que nuestro Ayuntamiento no iba a dejarnos en la calle. La posibilidad de pagar 600 pesetas de música y recibir sólo 450 era inconcebible, algo que no podía hacernos un Ayuntamiento tan enrollao como el nuestro. A las once menos cuarto, 45 minutos después de la hora anunciada, nos faltaban todavía unos 200 metros de melómanos alineados en desorden, tratando sin éxito de hacer una fila de a cuatro.
Quedaba una última esperanza, y los más creyentes se aferraron a ella: su admirado cantautor, ese tonadillero de musicalidad anglosajona, no iba a empezar sin ellos. Yo no decía ni que sí ni que no. Sólo pensaba en que voluntariamente no habría gastado dos horas de mi vida para poder verle. Es un chico muy simpático, pero ciertos esfuerzos uno sólo los afronta para escuchar algo que (desde su subjetividad) considera verdaderamente grande. Qué tremenda desilusión se llevaron los convencidos, los amantes del Sabina auténtico, del Joaquín utópico, cuando de repente se elevaron los primeros acordes y hubo un gran aplauso que vino como a burlarse de nosotros.
Otra vez parecía mentira: este chico tan progre y tan simpático que nunca pierde la ocasión de contar que él ha tocado gratis para la CNT...
Entramos. No se le entendía nada ni en las gradas ni en la arena; pero la gente daba brincos, todo era alegría. Uno piensa que si con el acompañamiento de Viceversa sonara un disco de María Callas nadie lo notaría: seguirían todos igual de felices, la masa parece insensible a los cacheos, al desorden organizativo, a los montajes desastrados de un Ayuntamiento que, pese a su larga andadura en materia de festejos, parece que se esfuerza aplicadamente en trabajar como si fuera. nuevo, dando lugar a desenlaces que, como la noche del viernes, sólo pueden tener un nombre: estafa. Mientras, el público baila, grita y, con su felicidad animal y su infinita capacidad de aguante, viene a dar la razón a aquel o a aquellos que dijeran "al pueblo, pan y circo".
Me fui como otras veces, jurándome que no volvería a un concierto multitudinario. Y me dio pena. Pensé que a mi edad es aún muy pronto para hacerse el carca. Me pregunté si en esta renuncia orgullosa no habría un principio de vejez.
Pero no es culpa nuestra. Envejecemos gracias a la labor caótica de este municipio, al que no quiero negarle la magnitud de su trabajo por los fracasos reiterados de una sola concejalía. Y los años, o su poso un poco reaccionario, pueden caer rápidos en una sola noche, cuando ese chico tan simpático que nos emocionó porque todavía es progre y sencillo, ese chaval de 40 años que nos llena de admiración cuando confiesa tocar gratis para la CNT, se muestra insolidario con un público que le esperó como a la superestrella que, a mi juicio, no es.-
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