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Intelectuales y terror: memoria del 'caso Camus'

Albert Camus murió, va a hacer 20 años, perfectamente aislado: la izquierda, el sector político al que pertenecía por naturaleza y pasión, y los intelectuales, entre los que habría tenido que encontrar, si no solidaridad, sí, al menos, diálogo abierto y respuestas no airadas, le habían dado la espalda a partir de sus manifestaciones sobre el caso argelino -que seguramente conocía mejor que la mayoría de sus críticos.Pero las causas de su ostracismo no estaban en sus opiniones sobre este o aquel otro aspecto del proceso por el que atravesaba el país que le había visto nacer: tales opiniones hubiesen sido rápidamente clasificadas como de derechas o de izquierdas, y descalificadas con igual rapidez por quienes no las compartieran. No: la raíz de su mal se hallaba en la claridad con que había hablado del ejercicio del terror por los miembros del FLN. Desde tiempo atrás, Camus había renunciado a discutir cuestiones puntuales referentes a las condiciones de la descolonización de Argelia. Era consciente de que su posición "hoy no satisface a nadie, y conozco de antemano cómo será recibida por las dos; partes. Lo lamento sinceramente, pero no puedo forzar lo que siento y lo que creo" (cito por la edición de Losada de Problemas de nuestra época, Buenos Aires, 1960).

Defender aquí la verdad de sus afirmaciones de entonces, que creo sobradamente confirmadas por la historia argelina posterior, equivaldría a dedicar estas líneas a la consideración de paralelos que de ningún modo pueden establecerse: ni lo que tenemos delante en la España de estos días es un problema colonial -aunque no falte quien así lo estime, llevado por quién sabe qué clase de patología teórica-, ni lo que los intelectuales de este país debemos planteamos en primer término es, a mi juicio, la situación de Euskadi -por titular el tema de la manera más neutra posible-, sino el problema del terror en nuestro entramado social. En todo caso, oportunidades habrá para extenderse sobre el particular vasco.

No hay en lo que acabo de apuntar nada de prescindente respecto de tan acuciante asunto que, además, parece estar en el origen de las acciones terroristas que padecemos. Se trata, únicamente, de centrarnos en la cuestión, tan llevada y tan traída, de la responsabilidad de los intelectuales, que debe, o debería, alcanzar a todos los rincones del interés social, De ahí que haya comenzado por Camus: traer a colación la responsabilidad de los intelectuales en torno de algo que se quiere creer de competencia exclusiva de cuerpos de seguridad y organizaciones armadas, con o sin brazos políticos, es siempre riesgoso: en escena tan combustible, las palabras pueden estallar en la boca del que las pronuncia.

Pero, decía Camus, "el papel de los intelectuales no puede consistir... en excusar de lejos una violencia y condenar la otra, lo cual tiene el doble efecto de indignar hasta el furor violento a quien se condena, y de alentar al violento a quien se excusa a practicar más violencias. Si los intelectuales no se unen a los combatientes, su papel (¡más oscuro, sin duda alguna!) ha de ser tan sólo el de trabajar en procura del apaciguamiento, para que la razón torne a tener una posibilidad". (La cursiva me pertenece.)

Él había dejado de alentar esperanzas en lo tocante a la existencia de "una derecha perspicaz", consciente "de la necesidad de llevar a cabo profundas reformas y del carácter deshonroso de ciertos procedimientos", y de "una izquierda inteligente" que, "sin ceder nada en sus convicciones", comprendiera "que ciertos procedimientos son innobles en sí mismos". (Y quizá todo esto tenga que ver con las llamadas "soluciones políticas" de esta clase de problemas.)

Lo cierto es que, hasta aquí, los intelectuales españoles no nos hemos pronunciado, ni en forma individual ni en forma colectiva, sobre el terror como tal. No hemos contribuido en modo alguno a la creación de un estado de conciencia general en lo referente a los métodos empleados por los grupos armados. Es más: cuando esos grupos han dicho defender una causa concreta, como en el caso ETA -en que tal aseveración de causa, en verdad, se pierde en la noche de los tiempos de Carrero Blanco-, los intelectuales que han dado posición en letra impresa lo han hecho en torno de la razón o no de los implicados y de las fuerzas del Estado, tras una condena inicial, ya de mera fórmula por su reiteración, a la violencia "de uno u otro signo" (permítaseme en esto un interrogante). Condena inicial que, por su misma reducción formularia, se desvincula de lo que, en cada situación, siga. Cuando los grupos armados han aparecido como producto de reflexiones excesivamente vagas, como en el caso GRAPO, la respuesta ha sido el silencio o la suspicacia respecto del respectivo enemigo del momento.

Se ha olvidado otra de las sentencias de Camus, que forma parte del mismo texto que las anteriores: "Cualquiera que sea la causa que se defienda, ésta quedará siempre deshonrada por la miatanza ciega de inocentes, de la que el asesino sabe de antemano que habrá de alcanzar a la mujer y al niño".

¿Y por qué habría de ocuparse el intelectual comprometido del método antes que de la causa que se busca o se procura promover? ¿Acaso el compromiso no lo es con la justicia o no de unos fines determinados? ¿Acaso el compromiso, que en el intelectual suele limitarse al discurso, salvo contadas excepciones, como Malraux, el compromiso, decía, no es un medio honroso en si mismo, capaz de contagiar de dignidad un proyecto histórico? No, en cuanto a las dos últimas preguntas, por cuanto supone la respuesta a la primera: el intelectual ha de ocuparse y preocuparse del método antes que de la causa, porque ello hace a su propia definición: está, quizá -demasiado pocos ejemplos-, para vencer, pero está, sin duda, para convencer; el convencer es su proyecto último, en la medida en que asuma su carácter social, su Ibrición creadora y esclarecedora, precedente a cualquier otra y derivada de su adhesión a la palabra.

Millán Astray venció sin convencer, mientras Unamuno moría de pena, dignidad y poesía. El "viva la muerte" sirve a poquísimos. Las lágrimas solitarias del rector de Salamanca alientan aún, y seguirán alentando. Pero errores de método se cometen en todas partes: los 50 años que nos separan de aquellos días han servido también para poner en evidencia que la pluma de Antonio Machado valía más que la pistola de Enrique Líster, y que nadie lea en esto, avíesamente, lo que rio quiero decir: en modo alguno se me ocurre asociar la defensa de la República con el terror; sólo señalo la triste abdicación resultante de la idea de que frente al "viva la muerte" las palabras no servían de nada, cuando Millán Astray vociferaba, precisamente, en contra de las palabras. "No se puede hablar", "las paredes oyen", son líneas acuñadas por las dictaduras.

Bástenos para cerrar esta invitación a repensar los contenidos de un preocupante silencio, otra cita de Camus, en que las cursivas me pertenecen: "Pero, para ser útiles y también equitativos, debemos condenar con la misma fuerza y sin precauciones de lenguaje el terrorismo aplicado por el FLN a los civiles franceses y, en una proporción aún mayor, a los civiles árabes. Ese terrorismo es un crimen que no es posible excusar ni dejar que se desarrolle; en la forma que se practica, ningún movimiento revolucionario lo admitió nunca, y los terroristas rusos de 1905, por ejemplo, hubieran preferido morir (y nos dieron pruebas de ello) antes que rebajarse hasta ese punto".

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