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Tribuna:LECTURAS DE VERANO
Tribuna
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Españoles todos / 1

Poco importa que yo redactara el tradicional mensaje de Franco de fin de año en 1971, aquel de "no voy a cansaros 35 años después, porque, fiel a las enseñanzas de la Patria, abomino de quienes sin fundamento pretenden tacharnos de inmovilistas". Sabido es que siempre ha habido, hay y habrá negros literarios. ¿Acaso Carlos Luis, Cándido, no lo fue de fray Justo, o Baltasar P. no le escribió a Tarradellas su proclama de vuelta a la Generalitat, o la vacilación al ponerme a escribir mi vida, porque no soy literato ni historiador", con la que empieza su autobiografía ese famoso médico, no es del novelista, cuyo nombre también me callo ahora, quien le cobró por vacilarle dos millones, y al contado?Si hoy revelo que yo escribí el mensaje de Franco -historiadores y vanidades al margen- es para que se sepa de una vez por todas la verdad verdadera de por qué aquel texto que me había encargado el coronel Saiz acabó costándole la vida al propio jefe del Servicio Operacional de Presidencia. Lo de Aquilino Saiz (el Sopas para los íntimos) no fue un "presunto suicidio, descartándose cualquier indicio de homicidio", como repitieron por obligación todos los periódicos del 2 de enero con las mismas cuatro líneas perdidas en sucesos. Han tenido que pasar 14 años para que yo pueda desvelar todo el misterio de aquel asesinato causado por el mensaje de Su Excelencia, un secreto que desde hoy mismo deja de pertenecer a una sola persona.

GRANDÍSIMO

Hace 14 años, ni la misma viuda del coronel Saiz sospechaba lo más mínimo cuando me telefoneó para decirme lo mucho que me estimaba su marido. Precisamente sus últimas palabras habían sido para mí: "Andrés, eres un grandísimo", había escrito al margen del mensaje que encontraron ensangrentado bajo su cabeza tronchada por el pistoletazo. Balbucí, con más corazón que fingimiento, esas excusas bobas de lo mucho que le queríamos y de la pérdida irreparable. Ya imaginaba yo, ya sabía yo cuánto me apreciaba. La prueba es que después de algunos apuntes y de discursos tontos para tomas de posesión, primeras piedras, primeros de octubre, clausuras y enredos menores, al fin me había cabido el honor de recibir de su boca el encargo de hacer el mensaje de Su Excelencia, por primera, y también, todo hay que decirlo, por última vez. Era natural que la viuda se deshiciera como una magdalena con sus "gracias por el pésame, nunca lo olvidaré".

Así que yo era un grandísimo discursero, o quizá el coronel había querido decir un grandísimo arreglista, o quién sabe si un grandísimo plumilla, a las pruebas de aquel mensaje me remito. Debió de morir con mi nombre en sus labios, sin sombra de duda, pensé en algún momento. No es raro que las esquelas aseguraran la bendición apostólica y hasta la comunión reconfortante: era de misa diaria, como el almirante volador. ("¿A qué venían tantos golpes de pecho para luego irse de cabeza al infierno pegándose un tiro?", me refunfuñaría años después el padre de Saiz, un vejete asmático y desconfiado que aún aguanta con su tenducho de cuerdas y tripas en la calle de la Paz.)

Al coronel le gustaban mis silencios, mi sangre de horchata y mis frases de final acaramelado, "melodioso" era su palabra. No pasaba de corregirme ceremoniosamente un "tiene lugar" por un "se celebra", repartir ilustrísimos y excelentísimos delante de los nombres y recomendarme que cuanto menos hubiera que decir tanto más solemne había que solfearlo. Desde el mismo instante en que Bea me llevó a finales de 1970 hasta la covacha del Servicio Operacional de Presidencia -"antro" llamaba ella a aquel sótano del chalé desnudo con una planta noble arriba, que pasaba por ser oficina de la Editora del Estado-, Saiz me acogió como un ejemplo de experto -"todo un experto"- y me estrechó su mano sebosa mientras yo me removía incómodo por la falta de costumbre. Años hacía que no me ponía traje y corbata.

LOS ARCHIVADORES

Cuando Saiz aparecía por el antro, de tarde en tarde, reprendiendo bonachón al jardinero para que no se cuadrara, yo era un manso escribidor clavado en la mesa parda. Pero sin Bea y sin él mis ojeadas filmaban todo: las estanterías con el Casares y el María Moliner, el anuario de estadística, los discursos encuadernados de Su Excelencia, y en cuanto me quedaba solo abría los archivadores para zambullirme en las carpetas confidenciales de los ministerios. Algún día me habría de servir todo aquello, aunque el material no era muy diferente de lo que yo había supuesto mucho antes, tal cual se traslucía por lo que me había contado Bea sin secreteo alguno.

Porque antes de aterrizar por el antro yo había ayudado ya a Bea poniendo música a varios encargos de Saiz: párrafos lánguidos, palabras mechaconas, adjetivos pegajosos o restallantes, frases pensadas para que saltaran a titulares, arias de conspiración judeomasónica, valses de acelerado proceso institucional, coros celestiales en la unidad de todos los hombres y las tierras de España, españoles todos, resonando como una bóveda vacía.

No sé quién copiaba a quién, pero Saiz me repitió lo de la bóveda vacía con el mismo ademán recalcado por Bea en la emisora desde siempre. Bea me presentó ante el coronel como redactor suyo en Radio Nacional, encargado de los rellenos para los desfiles. Y no le faltaba razón: mis chuletillas hilvanaban y volvían a zurcir los tiempos muertos de los Sotillos y los Cubedos cuando retransmitían el roncar de escuadrillas en perfecta formación y el paso bizarro y todo lo demás de estos batallones y de esos otros cadetes que, "marciales y entre vítores indescriptibles, enfilan ahora el paseo de la Castellana".

Pero yo no era redactor de Bea ni de nadie: no tengo carné de periodista. Lo mío no va por ahí. Además, odio las nóminas y la fijeza, nunca me he dejado atrapar por horario alguno, me gusta lamerme solo a fin de mes y a mediados, desaparecer en invierno para amarrar en una playa desolada como la de mi primer encuentro con ella.

Bea me había aleccionado: "Al coronel lo que le importan son los resultados, y paga religiosamente, permíteme la precisión". "Resultados", me dijo Saiz, escrutador, "hechuras, garbo y salero dentro de un orden. Hazme cestas vistosas, que los númbres poco importan o no hay; quiero decir que nunca podrás salirte del sota, caballo y rey, ¡para qué engañarnos! Así que quiero escuchar cantar a las palabras, que parezcan nuevas". Y después sus sonrientes ojillos se dirigieron a Bea: "No hay palabra inocente, ¿verdad, Elvireta?". Bea le respondió con soma: "Sí, señor Saiz", y al pasar a su lado, comiéndole las distancias y arqueándose en plan Lauren Bacall, supuse que, por la manera de no rozarse, se habían tocado muchas, pero que muchas veces.

En ocasiones Bea le ronroneaba, le encelaba, le enrabietaba para verle temblequear la papada: "Vendrán los rojos y se acabará la censura, las escuchas, los torturadores". Saiz cortaba: "Habrá otros, o los mismos". Bea: "Abortaremos aquí". Saiz: "En Londres". Bea, con aspavientos: "Millones de rojos os comerán crudos". Saiz, secreteando: "Carrillo está compinchado con El Pardo para no mover un dedo". Bea, exagerando: "Llenaremos ese palacio de turistas y al Azor lo echaremos al estanque del Retiro para que los isidros pesquen barbos". Saiz: "Eso no lo verás tú, porque Su Excelencia piensa celebrar en 1992 su primer centenario y el quinto de América". Bea: "¡Y una eme!, con perdón. Los partidos políticos se cargarán al ferrolano. Usted es que no se entera, señor Saiz". Y el pobre coronel, dudando de la broma, de Bea y de sus superiores ("jamás vendrán los partidos so capa del contraste de pareceres"), resoplaba en su retirada: "No te diría yo que no, Elvireta. La verdad es que si nunca sabes por qué pasa lo que pasa, ¡imagínate el futuro! Cuanto más te cuenten, de menos te enteras. ¿Dentro de 10 años? Pues si toca ser demócrata, yo más que nadie".

REGALOS

Yo miraba como un pánfilo, aguardaba tras mis gafas como vasos. Con Bea disimulaba, seriecito. Escribía algo, Saiz lo corregía, arriba lo pasaban a máquina y después quemaban mi manuscrito en una estufilla. Bea me ayudó cuanto pudo durante 1971, incluso puso más empeño ante mi ocasión histórica del mensaje navideño, a pesar de que por entonces iba poco por el antro y apenas se hablaba con Saiz, a raíz de la bronca que les escuché desde el rellano. Jamás me quitaré esta maldita manía de deslizarme silencioso y pegar la oreja tras las puertas. Nunca lo comenté con Bea; me hubiera negado todo. Era una apabullante sorda de condición (no oía lo que no quería), y cuando me enviaba sin remite camisas de rayitas cremosas o púrpuras -jamás violetas-, o agendas, o perfumes carísimos y rebeldes -que yo volvía a regalar en seguida a Dioni-, era un frontón para mis cumplidos: "¿Quién, yo? Perdona, pero no sé de qué me estás hablando. Excúsame". Me lo cobraba al instante con un cuadro por colgar, un disco por estrenar, un atardecer por saborear, algo aguardándonos en su chalé. Empezábarnos (formalitos, la mesa llena de discursos) desatrancando verbos, aligerando ladrillos, atizándonos otro chinchón, desenmarafiando todos los pronombres desparejados. "Terco eres un rato, pero habilidoso mucho más", me, decía Bea, maliciosa, recordando quizá nuestria primera mirada cómplice, cuando en la emisora se hizo tal lío, atrapada, apresurada, incapaz de dar con el resorte mágico que todo lo abre en esos casos, sin que nadie fuera capaz de poner en orden aquel revoltijo hasta que acudí yo.

Era ladina, mentirosa, medio loca, alegantosa, resultona de envoltura. Pero los 12 años que me sacaba me parecían una eternidad. Y su modo de cotorrear sin tasa, su piel de maquillaje rasposo, como lengua de gato. Una mujer tan escurrida de caderas, tan sobrada de cumplidos sin venir a cuento, tan falta de depiladora, mandona y huérfana, de amigos, labios ansiosos y con prisas (la mayor cagaprisas del mundo). Todo eso junto era como para asustar. Se aguantaba unas horas, quizá una noche (porque a nadie le amarga un dulce), pero yo no estaba por la labor. Reconozco que su cuello parecía hecho para lucir su surtido de pañuelos de seda, y hasta sus manos, garfiosas, podrían amansarse. Pero insisto en que si me dejé querer nunca fue a cambio de promesas ni entusiasmos. Lo puedo jurar.

Que fui el ojito de Bea no lo niego, y mucho más en los preparativos del maldito mensaje de 1971. Aún la recuerdo regalándome estribillos, un surtido variado de perlas para permitir a Franco penetrar en la intimidad de nuestros hogares, o para llevar el timón de la nave patria, o para abominar, entre arduas tareas y tareas arduas, del "desdichado y artificial engendro de los partidos políticos" que sonaría el día 30 en la vocecita de Su Excelencia a náusea meliflua, perdida ya en la Historia (con mayúscula) aquella "broncínea voz con diamantinos armónicos" que le alabara un comentarista algo baboso.

Debí hacerla caso cuando unos días antes de la grabación me llamó por teléfono, cantarina y como despreocupada, alabándome el aguacero bretón que estaba compartiendo con Sophie. Como si se le olvidara, improvisando una despedida tranquilizadora, la muy falsa me deslizó: "¡Ah, querido! Te lo digo por tu bien, aunque nunca me lo agradecerás lo bastante: esfúmate. Acabo de hablar con Saiz y está desolado: ha recibido un anónimo contándole lo tuyo. 'Un solitario con dos barajas. ¿A qué juega?', me ha respondido el pobre. Yo he tratado de convencerle de que no hay nada de nada, todo infundios, ¿verdad?, pero por si sí o por si no, majo. esfúmate. Te puede costar caro. No soporta que le engañen". Y la muy zorra afilaba sus risitas.

Antes de entregar al coronel el borrador final anduve deshilachado, disperso, rato y rato sin leer lo que leía, vuelta a deletrear, en vela hasta las tantas, decidido a romper todo y salir corriendo. Era peor el remedio. Lejos de mí entonces cualquier atisbo del crimen pasional que se avecinaba. ¿Y si todo fuera una broma de Bea, una de sus fantasías, un cebo para volver a engatusarme? ¿Qué le importaba a Saiz un chisgarabís, un mindundi, un chiquilicuá como yo? Mi vida era mi vida. Yo cumplía sus encargos y punto. ¿Acaso no engañaba también él, Bea y todos los que en el antro y en otros tres pisos más, según había podido enterarme, escuchaban teléfonos pinchados, redactaban noticias falsas, escribían discursos para otros? ¿Por qué no podía hacer yo de mi vida un sayo? No engañaba. Sencillamente, arreglaba: por la mañana, blanco; por la tarde, rojo. Tenía oficio. Le presentaba un guión y a los 10 minutos de aprobármelo tenía el discurso listo.

UN EXPERTO

Yo era un señor profesional, un experto. Eso era y eso había sido todo. De eso vivía. Cuando en 1960 escribí mi primera crónica para Prensa Unida, como enviado especial a la boda de Fabiola, ya me dijo don Lucas que haría carrera: me quedaron bordados los saludos a dos manos de la reina, el tierno Balduino mimándola por el brazo, rezumando interés humano en vivo, como decía don Lucas. Yo fui "nuestro enviado especial a Bruselas, André Aïgu", colorista, directo, escrutador, en el foco de la noticia. ¿Era peor crónica porque no me hubiera movido de Madrid, siguiendo a distancia la primera boda europea televisada? Y fui el enviado especial Antonio das Andras con el Papa en Fátima, y había que verme desde la oficinilla vallecana de Prensa Unida al retransmitir la crónica a un periódico de al lado, con el pañuelo tapando el auricular, para que la Cova de Iria aún pareciese más lejana.

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