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Los analistas coinciden en que los sindicatos británicos ya no pueden derribar Gobiernos

Si los 1.180 delegados que asisten al 1182 congreso de los sindicatos británicos, que se clausura mañana en Brighton, meditan seriamente sobre las palabras que les dirigió el líder laborista, Neil Kinnock, en la intervención más esperada de la convención, es evidente que, sobre todo los más veteranos, no podrán reprimir un sentimiento de tristeza. Porque, al fin y al cabo -y en eso coinciden todos los analistas políticos británicos, incluidos los más cercanos a las posiciones del Trade Union Congress (TUC) y del laborismo-, el mensaje transmitido el martes por el pelirrojo dirigente socialista, con la firmeza y la honéstidad típicas de su Gales natal, fue que el tiempo en que los sindicatos británicos podían dictar condiciones a los Gobiernos, fueran éstos conservadores o laboristas, o provocar su caída, como ocurrió con Edward Heath, en 1974, y con James Callaghan, en 1979, ha pasado a la historia.

"No habrá cheques en blanco ni síes automáticos a las peticiones de los sindicatos, como no esperamos cheques en blanco ni síes automáticos a nuestras propuestas", fue la esencia del mensaje de Kinnock.

Como lo resumió Brenda Dean, la secretaria general del sindicato de Fleet Street, Sogat 82, el discurso de Kinnock fue "el típico discurso que no acaba de gustar, pero que es necesario prominciar".

Un discurso moderado

Entre un discurso de líder de partido ante los representantes de los 9.560.000 afiliados a los sindicatos británicos -unas tres millones menos que en 1970-, o el de un futuro primer ministro, Kinnock escogió lo último, totalmente en línea con su estrategia de moderación iniciada el pasado año durante la conferencia anual del Partido Laborista, en la que arremetió con toda dureza contra los radicalismos en los sindicatos, representados por el líder minero, Arthur Scargill, y en el seno de su propio partido. En este último caso, los miembros de la tendencia militante, encabezados por el concejal del Ayuntamiento de Liverpool, Derek Hatton, fueron los cabezas de turco para que la línea moderada escogida por Kinnock tuviera credibilidad ante el país.Kinnock quiso apartarse de toda demagogia y abogó por el consenso y la colaboración entre sindicatos, empresarios y Gobierno, pero advirtiendo que si el consenso y la colaboración no se conseguían, los fines del Gobierno se retrasarían, pero no sufrirían cambio alguno. "Hay algunos revolucionarios de saloon de película del Oeste que detestan el consenso lo mismo que Margaret Thatcher, Norman Tbbit (presidente de los conservadores), Rupert Murdoch e lan MacGregor (presidente saliente de la Empresa Nacional del Carbón)".

Algunos comentaristas encontraron un cierto parecido, salvando las distancias, de las referencias de Kinnock al "trabajo y sacrificios para sacar al país de la crisis actual y crear puestos de trabajo" con las históricas palabras de Churchill cuando se hizo cargo de los destinos británicos en 1940, tras la dimisión de Neville Chamberlain. "Sólo puedo ofrecer sangre, sudor, fatigas y lágrimas", dijo Churchill entonces.

"No hay otra salida que trabajar duramente. No hay opciones fáciles, ni golpes,de suerte, ni milagros producidos por el petróleo, ni nada gratis. Sólo queda trabajar juntos para boder salir de este agujero", dijo Kinnock.

Propuesta contra el desempleo

Incluso en sus propuestas concretas para acabar con el desempleo, que asciende en la actualídad a 3.250.000 personas, o el 13,2% de la población activa, Kinnock tiró por elevación. "El laborismo llegará al poder en las próximas elecciones generales, creará un millón de puestos de trabajo en un plazo de dos años, iniciará una estrategia de empleo a medio plazo de cinco años con el fin de mantener esos puestos de trabajo creados, y desarrollará un plan de 10 años con el fin de poder llevar a cabo la política económica laborista".El mensaje estaba claro; por eso no le gustaba en el fondo a Brenda Dan: hay que sacrificar la elevación de salarios a la creación de empleos con la ayuda de todos. Kinnock convenció a los delegados, aunque para algunos la digestión será difícil. Ahora le queda el recorrido más difícil en su carrera hacia el número 10 de Downing Street: convencer al resto del país.

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