Sin tragarse el humo
Estando siempre, como él lo está, tan al tanto de todo, seguramente habrá, leído ya Juan Cueto el nuevo libro que, escrito esta vez en inglés, acaba de publicar Guillermo Cabrera Infante bajo el título de Holy smoke. Pero si, por azar, no lo hubiera leído aún, le recomiendo que lo haga sin demora; y creo que me agradecerá el consejo, pues esa lectura puede servirle como confortación en sus tribulaciones de fumador asediado por la cruel ofensiva antitabaquista, que cada día cobra mayores ímpetus.El libro de Guillermo es, bajo la sorprendida exclamación que le da título, un incantatorio himno sagrado al tabaco; es el cuento de la buena pipa; es una viciosa delicia a partir de la dedicatoria misma, donde, con juguetona perversidad, ofrece Holy smoke a su padre, "que a sus 84 años todavía no fuma".
A mis 80, tampoco yo fumo todavía; y hace ya bastantes, casi un decenio, me permití dar a la Prensa un pequeño artículo, no clamando -que eso a mí no me va-, pero sí quejándome blandamente del abuso con que los fumadores invaderi. pulmones ajenos. Soy, ya se advierte, un veterano de esta guerra contra la nicotina, en la que, como en otras guerras de grande o pequeño alcance, me he mantenido fiel, con aburrida constancia, aunque sin fanatismo, a mis posiciones y convicciones primeras. Las mías frente al tabaco tienen -bien lo sé- raíces biográPicas bastante particulares, y responden también a ciertas condiciones biológicas. El articulete en cuestión, cuyo epígrafe era Echando humo, fue el desahogo mío tras la angustia que -sin darse cuenta, claro es- me ocasionaron los asistentes a cierta conferencia que debía pronunciar yo en la universidad de Granada. Tendría lugar el acto en el Paraninfo, que a mi llegada encontré atestado de público. Durante la espera, los estudiantes habían llenado el aire de la sala con un espeso ,humo, cuya densidad casi me echa de espaldas al entrar. Temí que, agarrándoseme a la garganta -accidente que otras veces he padecido, antes y después de entonces-, me impidiera hablar, y pasé una hora de verdadero pánico hasta que, por fin, mal que bien, pude salir del compromiso. Esa debilidad de mis cuerdas vocales me ha acompañado a lo largo de la vida y, desde luego, me ha preservado de fumar, aunque haya tenido que soportar con paciencia los humos del prójimo. En mis largos años de profesor, la alternativa de fumar o no ftimar en clase, con no siempre sutiles presiones a favor por parte de sabios a cuya ideación parece instrumento indispensable la pipa (que es, en todo caso, símbolo inequívoco de su posición), era dejada sin decidir de modo tajante. Las autoridades académicas solían acogerse a la cómoda ambigüedad que suponía, por ejemplo, la presencia simultánea en el aula del cartel prohibitivo "No smocking", y del cenicero que, sobre la mesa, hacía un guiño cómplice de leniencia. En cuanto a mí, solía valerme de una fórmula flexible: quienes ne pudieran privarme de encender un cigarrillo, la la última fila. Y así, todos más o menos contentos.
Pero no me proponía hablar de mí ni contar mis anécdotas personales, sino llamar la atención sobre el Holy smoke de Catirera Infante. Hasta haberlo leído, hasta haber caído en su trampia, no hubiera podido sospechar, lados mis antedecentes, que el tabaco fuera capaz de procurarme placer alguno, y menos el placer tan exquisito e intenso que este libro proporciona a quien tiene el vicio de ese otro humo que es la literatura.
La literatura en cuanto arte, o sea, el arte de la poesía, es -y ello se ha repetido de varias maneras- cuestión de palabras. Y el juego artístico del autor de llabana para un infante difunto (traducido al inglés como Infante's Inferno) es, con toda evidencia, juego de palabras, un juego que en seguida se apodera del lector y, arrebatándolo en su vertiginoso tobogán, puede llegar a marearlo hasta hacerle perder la cabeza. En su nuebo libro, la agudeza y arte deingenio de este singularísimo escritor, exacerbado quizá por la embriaguez diletante de su incursión en el terreno de la lengua inglesa, alcanza extremos de satileza apenas concebibles, rizando el rizo de las más delirant,es asociaciones verbales.
No creo que en el plano de la creación literaria pueda hablarse propiamente para este efecto de verdaderas influencias. Acabo de aludir a Gracián, y acaso pudiera mencionar también con mayor razón el nombre de Quevedo, pues si aquel jesuita encierra y disimula dentro de sus alambicadas construcciones estilísticas una doctrina mundarial de doblez fascinante, este don Francisco suele abandoriarse al puro gusto divertido de las más inespeardas transferencias semánticas sin otro fin queel pirotécnico ejercicio con que a través del lenguaje, su mirada disuelve y aniquila la realidad del mundo. Desde luego que en esto como en todo, cabe siempre aprender de los maestros y, aun-
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que más no sea, hallar en ellos estímulo para audaces experimentaciones; pero, ¿quién se lanzaría a hacerlas, si no fuera impulsado desde dentro por un genio afín? En el caso de Cabrera, Infante podría sentir uno la tentación de aducir, junto a los españoles del barroco, el ejemplo de los ingleses en que él tanto se complace -obviamente, Lewis Carroll y los tradicionales nonsenses-, pero, bien pensado, lo que nuestro autor persigue no es tanto la que pudiera llamarse lógica del absurdo, sino que muy intelectualmente se entrega a los juegos de palabras por el juego mismo, desafiando a cada paso la agilidad mental de su lector. El deleite consiste, claro está, en una entrega frenética a las asociaciones mentales, que constantemente mantienen en vilo a ese lector obligándolo a continuar alerta y deparándole sorpresas placenteras. Para eso, echa mano el escritor de los más arriesgados retruécanos y pone a contribución toda la variedad imaginable de los que en inglés se llaman puns y en francés calembours, sin hacerle ascos siquiera al tipo de chistes que el teatro de Muñoz Seca popularizó bajo el nombre de astracán.
Por supuesto, al disfrute pleno del libro sólo tendrán acceso quienes estén farniliarizados con las preocupaciones y los temas habituales de Cabrera Infante, y -lo que no es leve condiciónposean además las claves necesa-rias para captar las alusiones, muy cripticas con frecuencia, contenidas en las apretadas concentraciones de significado de su prosa chispeante. Junto a las abundantísimas referencias al mundo del cine y, en general, de la cultura contemporánea, popular o refinada, proliferan también ahí las intertextualidades -¿no es así como hay que decirlo?- procedentes de la literatura universal, clásica y moderna. Pero no importa: igual cabe gozar del libro, aun si tragarse todo el humo.
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