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Sobre la militancia política

Los ocios de agosto invitan a la ensoñación nostálgica. Cuando los cines reponen éxitos añejos y nos tumbamos en el césped a leer el libro que nos quedó colgado, el lector tal vez se encuentre con ánimo para seguir un tema tan irremediablemente arcaico y pasado de moda como el de la militancia política. Al preparar este verano un Ebro sobre Los socialistas en el poder -aprovecho para anunciar a los amigos su próxima aparición- y tener que releer artículos escritos hace 10 años -dada la aceleración vertiginosa de nuestra historia en las dos últimas décadas, un trecho muy considerable- me ha llamado en especial la atención las ilusiones que sobre la militancia política nos hacíamos las gentes de izquierda en aquellos años. Acogido al privilegio veraniego de poder tratar levemente asunto que el lector avisado estima hoy baladí van algunas reflexiones desvencijadas sobre lo que ha significado y sigue significando para mí la pertenencia a un partido político.El hecho de haber crecido en el franquismo determina una primera relación bastante idealizada con los partidos políticos: si estaban prohibidos, es que eran buenos. Lógica que, obviamente, no se sostiene, y que, sin embargo, resultaba incontrovertible en un contexto en el que se proclamaba la maldad intrínseca de los partidos políticos, a los que se atribuían todos los males de la patria. La lógica simplificadora de la oposición nos llevaba a ensalzar lo que se denigraba y a descuartizar lo que se enaltecía. Cuando se ha sido detenido y procesado por el delito de asociación ilegal, se comprende una cierta exaltación partidaria: la pertenencia. aun partido político sería expresión de la libertad concebida como participación en el acontecer histórico. Como secuela del franquismo me han quedado dos tics: una hipersensibilidad frente a la censura con un rechazo visceral de los; censores, sea cual fuere el hábito con que se disfrazan, y la incapacidad de encerrarme en el propio huerto, renunciando a participar en la res pública.

Algún día habrá que exponer críticamente los supuestos filosóficos sobre los que se levantaba nuestro afán de militancia. Al internarme años más tarde en el pensamiento alemán de la primera mitad del XIX, me sol rendió la semejanza con él que había brotado a borbotones en algunos jóvenes descarriados que deambulaban por las aulas de la Universidad franquista a la búsqueda de asidero; coincidencia que se debía, desde luego, a una influencia del idealismo alemán, más o menos mediatizada por el marxismo, pero también a una común reacción a una situación ideológica y política en cierto modo similar: el conservadurismo ultramontano de la restauración posnapoleónica constituye el modelo inmediato del franquismo. La dialéctica entre el hombre y el ciudadano, lo privado y lo público, la teoría y la práctica, la naturaleza y la historia; nociones de sujeto histórico y de la historia como realización de la libertad, en fin, la absorción de la política en la ética conducían a una misma idea desorbitada de la política. Todavía en los años cincuenta dominaba en la vecina Francia la figura señera de Hegel; y un hegelianismo, marxistizado o fenomenológico, ambos escritos en francés, se colaban por las escasas rendijas que dejaba el tomismo oficial.

Desde este horizonte intelectual, reforzado por el privilegio que el franquismo concedita al comunismo al convertirlo en el enemigo principal, lo que se imponía era entrar en el partido por antonomasia: el partido comunista. Me llevaría largo explicar, sin que posiblemente importe a nadie, los motivos y razones por los que, a diferencia de buena parte de mis amigos, no tomé esta decisión: ni ocasiones ni buenos predicadores me faltaron. Con la ayuda afectuosa de Dionisio Ridruejo me instalé en una muy moderada socialdemocracia, dispuesto a combatir al franquismo desde lo que consideraba la viculación posible de la ética con el realismo político. Con el tiempo me he ido radicalizando hasta topar con un socialismo democrático que, sin demasiado valor práctico, me empeño en diferenciar de la socialdemocracia.

En la primera juventud, pese a las ideologías totalizadoras entonces imperantes y a la humillación permanente que significaba vivir en España, no caí en un revolucionarismo extremo que colocase a la política en el centro de la existencia. Porque no creí en un comunismo liberador de todos los males, no tuve que sufrir luego las horas de desencanto que han llevado a los ex comunistas, bien al pragmatismo más cínico, bien a desentenderse por completo de la política. Al contrario de lo que suele ser norma general en las biografías -de joven, revolucionario que se traga al mundo; adulto, realismo moderado, gozando de lo mucho que ofrece, para acabar de viejo conservador, cuando no reaccionario-, con el paso del tiempo, según acumulaba conocinúentos y experiencias, mi indignación ante la corrupción y la injusticia ha ido creciendo hasta llevarme a posiciones cada vez más de izquierda, sin rebasar nunca el comedimiento que pide la razón. Cosa rara, hoy me siento más a la izquierda de lo que estaba a los 20; me intereso sobre todo por las personas que han recorrido parecido trayecto: ocuparse en la juventud de asimilar el legado riquísimo de nuestra cultura para atreverse a levantar la voz cuando los afflos y el estudio nos han proporcionado algún saber. Después de haber cumplido los 40, si a uno no le va demasiado mal en la vida ni se le considera completamente tonto, defender opiniones que revelan un cierto idealismo ingenuo es una provocación que a muchos parece de mal gusto.

No concibo una vida plena sin algún modo de intervenir en lo público. Resuenan todavía en, mi ánimo los textos del idealismo alemán que glorifican la "unidad del hombre y del ciudadano" que habría alcanzado la antigiledad clásica. Justamente en este desdoblamiento de lo público y lo privado que impuso el mundo moderno consistiría una de las formas de alienación. Conozco en persona, por lecturas o de oídas, a individuos que lograron realizarse en la privaticidad. Como hecho existente tomo buena nota de él, pero me resulta incomprensible. De todos los males que comporta una dictadura, el más insufrible es tener que callar lo que se siente, obligados a enajenar la dignidad al asumir la función pública. Considero, en cambio, un valor fundamental de la convivencia democrática el poder ocuparse de los asuntos públicos sin tener por ello que empezar por hipotecar la libertad. Ambos conceptos, el de dictadura y el de democracia, han de entenderse como tipos ideales: en la realidad las diferencias son tan sólo de grado y de matiz. La libertad se amplia utilizándola, y lo que más me acongoja es el poco uso que de ella hacemos, obsesionados por el afán de evitar cualquier riesgo. Ha costado, cuesta y seguirá costando mucho el ser libre.

La política abarca mucho más que al Estado y lo público sobrepasa a lo meramente político. Hay muchas formas de vivir públicamente, con una cierta publicidad o al servicio del público, no siempre se corresponden, que poco o nada tienen que ver con la política. Pero ocurre que en estos últimos años, en vez de crecer el ámbito de lo público con el desarrollo democrático, se ve cada vez más restririgido al político, hasta el punto que hombre público se ha convertido en sinónimo de político, denominación que ya sólo designa al profesional de la política que ocupa un cargo: no habría otra política que la institucional. El militante que fiel a su vocación política y sin otro deseo que servir a sus conciudadanos haga saber lo que piensa sobre este o aquel asunto, recibirá desde el poder el sambenito de político frustrado, con la orden implicita de callar en el futuro; suceso que pone de manifiesto toda una concepción de la política, de la vida pública y de la convivencia democrática.

No basta ya con que la burocratización oligárquica de los partidos cierre las puertas a cualquier forma de participación democrática; la aspiración siguiente es al control del discurso político. Cuando, se tiene el poder, lo que más se echa de menos es la palabra. La lógica del poder implica que se hable en el orden, cola el contenido y la extensión que corresponde al cargo que se ocupa. La lógica de la democracia, en cambio, exige crear las condiciones sociales y políticas para que todos puedan hablar. El poder tiende a concentrarse entre pocos; la palabra, a repartírse entre muchos. A la larga, poder y palabra resultan irreconciliables. El poder absoluto acaba por imponer el silencio absoluto y, a su vez, como bien sabía Mallarmé, nada puede llegar a ser tan subversivo como la palabra. A la mayoría se le llama silenciosa porque no puede hablar. Que al menos no callen los pocos que sí pueden hablar.

Un viejo amigo, ilustre catedrático de Filosofía del Derecho, medio en broma, medio en serio, me reprocha cada vez que lo, encuentro mi afiliación al PSOE. Tres son las razones, de muy diversa índole, que me han quedado grabadas en la memoria, tal vez porque me parecen muy significativas de lo que piensa la gente. La primera parte del. supuesto, ampliamente compartido, de que la pertenencia a un partido sólo se justifica si sirve pasa acceder a una poltrona, así llama mi amigo a cualquier cargo o beneficio que se consigue por inéritos políticos. Si uno ha puesto de manifiesto repetidas veces la incapacidad total para coger presa -sean cuales fueren los motivos-, lo aconsejable es probar fortuna en otro partido o dedicarse a otras lides. Militar en la base, sin expectativa de ascender, comporta algunos inconvenientes, sin que se percibart las ventajas. En segundo lugar, no cabe andar proclamándose socialista y seguir afiliado a un partido que no ha dado la menor muestra de socialismo en la política realizada. O no es sincero nuestro discurso socialista o la afilliación persigue otros fines el ue la lucha por una sociedad socialista. "No se puede decir lo clue se dice", ahí tienes el prograrria máximo de vuestro partido, "y hacer lo que estáis haciendo". Mi amigo, opositor de siempre al franquismo, no hizo carrera en el antiguo régimen porque se lo impidieron sus convicciones demoeráticas; y no entró en el partido socialista en aquellos añoss porque se lo impedimos con el discurso socialista que manteníamos entonces, y que le parecía tan ingenuamente irrealista como intelectualmente ridículo. Hoy se identifica con la política que hace el PSOE desde el Gobierno -"la única posible", me repite-, pero le fastidia enormemente que se tilde de socialista esta política y que algunos rezagados sigamos empeñados en tina transformación socialista de la sociedad. A mi amigo le gusta la política del Gobierno, pero nada los afiliados socialistas, entre los que no descubre más que a idealistas estúpidos o a hipócrilas marrulleros. En tercer lugar, si a pesar de tantas contradicciones!ie sigue afiliado a un partido, entonces hay que evitar cuidadosamente cualquier manifestación pública que pueda interpretarse como crítica al partido al que se pertenece. O se está dentro o se

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está fuera, pero nada de tener un pie dentro y otro fuera.

Ya sospechará el lector que no comparto la idea de partido político que subyace en los reproches de mi amigo, aunque sea la más extendida y la que mejor encaja con la realidad actual. Dejando aparte la noción leninista de partido, que forma una categoría por sí, conviene distinguir dos tipos, el partido de cuadros y el partido democrático de masas. El primero se constituye como un grupo lo más homogéneo posible, perfectamente jerarquizado en torno a un líder, sin otra meta que ganar las elecciones. En consecuencia, los contenidos ideológicos son inexistentes o irrelevantes; fundamental es sólo la imagen que se proyecte en la sociedad. El afiliado no tiene otro interés que ocupar los cargos públicos que reparte el partido. El número de afiliados no suele sobrepasar un cargo público por cada tres o cuatro aspirantes. En torno a un núcleo permanente, que coincide con los que ocupan los puestos, suele haber un enorme trasiego entre los aspirantes: periódicamente entran nuevos esperanzados y se despiden los decepcionados. Ni que decir tiene que en este tipo de partido no cabe el menor distanciamiento crítico: el ascenso de todos depende de la imagen colectiva, que hay que mantener a todo trance sin mácula y homogénea, así como la carrera de cada uno de la opinión que de él se tenga en las alturas. Protección sólo se consigue por la vía de la obediencia. Se comprende que en estas condiciones, el estar afiliado a un partido no goce de demasiado prestigio social. El que puede permitirse el lujo de permanecer fuera de los partidos se enorgullece de su independencia y libertad. Se acepta que milite el que lo necesita para su carrera, pero que lo haga el que nada puede esperar, al empeñarse en mantener un criterio propio, rompe todos los esquemas.

No tema el lector que le dé la teórica describiendo en detalle este tercer tipo de partido democrático de masas que surgió con el movimiento obrero y que desplegaron los partidos socialdemócratas del norte de Europa. Sólo le pido que reflexione sobre estas cuatro proposiciones, no tan obvias como pudieran parecer a primera vista: 1. Con todos sus defectos, es difícil concebir en el momento actual mejor sistema político que una democracia representativa. 2. No hay democracia representativa que a la larga funcione sin partidos políticos organizados democráticamente. 3. Así como en la etapa anterior el primer deber cívico era luchar contra la dictadura, en la actual consiste en potenciar la organización democrática de los partidos. 4. No hay democracia, ni en la sociedad ni en los partidos, sin crítica y sin discusión libre.

Si llegáramos a un acuerdo en estos cuatro puntos tal vez resultasen verosímiles las razones por las que pienso que puede tener algún sentido permanecer afiliado a un partido sin por ello perder un ápíce de las libertades que garantiza la Constitución. Cierto que compaginar militancia con espíritu crítico se está poniendo muy difícil -los aparatos son cada vez más fuertes y las bases más débiles-, pero las dificultades crecientes no debieran ser óbice para el cumplimiento de nuestros deberes de ciudadanos libre. Al final, entonces como ahora, la política tiene en primer lugar que ver con la ética.

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