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Caracteres perceptibles

En el verano de 1963 -si la memoria no me falla, que probablemente me fallará-, en una conferencia de especialistas celebrada en Moscú bajo los auspicios de la Unesco, quedó decidido el abandone, del término fenotipo. Eran los tiempos en que la Unesco todavía hacía grandes cosas, desde proceder al salvamento de los templos de Nubia, que hoy están a punto de convertirse en montones de arena, incapaces de aclimatarse y soportar las duras condiciones de su nuevo emplazamiento, hasta internarse en las selvas de Nueva Guinea para registrar el lenguaje de ciertas tribus ágrafas, llegado posteriormente a París por correo aereo, cuidadosamente empaquetado junto con los restos, no comestibles del explorador, incluido su magnetófono. Desde aquel verano, los especialistas -antropólogos, etnógrafos, biólogos, genéticos, naturalistas- se han cuidado de no volverá emplear el término maldito, testimonio de un mal momento de la ciencia, con la esperanza de que su elusión del lenguaje de la calle lo sepulte en la tiniebla de un olvido que blanqueará aquella parte de la historia afectada por tan gran aberración. Sin embargo, los lingüistas no parecen dispuestos a colaborar plenamente con tal operación porque para muchos de ellos, como para los jugadores de ajedrez con la pieza tocada, toda palabra pronunciada es palabra atesorada. Por eso algunos diccionarios la conservan. en. sus páginas, aun cuando los más rigurosos antepongan a la definición la abreviatura obs, indicativa de su obsolescencia. El DRAE, sin duda persuadido de que todavía no ha amortizado el enorme esfuerzo científico que en su día supuso su inclusión, no se ha decidido a retirarlo y mantiene la definición incólume: "Conjunto de caracteres cuya aparición es debida a la existencia de sendos genes que posee cada individuo perteneciente a una determinada especie vegetal o animal".En cada uno de los siete años de mi bachillerato el profesor de gramática, lengua y literatura tenía que explicar el correcto uso del adjetivo plural sendos, sendas. Se diría que lo más denotativo de un buen castellano era el correcto uso del adjetivo plural sendos, sendas, de tan equívoca aplicación que siempre fue menester explicarlo por lo que no es mejor que por lo que es. Así, en primero, el profesor aducía el ejemplo "Pepito y Juanito llegan con sendas carteras", para señalar que no quería decir grandes, sino que cada cual traía la suya. Tan penoso escollo debía dosificarse a razón de un ejemplo por año, para alcanzar en séptimo, cuando la asignatura, para mayor gloria del alumno, había adoptado el suntuoso título de Preceptiva, la suprema meta de la expresión anfibológica: "Por sendas albas a rondar volvían". La definición del adjetivo que suministra el mismo DRAE es bastante notable: "Uno o una para cada cual de dos o más personas o cosas". Todo un monumento a la vaguedad en una fórmula de 13 palabras, tres de las cuales son oes. Ni el acopio de los siete ejemplos del bachillerato me aclara qué hace ese sendos en la definición del fenotipo y todo me lleva a pensar que se trata de una premonitoria argucia del lingaista para introducir la ambigatidad. en el sospechoso concepto mucho antes de que fuera definitivamente desacreditado en la conferencia de Moscú.

A la manera anglosajona se entiende mucho mejor: "(obs) Tipo diferenciado por sus caracteres perceptibles más que por los hereditarios o genéticos". En la conferencia de Moscú, convocada -si la memoria no me engaña- para, entre otras cosas, poner a punto el concepto de raza, la sola mención del fertotipo, provocó verdaderos escándalos. Los delegados llegaron en numerosas ocasiones a las manos; se insultaron, se escupieron; no era infrecuente, al parecer, ver obstruida la entrada al salón de actos por la melée de los ponentes, tirados por el suelo propinando sendos puñetazos y patadas a sus colegas, cualesquiera que fueran sus opiniones sobre otras materias. No quedó registrada ninguna intervención; en verdad, nadie pudo hacer uso de la palabra. En resumen, la conferencia no se celebró, pero al comenzar la tercera jornada del programa no había un solo ponente completamente ileso, por lo que la Unesco, para evitar que: la cosa fuera a mayores, decidió retirar la palabra fenotipo, no sólo del orden del día, sino del lenguaje científico en general.

Por aquel tiempo España era miembro de pleno derecho de la Unesco y pagaba su cuota con escrupulosidad. Pero algo sospechoso debieron ver los gobernantes de entonces en la conferencia de Moscú y renunciaron a enviar no ya un delegado sino ni siquiera un observador, tal vez por temor a que regresara seriamente lesionado en un momento en que aquellos que sabían lo que era un fenotipo se podían contar con los dedos de una mano y no era cuestión, por una fruslería, de mermar la capacidad del país para exportar sus pocos cerebros. Por consiguiente, España no se enteró de la liquidación del fenotipo; tampoco le interesaba, ciertamente. Eran los tiempos del desarrollo y el turismo comenzaba a entrar en masa; los caracteres perceptibles y diferenciales eran demasiado rentables como para renunciar a ellos tan sólo porque así lo hubiera decidido una conferencia de la Unesco que ni siquiera llegó a celebrarse.

Bien podía el feriotipo acogerse a la hospitalidad española, al igual que otros caracteres desacreditados por la historia, la política o la ciencia, huéspedes en general menos incómodos que lo que el mundo suponía y que no acarreaban grandes cargas a la economía patria; incluso en ocasiones la socorrían. Con el fenotipo en casa el castellano podía seguir siendo austero y receloso, avaro el catalán, rudo el vasco y sentencioso el andaluz. No había por qué prohibir la alpargata en Valencia, la boina en el País Vasco o la faja en Aragón. En tanto no fuera recibida y acatada la orden emanada de la ciencia internacional, tales prendas seguirían siendo legales, como lo son todavía hoy, a pesar de los esfuerzos de sendas consejerías de las comunidades autónomas por recabar del Gobierno central ese edicto de prohibición que ellas mismas, por respeto a sus tradiciones, no pueden promulgar. En Andalucía, me han asegurado, odian el gazpacho tanto como en Galicia el pote y en Cataluña la butifarra. Pero no pueden, realmente no pueden, suprimirlos. Eso sólo lo puede hacer Madrid, y Madrid no se decide a, dar ese paso. Muchos lo entienden como una provocación y, sin llegar a eso, lo cierto es que tanta contumacia sólo se puede explicar por el afán de conservar los últimos residuos del poder central, poco menos que limitado al control de semejantes anacronismos. Una persona allegada a las altas esferas encomiaba, hace pocos días, los esfuerzos de la Moncloa por devolver a las autonomías el gusto por sus propias tradiciones. Pero la apuesta por la modernidad exige algo más que sacrificios y nadie quiere oír hablar del traje regional. Los más exaltados están decididos a imponer sus tradiciones en Madrid, incluso por la violencia, para al tiempo qué desprenderse de ellas hacer saber al mundo la razón de su lucha.

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