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Starsky y Hutch, en I'Hospitalet

La policía -o policías- española está siendo últimamente noticia, y por razones no demasiado encomiables. Los casos de la desaparición de El Nani, del atraco al Banesto, de la posible implicación de algún comisario valenciano en asuntos de prostitución tienen preocupados, y con razón, a los ciudadano; y alimentan en ellos un justo recelo respecto de las instituciones cuya teórica misión es, en primer lugar, la de protegerles.Todo esto es grave, desde luego, pero yo quisiera aquí llamar la atención, sobre otro tipo de incidentes que han atraído muchos menos comentarios y que, sin embargo, no me parecen menos graves y sí quizá más sintomáticos de un mal profundo que aqueja a nuestras fuerzas del orden. Me refiero, por ejemplo, al caso de la frustrada detención de un conocido delincuente en una casa de masajes de Barcelona, donde se organizó, por lo visto, lo que en los viejo telefilmes de doblaje puertorriqueño se llamaba una balasera, un considerable tiroteo en el cual resultó muerta la infeliz encargada del local. A la hora de redactarse la noticia no estaba claro todavía si la bala que la había matado había salido de la pistola del perseguido o de la de alguno de los perseguidores. La cuestión no es exactamente académica, desde luego, pero es de importancia secundaria. Se han producido últimamente bastantes incidentes semejantes. Hará un par de meses, sin ir más lejos, se armó, entre unos atracadores que huían y los agentes que iban tras ellos, un tiroteo de dimensiones hollywoodienses en una plaza madrileña llena de jubilados que tomaban el sol, niños que jugaban y personas que iban a sus quehaceres, entre ellas los atónitos ocupantes de un autobús que recibió varios impactos de bala. Esta vez, por un verdadero milagro, no hubo, creo recordar, ninguna víctima. Pero en lo esencial este caso no se diferencia del anterior. Lo verdaderamente grave de estos sucesos es, independientemente de que algún desgraciado salga cobrando o no, que la policía se deje arrastrar a intercambiar disparos con delincuentes en situaciones en las que es posible que resulten heridas inocentes terceras partes. Me temo, sin embargo, que esto no es más que una consecuencia aparatosa de la falta, en las fuerzas policiales mismas, de una idea clara y precisa de cuáles son los fundamentos legitimadores y los límites, éticos y sociales, de su propia existencia y su misión.

El advenimiento del nuevo régimen hizo concebir, en su día, ciertas esperanzas sobre una deseable transformación democrática de las fuerzas de seguridad, del seno de las cuales surgían voces que reclamaban una radical reforma y sobre todo -y eso era lo más alentador- expresaban una decidida voluntad de profesionalismo, de seria y responsable autoexigencia en el ejercicio de su función pública. El excelente artículo, publicado en estas mismas páginas, de José A. Rodríguez González ha venido a recordarnos, hace tan sólo unos días, que hay policías que desean desligarse de viejas servidumbres políticas, deshacerse de enraizados hábitos de autoritarismo arbitrario y redefinirse, en tanto que institución, exactamente como el imparcial y profesional brazo ejecutor de la ley -de las leyes elaboradas por unas Cortes democráticamente elegidas.

Hasta la fecha, sin embargo, los cambios han sido prácticamente sólo cosméticos, e incluso éstos resultan más bien dudosos. El del uniforme, sin ir más lejos. Los antiguos uniformes grises llevaban consigo, claro está, todo un cúmulo de desagradables asociaciones, pero, como uniformes, hay que reconocer que no estaban mal: eran serios, discretos, y respetables. La policía ideal debe ser, al fin y al cabo, gris: silenciosamente eficaz en suactuación y, al propio tiempo, cuidadosa de evitar cualquier exhibición de su propia autoridad y fuerza. Los primeros uniformes de la era democrática resultaron todo lo contrario. La boina a medio lado, el fular, el corte de las chaquetas, los bombachos metidos dentro de las botas, el arma y las esposas en evidencia configuraban un conjunto agresivo, amenazador, chulesco. Más que policías, sus portadores parecían miembros de uno de esos cuerpos militares de elite, de unos Green Berets o unos SAS. Los nuevos uniformes, en definitiva, exteriorizaban todos los viejos defectos de la arbitrariedad, la brutalidad, el aquí mando yo, de la policía franquista que la antigua guerrera gris -¡qué ironía!- recataba. Luego han ido apareciendo, al lado de los ya existentes, otros uniformes algo más discretos, pero así y todo la imagen global sigue poniendo el énfasis en la nota deportiva y machista. Las policías autonómicas se han inclinado por la misma tendencia: los Mossos d'Esquadra de la Generalitat hacen pensar en la guardia pretoriana de algún dictador centroamericano o indonesio. Y en consonancia con ello, las fuerzas de la ley de la nueva era hacen a menudo gala, contra la adustez de los grises, de una campechanía chulapona que ellas creerán tal vez simpática, pero que muchos ciudadanos encuentran algo inquietante. En definitiva, la transformación democrática de la policía parece haberse condensado sobre todo en esa adopción de una vestimenta deportiva y unos modales confianzudos de gusto, y significación, más que dudosos. No es que uno sea partidario acérrimo de las rigideces protocolarias por sí mismas, pero del desenfado informal en el comportamiento habitual y el trato con los ciudadanos a la pura y simple informalidad en la ejecución de la función pública y al saltarse a la torera los preceptos de la ley no hay más que un paso. Un pasoque han dado, por ejemplo, al parecer, esos policías municipales de I'Hospitalet de Llobregat que, habiendo atrapado a un delincuente, en vez de seguir los aburridos trámites legales del caso, decidieron por su cuenta darles algo de simpática variedad e improvisaron una inocente diversión con su presa, la cual sin duda comprendió, como deberíamos comprender todos, que no se trataba más que de una broma. Es éste, desde luego, un caso extremo -y que ya está en manos (de la justicia-, pero nada insólito: las denuncias e informaciones de actuaciones irregulares por parte, no ya de agentes municipales, sino de la propia Policía Nacional, abundan en las cartas de los lectores y las columnas de este mismo diario. Son, al igual que los incidentes de tiroteos que citaba antes, manifestaciones sintomáticas de lo, que yo llamaría el síndrome de Starsky y Hutch de la policía española.

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No creo que haga falta extenderse demasiado en la descripción del tal síndrome. El agente de policía afectado se cree una especie de cruzado, en versión, eso sí, muy moderna y jacarandosa, de la lucha contra el crimen, y en la prosecución de esa lucha demuestra un desprecie) excesivo por las formas que deberían regir su actuación y, lo que es peor, por la integridad física de objetos, animales y personas que puedan interponerse, involuntariamente, entre él y su objetivo. Son síntomas típicos la propensión a las locas persecuciones en automóvil, a velocidad de vértigo y toque ensordecedor de sirena, y a liarse a disparos con los delincuentes, sea donde sea y sin mayores miramientos hacia las personas inocentes que acierten a pasar por allí en aquel momento. Y el pobre ciudadano, mientras tanto, justamente preocupado por el aumento de los atracos y la inseguridad de las calles, empieza a sentirse cogido entre las pinzas de los navajeros y pistoleros, por una parte, y de una policía, por la otra, que parece más interesada en la caza del delincuente como una especie de arriesgado y desinteresado deporte que en la protección de la población.

Pero lo más grave de todo es la aparente indiferencia policial, si no es incluso algo peor, ante el dicho síndrome, como si la muerte de una pobre mujer usada como rehén o el acribillamiento de un autobús lleno de pasajeros fuesen los gajes normales y aceptables de la necesaria lucha contra el crimen. ¿Ha habido alguna investigación sobre el tiroteo en la concurrida plaza madrileña? ¿Se han tomado medidas disciplinarias contra los agentes involucrados? Yo no he leído nada al respecto. ¿Se investigará oficialmente el suceso de la casa de masa es barcelonesa y, en su caso, se aplicará a los responsables, fuera del delincuente mismo, claro, las sanciones que respondan? Y si las jerarquías policiales mismas no creen que sea necesario actuar, ¿por qué no interviene el director general, y si no él, el ministro? Y si el ministro no lo hace, ¿por qué no le deja la oposición como chupa de dómine? ¿O es que a nadie le parece un escándalo que la policía ponga en peligro las vidas mismas que debería proteger?

Claro que en Francia los gendarmes ya matan por la espalda a los infractores del código de circulación. ¿Será entonces que, mientras que lo de la red de corrupción denunciada por Venero o lo de El Nani son reliquias del pasado franquista, esto de los tiroteos en lugares públicos y las persecuciones al estilo de Hollywood es el marchamo de una policía moderna, salida por fin del subdesarrollo, la policía que debe tener un Estado miembro de clubes tan prestigiosos como la OTAN y la CEE? Si es eso, entonces me callo, y ustedes perdonen.

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