Homenaje al poeta
El estado de convalecencia no invita a retomar la pluma; invita más bien a reconsiderar si no hubiera sido preferible haberla dejado para siempre, como dijo Cide Hamete, colgada de una espetera -y de un hilo de alambre- Pero me alcanza, un poco tarde, la noticia del fallecimiento de un gran poeta catalán que fue mi amigo desde los tiempos no sé si heroicos, pero sí ciertamente esforzados, del exilio.En 1941 -hace casi medio siglo- conocí, en Santiago de Chile, la persona, después de haber conocido la ya muy apreciable obra poética, de Joan Oliver. Es decir, como se había a sí mismo poéticamente bautizado, de Pere Quart. No sé por qué Pere, más bien que Jordi o Josep, pero cuando uno se autobautiza no tiene por qué dar razones del nombre que elige. Respecto a Quart hay una razón de peso: el haber sido el cuarto en una familia de 11 hijos. Nombre, pues, de rey y de poeta. Pere IV. Originario de una comarca que había sido para él como un mundo. Mundo diminuto, más querido aún por virtud de su pequeñez. La comarca del Vallés, donde "tres colinas hacen una sierra; cuatro pinos, un bosque; cinco fanegas, demasiada tierra". Sí, no hay nada como el Vallés. Com el Vallès no hi ha res.
Ante la noticia de la muerte de Joan Oliver-Pere Quart retomo la pluma y, con ella, regreso, contrito, al impune vicio de escribir.
Cuando se habla de poesía catalana de los últimos 30 años, el primer nombre que acude a la memoria de la mayoría de las gentes más o menos al tanto de los valores literarios es el de Salvador Espriu, aproximadamente de la misma generación que Pere Quart. Hay buenas razones para ello. Espriu fue uno de los inmortales, uno de los supremos poetas. Merece toda la fama -fama: sustancia real; que no celebridad, siempre un poco trivial, y bastante pueril- de que gozó, y goza, y mucho más. Pero soy uno de quienes, al hablarse de la más excelsa poesía catalana, no pueden evitar asociar los dos nombres. El de Pere Quart me viene a la memoria juntamente con el de Salvador Espriu. No me pregunto quién fue mejor poeta, porque pienso que, al llegar a ciertas cimas de la creación artística, preguntas semejantes carecen de sentido. En estos casos, las comparaciones no sólo son odiosas, sino, asimismo, totalmente fútiles. La gran poesía tiene poco, o nada, que ver con listas de sujetos más o menos nobelizables.
Pero Pere Quart no fue sólo un gran poeta. Fue también miembro de una raza de la que quedan pocos ejemplares.
Entre los reyes catalanes hubo uno que tuvo, asimismo, el nombre de Pere y que ha pasado a la historia con el nombre de el Ceremonioso -aunque, entre ceremonia y ceremonia, incorporó a su reino nada menos que las islas Baleares y el Rosellón- Si Pere Quart hubiera sido rey, tal vez habría pasado a la historia por ser exactamente lo opuesto. No habría tratado, por lo menos manu militari, de incorporarse nada, pero no habría sido nada ceremonioso. Amigable, afectuoso, hasta fraterno, todo lo que se quiera, pero nada de protocolos y solemnidades. Al hablar una vez de la poesía de Pere Quart, que le era tan próxima, Joan Oliver dijo que se trata de una poesía aséptica, sin elementos patógenos, es decir, saludable. Pero lo que opinaba acerca de su propia poesía lo sentía, asimismo respecto a todas las demás cosas del mundo. Las humanas no menos que las divinas.
Pere Quart escuchaba con gran atención todo lo que se le decía, pero a la hora de la verdad no había modo de hacerle comulgar con nada, y no digamos con ruedas de molino. ¿Los grandes y poderosos de la tierra? Pura filfa, polvo y podredumbre. ¿Los, ilustres pensadores? Palabras vanas. ¿Los hombres todos? Columnas temporales que marchan en una cuerda floja sobre el abismo. ¿Los grandes ideales? Espejismos capaces únicamente de despertar por unos momentos a multitudes insomnes. Entonces, pues, ¿nada vale la pena? No; algunas cosas, muy pocas, se salvan de este universal naufragio. Son -para dar algunos ejemplos, que son más bien metáforas- los humildes cántaros que rezuman agua pura; los troncos de los olivos centenarios; la mano humana que estrecha a otra mano humana por puro anhelo fraternal; la sangre que bulle, en las venas; los animales, siempre inocentes; el amor, "esta gracia imperiosa, que se deshace, como el mar, en las tempestades"...
En suma: se salva sólo la poesía. Tengo para mí que inclusive los dos grandes amores de Pere Quart, el amor a Cataluña y a la lengua catalana -por lo demás, fundidos en uno-, eran, en el fondo, el amor a una entidad esencialmente poética. De un catalán tan implacable nacionalista, como Pere Quart habría que haber esperado largas indulgencias con respecto a todas las cosas catalanas. Lejos de esto, prácticamente todo lo que sucedía en Cataluña se le aparecía como indigno -digno sólo de ponerse en la picota. Desde luego, hipócrita, contrahecho, insuficiente. Para decirlo como Unamuno, "rastrojos y escurrajas". He citado a Unamuno, y no es casualidad. Paradójicamente, el amor de Pere Quart por Cataluña se parecía al de Unamuno por España: en ambos casos se trataba de una "realidad eterna y celestial". Mi amistad de medio siglo con Pere Quart puede explicarse por ciertas afinidades electivas. Curiosidad, ironía benévola, horror ante toda clase de retórica... Todo lo que se quiera. Pero no basta, porque en muchos aspectos íbamos por caminos muy distintos -algunos, inclusive, incompatibles-. Debe de haber, pues, otra razón, y es ésta.
Amistades las hay de muchas clases; entre ellas, dos. Una clase se funda en afinidad de temperamentos, o en comunidad de ideas, o en coincidencia de intereses, o en cualquier cosa por el estilo. Otra clase de amistad no se funda en nada. Es la amistad por la amistad. Sin coincidencias, sin conveniencias, sin toma y daca. Es la que me unía con Pere Quart. Es la única que, siendo completamente gratuita, esto es, absolutamente poética, merece este nombre.
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