La locura (sexual) norteamericana
No parece necesario ser muy sagaz para deducir que Estados Unidos es un país enfermo, entendiendo por enfermedad no sólo la falta de salud, sino la predisposición a la indignidad, la obscenidad. y la inmoralidad, que, en definitiva, lo hace convertirse en el paraíso de una forma de hipocresía que está constituyendo el ejemplo más desolador y ofensivo que la civilización occidental ha recibido en las últimas décadas. Los acontecimientos sociales (por no hablar de los políticos, de Nicarágua, de Libia, de Chile, sobre los que los analistas políticos se pronuncian de continuo) demuestran que la sociedad norteamericana, sea o no culpable de las decisiones de su aparato judicial y administrativo, protagoniza una vez más el ejemplo de su inmadurez como nación y actualiza dila a día sus recientísimos orígenes, ya sea el puritanismo irlandés de sus colonos asentados en todos los Estados, ya sean las oleadas francesas e inglesas de burgueses y nuevos ricos recalados en la costa este, ya el catolicismo ultramontano del misionarismo español llegado vía México a Texas y California; es decir, a la costa oeste. Así se ha configurado un país inmaduro y fatuo, rico en recursos, despilfarrador en lo económico, insolidario en lo social e imperialista en lo cultural, constituyente de un auténtico peligro para el resto del mundo si nos atenemos a los hechos que provienen de¡ país más poderoso de la tierra.El Tribunal Supremo norteamericano ha declarado que aún es válida la Constitución del Estado de Georgia (en la que probablemente también se citara alguna vez la licitud del apaleamiento y muerte de los esclavos), en los apartados y artículos que todo el mundo creía en desuso y, por tanto, según el derecho común tácitamente abolidos. Pocos días después la Administración de Reagan dice que el sexo es una amenaza contra la sociedad e inicia una cruzada, contra la libertad sexual, empezando por dos buenas revistas de información general adornadas de alguna señorita de franco buen ver, amenazando con el cierre y retirándolas de los quioscos. Hasta ahí la información conocida por todos, por ahora. ¿Es una información intrascendente? ¿Cabe reflexionar sobre ella? ¿Pasa algo o no pasa nada detrás de tanto revuelo?
Sería fácil y hasta chabacano preguntarse cuántos miembros del Tribunal Supremo norteamericano practican el sexo oral o el sexo anal, y además cuántos tienen institucionalizada una o varias amantes. Del mismo tenor sería cuestionarse cuántos miembros de la Administración de Reagan humillan a sus mujeres, a sus amantes o a sus secretarias con actividades sexuales provinientes de su poder. Quizá ninguno; tal vez todos ellos sean unos santos, pero tampoco hay que ser muy avieso para saber que a quienes ellos representan, la clase social de la que surgen y a la que defienden, practican esas actividades con frecuencia y probablemente con indignidad, porque las ocultan tras el velo de la hipocresía y el acto religioso de los domingos.
Pero es que da exactamente igual, porque, aunque así no fuera, aún nadie ha levantado su voz contra la verdadera amenaza a la sociedad: la violencia. Nadie dice que es un peligro la profusión de películas y telefilmes que se estrenan en la gran vía de todo el mundo, ante la atónita mirada de millones de niños, o que se exhiben por televisión, en las que los Rambo de turno matan, asesinan, descuartizan a sus semejantes en mil pedazos, que arrojan contra la pantalla salpicando de sangre salas de exhibición y salones domésticos, y se regodean en la sangre bajo la aceptación o el conformismo general. A la mañana siguiente las
Pasa a la página 12
Viene de la página 11
amas de casa limpian meticulosamente la sangre salpicada sobre el sofá antes de sentarse a ver una serie de televisión (es igual Dallas, Dinastía, Falcon Crest o la que toque), en las que el basamento de su éxito está en la estafa, la corrupción, los poderes mafiosos, la poligamia sucesiva, la violencia, el abuso de poder, la maldad, la mentira, las artimañas y la obscenidad general y sin límites, para entretenimiento y disfrute de desocupadas amas de casa que no se satisfacen si cada día el protagonista no es más pérfido que el día anterior, y menos que el siguiente.
Y más tarde, ante mayores y niños, aparecen otras series más realistas aún, en las que se enseñan las 230 maneras de asaltar un banco, de robar una farmacia, de extorsionar al prójimo, de asesinar e incluso, en el colmo del refinamiento, dictando un manual sobre cómo realizar el crimen perfecto. Pues lo que son las cosas: eso no es peligroso para la sociedad norteamericana y las sociedades importadoras de su cultura. Por el contrario, si las series explicaran las 230 maneras de hacer el amor, imnediatamente aparecerían las acusaciones de pornografía y los santones de turno (que todavía son demasiados) se echarían las manos, a la cabeza, escandalizados, y convocarían manifestaciones, recogidas de firmas, despropósitos y acusaciones. Porque además, y mientras alguien no me demuestre lo contrario, la utilidad de robar y asesinar es más bien limitada; por contra, hacer el amor es una técnica que, hasta donde se sabe, es altamente desconocida entre la población media. A ello tendremos ocasión de volver más adelante.
Bastaría lo anterior para considerar a Estados Unidos como un país enfermo. Pero lo malo es que en los países en donde empieza la salud (si se me permite esta expresión), concretamente los europeos y más concretamente los latinos, en los que se quiere hacer de la tolerancia, la comprensión, la convivencia, la transigencia, el amor y la paz valores fundamentales, se corre el peligro de la invasión de la cultura enferma, del contagio del virus americano, de la locura americana. Y contra ese peligro real es preciso oponer firme resistencia.
Aún estamos a tiempo para replantearnos la cultura nacional europea. Aún podemos actuar para que los valores que supuestamente rigen nuestra sociedad, y que en realidad no son respetados por nadie, se transformen y se proceda a una nueva jerarquización en una tabla de valores cuyo cumplimiento no signifique coacción sino identificación. Estamos a tiempo para no aceptar que la hipocresía es válida, que la competitividad es sana, que el capitalismo agresor tiene razón. Estamos a tiempo para rechazar los poderes que vienen de fuera y nos son extraños, pero que se nos meten en casa a través de la televisión y quieren hacernos creer que lo normal es la inmoralidad, la indignidad, la competitividad; y que para vencer vale todo, ya sea la estafa, el crimen, la corrupción y todo cuanto aparece en las series que fascinan a los norteamericanos, y con ellos a medio mundo al borde de enfermar; mientras que lo anormal, lo obsceno y lo enfermizo es el amor, el sexo y el placer, a lo que siempre llaman pornografía porque son maestros en el arte de jugar con el sentido mágico negativo de las palabras.
Naturalmente, comentario al margen merecería la utilización de la mujer y el hombre como objeto en el mercado comercial del sexo, pero ése no es el fondo de la cuestión ni lo que los chicos de Reagan quieren defender; tal reflexión puede quedar para otra ocasión.
Volviendo al hilo tras la disgresión anterior, habríamos de preguntarnos hasta qué punto estamos en condiciones de oponer resistencia al imperialismo cultural que nos va a invadir con una ola de puritanismo cargado de hipocresía. Si pensamos que una parte de la derecha española está adoptando en estos días actitudes pornográficas (sucias, de charcutería, inmorales desde todos los puntos de vista) en sus comportamientos políticos, y que otra parte, concretamente el señor Fraga, es admirador confeso del señor Reagan y el señor Thatcher (al que algunos llaman señora por educación), habría que estar ojo avizor porque el futuro que nos espera si triunfaran sus tesis electoralmente, sería tan regresivo en la historia de España que habría que volver a plantearse una transición de dos siglos por lo menos; y tampoco conviene que estamentos oficiales se contagien, de la fiebre que está a punto de Negar. Ojo avizor, lema de resistencia social.
Para no eqiuivocar cifras ni jugar con estadísticas, baste con decir que un elevado número de mujeres muere al final de sus vidas cargadas de hijos y sin saber lo que es un orgasmo, y que otras muchas ignoran lo que es una relación sexual placentera. Ante tal injusticia, ante semejante discriminación, habría de ser el Estado, sobre todo a través de la televisión, el encargado de suministrar una información exhaustiva, explicando qué es el sexo, cómo se alcanza un acto sexual pleno, sus artes y sus técnicas, pero sin científicos aburridos ni tecnicismos incomprensibles: lisa y llanamente, en la práctica, sin tapujos. Porque el amar no sólo es bello; es también cultura. Cultura como acumulación de historia; esto es, el conjunto de costumbres, conocimientos y actitudes de la especie humana desde su origen hasta nuestros días.
Por fortuna, el ordenamiento jurídico español no prevé la policía de alcoba ni prohibe formas alternativas de sexo, salvo que caigan en la tipificación del escándalo público. Ni tampoco acepta la imposición que establece, el canon correspondiente del Código de Derecho Canónico, según el cual el amor hay que hacerlo de una sola manera, sin fantasía además, para que no constituya pecado. El Papa pide el fin de la concupiscencia en el matrimonio: es decir, la mujer es sólo un objeto procreador. Reagan dice que el sexo pone en peligro la sociedad occidental, civilizada, como si civilizada fuera la suya. Dos frentes en una cruzada que amenaza con aproximarse. ¿Estamos volviendo a la inquisición? ¿Estamos ante una cruzada cuyo origen conocemos pero cuya motivación nos resulta ajena? ¿Qué le está pasando al mundo?
Pensar que el sexo oral dentro o fuera del matrimonio es delictivo, que la sodomía es punible, que las revistas eróticas destruyen la sociedad y que el erotismo es el fin de la cultura no es sólo una estupidez: es sobre todo una gran mentira. Los demócratas del mundo, los progresistas del mundo, los sanos del mundo deben estar ahora más unidos que nunca. La enfermedad amenaza, y la enfermedad no es la vieja moral liberal, sino las nuevas inmoralidades norteamericanas, la locura sexual americana.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.