La enfermera y el futbolista
El extremo izquierda del equipo ha resultado lesionado en un partido y se recupera en una clínica bajo los atentos cuidados de una joven enfermera. A ella, el chico, de 13 años, y cuyo comportamiento le resulta en principio desconcertante, le recuerda a alguien. El relato, estructurado como una carrera de relevos, desvelará a quién. Patxo Unzueta, nacido en Bilbao en 1945, obtuvo en 1968 el Premio Miguel de Unamuno de cuentos. Actualmente es redactor de la sección de Opinión de EL PAÍS.
UNOEl Vacas -le llamábamos El Vacas porque su padre era, o había sido, tratante de ganado, pero también podríamos habérselo llamado por su aspecto y su forma especial de correr- inició un avance desde nuestra defensa. íbamos perdiendo por dos a uno y acababa de empezar a llover. El padre Eulogio, desde el banquillo donde estábamos los suplentes, no dejaba de gritar pidiendo "más juego por las alas".
Traspasó El Vacas la línea de centro y levantó la vista oteando el horizonte. Asila, desmarcado, levantaba el brazo pidiendo la pelota. Justo detrás del número 11 de su camiseta, al otro lado de la valla, Mari Asun y las demás metían la bulla acostumbrada. El Vacas no tuvo dificultades para esquivar al número ocho de ellos, que le había salido al encuentro. Desplazó la pelota ligeramente hacia la derecha, como si se dispusiera a seguir el avance en solitario, pero en lugar de hacerlo giró de improviso y, envió un centro largo hacia la izquierda.
Asúa ya estaba corriendo cuando el balón salió de la bota de nuestro central. El pase había salido demasiado fuerte -"una pedrada", diría luego el padre Eulogio en la caseta- y Goyo Asúa sólo logró alcanzar el balón cuando ya estaba a punto de salir junto al banderín de córner. Lo recogió con la izquierda, controló y amagó un centro de derecha. Pero en vez de centrar se limitó a pisar la pelota, esperando la entrada del defensa. Le estudiaba éste con atención, parado a medio metro de distancia, mirando alternativamente uno y otro pie de Asúa, que ahora parecía bailar alrededor del balón. Trataba nuestro extremo de decidir a su enemigo a entrarle de una vez por uno u otro lado para irse por el contrario. Pero el defensa había visto ya cómo en tres o cuatro ocasiones anteriores el 11 nuestro le mostraba la pelota de esa manera para birlársela luego en un quiebro rapidísimo y escapársele. Decidió esperar, vigilando los movimientos de ambas piernas.
Entre las dos suyas se la coló Asúa, al tiempo que, rodeándole por el costado como una centella, enfilaba ya, por la misma raya de fondo, en dirección a la portería. Pero en esta ocasión el número dos de ellos no se limitó a quedarse asombrado, sino que, reaccionando con rapidez, giró sobre sí mismo y emprendió la persecución. Antes de darse la vuelta había tenido ocasión de observar el saltito de alegría, acompañado de levantamiento de brazos y exhalación de gritos, que el regate de Asúa había provocado en las chavalas que habían venido a animarnos.
Con los dientes apretados, agarrándose las bocamangas de la camiseta, el defensa arrancó con furia, dispuesto a compensar con la longitud de sus piernas la ventaja que el factor sorpresa había otorgado a nuestro extremo. Estaba ya Asúa llegando al primer palo, hacia donde pensaba atraer al portero, provocando su salida, para centrar entonces retrasando hacia Nando o Luis, que esperaban con el gatillo preparado, cuando fue cazado por su perseguidor.
El hachazo de éste, propinado desde atrás, arrastrando la bota por la hierba como una guadaña, alcanzó su objetivo. Goyo, impulsado por su propia inercia, salió catapultado hacia adelante y pudo ver, en pleno vuelo, junto a su cara, la asombrada del portero, que salía a su encuentro, antes de ir a estrellarse de lleno contra el poste derecho de la portería.
DOS
Así es que, resumiento, salí por los aires y fui a estrellarme contra el poste de la portería. Conmoción cerebral y fractura del escafoides de la mano derecha. Debí caer en mala postura.
Estaba yo todavía medio groggy cuando, al ver que estaba allí el padre Eulogio, le pregunté:
-¿Dónde estamos?
-En la clínica de Guerra -me dijo.
Naturalmente, quería decir "en la clínica del doctor Guerra, don Santiago" en la alameda de Recalde, casi enfrente de los Escolapios. Pero yo, adormilado como estaba, drogado casi, pensaba en qué batalla de qué guerra habría podido resultar herido.
En ello estaba cuando un leve susurro sobre mi nariz me hizo abrir los ojos. De momento sólo puede ver los dos bultos que subían y bajaban, un botón blanco y un triángulo de piel en el inicio del escote. Fue para mí una gran sorpresa encontrarme de repente en plena jungla de Birmania, en un hospital de campaña y atendido por Mari Asun, convertida en enfermera voluntaria.
La dificultad que experimentaba para moverme, e incluso para hablar, me decidió a sustituir cualquier otro signo posible de agradecimiento por un sencillo beso de soldado. Así que aproveché el siguiente movimiento de acercamiento intermitente para colocar sobre el bulto que quedaba a la izquierda de mi nariz un beso lento y tan suave como el de Tyrone Power a M. D. El esfuerzo hizo que cayera nuevamente desvanecido.
Pero no duró mucho el desmayo. Apenas el tiempo de comprender que la voz que había dicho "¡Qué haces, chaval!" no era de Mari Asun.
La verdad es que, una vez que había abierto los ojos, no tenía sentido fingir que seguía dormido, pero por si acaso intenté hacerme el tonto, cerrándolos de nuevo y dejando caer la cabeza hacia un costado, como cuando Audie Murphy se desmaya en Paralelo 38. Sólo que tuve el descuido de reclinarme precisamente hacia el lado derecho, que es donde tenía la brecha, y el dolor me hizo contraer las cejas en un gesto absolutamente impropio de un desvanecido serio. Así que abrí lentamente un ojo y luego el otro y me quedé mirando a quien, apartadaunos 30 o 40 centímetros respecto a la posición inicial de Mari Asun en Birmania, me vigilaba con una mirada propia de quien duda entre dos actitudes totalmente contradictorias como, por ejemplo, irse o quedarse, reír o llorar, dar a alguien un beso o arrearle un sopapo.
De esa forma tan especial fue cómo, el domingo 21 de mayo de 1959, fecha en la que, contando yo 13 años de edad, me enamoré por primera vez en mi existencia, conocí a la enfermera titulada Mari Luz L. Echevarría.
Domingo por la tarde era, como digo, y por ello no sólo reapareció el padre Eulogio, sino, con él, medio equipo, anunciando el resultado definitivo de empate a dos. Pero, francamente, el fútbol había dejado de interesarme y, por otra parte, no tenía yo la cabeza para tanto bullicio como el que al poco tiempo comenzaron a armar. Razón por la que agradecí vivamente el comentario hecho por Mari Luz al entrar con el café con leche y que, convenientemente captado por el padre Eulogio, sirvió para que todos se fueran. Antes de desaparecer por la puerta, el fraile aseguró que seguiría telefoneando a Amorebieta para avisar del accidente a mi padre.
-Así que eres de Amorebieta -dijo la enfermera mientras bajaba las persianas de la ventana. Un momento antes, al inclinarse para atraer las dos solapas de la contraventana, había yo podido ver, hasta una altura de muslo nada despreciable, dos pantorrillas morenas y rollizas.
-Sí -le dije.
-¿Y no hay nadie en tu casa? -preguntó.
-Es que mi padre es chófer y casi siempre está fuera con el camión -expliqué, callándome el resto. (O sea, lo de mi madre en agosto y que por eso me habían mandado interno a los Escolapios de Bilbao.)
Mientras hablábamos había acabado de bajar las persianas y la habitación quedó un poco en penumbra. Se acercó a la cama y, sentándose en el borde de tal forma que dejaba al descubierto un buen trozo de ambas piernas por encima de las rodillas, me ayudó a incorporarme para que tomase el café. Yo la sentía tan cerca que se me subió un poco la sangre a la cabeza. Pero aunque sabía perfectamente lo colorado que me había puesto, tuve la sangre fría de tomarme el café a pequeños sorbos para que la cosa durase el máximo posible. En todo el tiempo ella no dijo ni palabra, y yo tampoco, porque, aunque pensé varias cosas, no las encontré suficientemente apropiadas.
-Hasta mañana -me dijo al irse.
Pasé la noche fatal, no tanto por el golpe de la cabeza como por el daño que me hacía el yeso, demasiado apretado, en el brazo. Hacia la madrugada, al despertar de un sueño corto e inquieto, toqué el timbre dispuesto a decirle que me dolía mucho, que no podía dormir y que me había enamorado de ella. Pero vino una monja. Me dio un calmante y me dormí.
-Buenos días -me dijo Mari Luz por la mañana. Sonreía un poco. Se acercó a la cama y, al igual que había hecho la víspera, se puso a arreglarme la almohada y a colocarme bien el vendaje de la cabeza, que se había aflojado un poco durante la noche. Otra vez los bultos, subiendo y bajando, subiendo y bajando. Tenía un olor especial, como el de la ropa lavada y tendida en una campa. Volví a darle un beso en su pecho izquierdo. Ya sabía que no era Mari Asun ni Birmania, pero lo hice de todas formas. Fue entonces cuando ella, en lugar de apartarse y decir "¡Qué haces, chaval!", giró un poco y me acercó el otro pecho, y yo lo besé también.
Lo mismo pasó a la mañana siguiente.
El tercer día no vino. Pero reapareció el cuarto, que era fiesta, Corpus Christi, y acercándose sin siquiera preocuparse de la almohada o del vendaje, puso ante mí primero un pecho y luego el otro, y yo besé los dos como si fueran las mejillas de mi prima Mari Ángeles.
-Ayer no vine porque libro los miércoles -explicó mientras, sin mirarme, lo que agradecí, pues suponía darme un plazo para que la sangre bajase de nuevo a su sitio, ordenaba las cosas que había sobre la mesilla.
Luego me preguntó si ya había venido mi padre y yo le dije que no, y que seguramente no vendría hasta el domingo, porque cada 20 días tenía un viaje a Algeciras que duraba toda la semana,
Estaba yo dando estas explicaciones cuando Mari Luz, que había comenzado a arreglarme la cama, se paró y me dijo de repente:
-Pero entonces no tienes ropa para cambiarte.
Yo tenía puesto el skijama verde que me había traído el padre
Eulogio y opiné que no necesitaba cambiarlo todavía. Pero ella no estuvo de acuerdo y, me dijo que me iba a traer muda limpia y otro pijama. Salió un momento y regresó poco después, dejando sobre la cama una camiseta, unos calzoncillos y un pijama de color gris azulado.
-Cámbiate para que estés guapo cuando venga a visitarte la Mari Asun esa -dijo, guiñandome el ojo, al salir de: nuevo.
Lo de Mari Asun lo dijo porque el segundo día, al traerme el café con leche de la tarde, me había preguntado como quien no quiere la cosa si tenía novia, y yo le había mentido diciendo:
-Se llama Mari Asun y estudia en las Carmelitas.
Y más tarde, cuando me preguntó si iba a venir a visitarme:
-Vendrá el jueves, que es fiesta.
Cuando hubo salido, me bajé con gran esfuerzo los calzoncillos y el pantalón verde y me puse el grisáceo, limpio que había traído Mari Luz. Intenté luego sacarme la parte de arriba del skijama, pero entre el brazo enyesado y el vendaje de la cabeza me fue imposible, de tal forma que cuando la enfermera entró de nuevo me encontró con la prenda medio enroscada por el cuello y con un brazo dentro y otro fuera.
-Yo te ayudo, chaval -me dijo, acercándose. Había salido un día muy bueno y el sol entraba directamente desde la ventana hasta los ojos de Mari Luz, que eran tan azules corno los de Kim Novak.
Me sacó primero la manga del brazo enyesado y luego, con mucho cuidado, me pasó el skijama por la cabeza. Entre tina cosa y otra, yo estaba bastante acalorado y sudaba un poco. Me dijo:
-Estás sudando.
Y luego:
-Te voy a dar un poco de colonia para refrescarte, pero antes te voy a poner la chaqueta del pijama para que :no te enfríes mientras voy, a buscar el frasco.
Así que me ayudó a ponerme la chaqueta de color gris azulado. Luego vio que no me había puesto los calzoncillos ni la camiseta y sin decir nada los recogió y guardó en el armario antes de salir.
Apareció poco después con un frasquito de plástico. Volvió a desabrocharme la chaqueta del pijama y, apretando como si fuera una pistola de agua, me lanzó sobre el pecho un chorrito de colonia. Sujetándome con una mano por la espalda, comenzó a frotar suavemente con la otra, extendiendo bien el líquido por toda la piel, desde el cuello hasta por debajo del ombligo y desde el brazo bueno hasta el brazo malo. Sentí tanto gusto que sin darme cuenta puse el pecho duro, como los boxeadores. Ella debió notarlo, porque antes de volver a abrocharme se inclinó un poco y me dio un beso en cada tetilla, como para que aflojase. Luego se fue.
A eso de las doce entró un momento y me dijo que iba a venir el enfermero para llevarme a hacer unas radiografías. Que ella tenía que bajar al quirófano, pero que, si no me importaba, volvería a pasar a última ahora de la tarde, porque, siendo fiesta, le tocaba guardia continua hasta la mañana siguiente.
El enfermero entró antes de que hubiera salido Mari Luz y oyó sus últimas palabras.
-No te quejarás, chaval -me dijo, al tiempo que me ayudaba a levantarme y a ponerme las zapatillas-, la tienes en el bote.
Después de hacerme las radiografias, el doctor Guerra (hijo) me hizo unas cuantas preguntas sobre si me dolía la cabeza al hacer así o así, y como le respondí que no, le dijo al enfermero:
-Vamos a quitarle el vendaje.
Dijo "varnos", en plural, pero en realidad él se marchó y fue el enfermero quien hizo solo el trabajo. Me hizo daño al arrancarme la última gasa. Dijo que el pelo se me había quedado pegado con la sangre y que le dijera a la enfer niera que me lo limpiase.Nada más volver a la habita ción entró la señorita Soledad, la jefa de las enfermeras. Me preguntó si necesitaba algo y yo respondí que no, tratando de volver la cabeza del otro lado para que no viera lo del pelo pegado.
TRES
Es una tontería, pero la verdad es que me alegré cuando al entrar en la 202 vi que el futbolista no había tenido ninguna visita, y que le habían quitado el vendaje, y que sonreía al verme. Así que me acerqué y le pregunté si tenía calor, y "Sí", me dijo, por lo que abrí la ventana y de paso me quedé un rato asomada, mirando la calle Henao, que estaba desierta. Supe al volverme que él me había estado mirando todo el rato, y probablemente a las piernas, pues de sobra sabía yo que al asomarme se iba a subir el borde de la bata y que ésa era la causa de que de nuevo él se hubiera puesto colorado. Me di cuenta entonces de que, con la sangre, se le había quedado el pelo rojizo y pegajoso en el costado, por lo que le propuse limpiárselo bien y con cuidado, cosa que hice frotando primeramente con un algodón húmedo y luego con las dos manos, suavemente, como cuando alguien se lava con champú. Momento en que de nuevo me vino a la cabeza la imagen del ingrato de Alberto.
Y tanta rabia me entró que, al secarle con la toalla, comencé sin darme cuenta a frotarle la cabeza cada vez con más fuerza, hasta casi arañarle el cráneo. Acción que él debió interpretar como un gesto de cariño, porque nuevamente se me quedó mirando como el primer día, con esa mirada tan triste que tanto me recordaba a la del pobre Toy.
De tal manera, que cuando acabé de secarle la cabeza y de peinarle me senté en el borde de la cama y me quedé mirándole a los ojos, que los tenía del mismo color castaño y casi tan grandes como los de él. Y entre una cosa y otra me subió al pecho una angustia muy grande, y sin saber porqué le dije: "No te preocupes, que aunque no venga tu padre ni esa novia que tienes por ahí, yo me quedo contigo". Dicho lo cual noté que a él también le brillaban los ojos y que un poco después me miraba fijamente a los pechos. Razón por la que le atraje hacia mí y otra vez le dije que me diera besos, pero no uno ni dos, sino una docena o más; cosa que hizo mientras yo le agarraba suavemente por la parte de atrás de la cabeza, como solía hacer con Toy cuando le dejaba que me mordisqueara en ese sitio. Y tanto me acordaba de él como del ingrato de Alberto cuando, en un arrebato raro que me dio, desabroché mi bata y yo misma le puse el pezón entre los labios, dejando que enterrase su cara en la carne mientras pensaba para mí que ojalá el futbolista supiera ser tan cariñoso como mi perrito Toy, al que ya hacía casi tres meses que habíamos dado tierra, poco después de haber resultado atropellado por el tranvía de Santurce, y no tan bruto como el ingrato ingeniero industrial de San Sebastián.
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