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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Del mutismo parlamentario y otras amenazas

EL HECHO de que más de la mitad de los parlamentarios que ayer concurrieron a la constitución de las nuevas Cortes sean de nueva planta podría sugerir la falsa impresión de que se ha abierto un período de renovación de la clase política. Nada más lejos de la realidad, al menos hasta el momento, y bien quisiéramos que los hechos desmintieran esto que decimos. Los jefes y portavoces de los grupos, casi con la única excepción de Gerardo Iglesias en Izquierda Unida, siguen siendo los que eran: el poder de los partidos no ha pasado de manos y las cúpulas dirigentes de los mismos continúan controlando los destinos de la vida parlamentaria a través, primero, de una ley electoral que les permite diseñar con comodidad y de antemano la composición fisica -con nombre y apellidos- de su representación, y después, de un reglamento del Congreso que impide que sucedan más sorpresas de las debidas.Si la mayoría socialista quisiera, en efecto, ser fiel al compromiso constitucional de realizar una democracia avanzada debería ponerse como asignatura inmediata, para esta legislatura, la vitalización parlamentaria mediante la devolución de un prestigio, que sólo ocasionalmente tuvo, al hemiciclo de los diputados y la transformación del Senado en una verdadera Cámara de las autonomías (teniendo como única otra alternativa su desaparición).

Pese al horrible atentado cometido por ETA 24 horas antes de la apertura de las Cortes, bien puede decirse que esta legislatura se ha abierto bajo el símbolo de la normalidad política. Éste es el mensaje fundamental que Felipe González ha predicado durante la campaña electoral reciente, y ésta, la esperanza razonable de muchos de quienes les votaron. El peligro de confundir estabilidad con estancamiento es, sin embargo, grande, y siendo el parlamentarismo uno de los pilares de este régimen, difícilmente puede opinarse que se contribuya a darle solidez mientras se perpetúen sistemas y actitudes tendentes a privar de poder al Parlamento.

En pura teoría, y de acuerdo con lo que la Constitución establece, misión esencial de las Cortes es tanto la redacción de leyes como el control de la acción del Gobierno. Sin embargo, a través del juego de las listas electorales y de la férrea disciplina que se viene ejerciendo sobre los integrantes de cada grupo, no es la mayoría socialista la que controla y de la que emana el Gabinete de Felipe González. Muy al contrario, es el Gobierno y su aparato, junto con el aparato del propio partido, quienes controlan a la mayoría socialista, y desde ahí, al Parlamento entero. En esa actitud, el partido de la mayoría se ha beneficiado de la complicidad de los grupos minoritarios, más interesados en garantizar el control interno de sus propias formaciones que de otorgar a diputados y senadores un protagonismo y una participación real en la vida política.

En efecto, muchos de los que estrenaron ayer su escafío con nada oculta ilusión no tardarán en decepcionarse ante el conocimiento palmario de algo que resultaba ya obvio: en este país, entre los derechos inherentes a la capacidad de parlamentario no existe el de parlamentar. Aunque se dirá que la participación de los diputados en las comisiones equilibra su mutismo obligado en los plenos, esto no es, ni mucho menos, verdad. El foro político por excelencia de un país son las sesiones plenarias de su Parlamento o Congreso, y éste es un lugar hoy por hoy destinado exclusivamente a una cúpula de elegidos que se comportan con una monomanía endogámica.

Para que el Parlamento recupere -o inaugure- la vitalidad perdida es necesaria una revisión de sus leyes y normas de funcionamiento, que sólo puede abordarse si existe voluntad política por parte de los socialistas. No hay a la vista ningún síntoma de que esto sea así. Durante la pasada legislatura, el PSOE sacó provecho de lo holgado de su mayoría parlamentaria hasta el punto de decidir unilateralmente el nombramiento de un líder de la oposicion, con prerrogativas y facilidades presupuestarias excepcionales. Consiguió de esa forma proyectar la sombra peculiar de que Manuel Fraga era la única alternativa existente al poder monolítico del Gobierno, y Fraga se lucró por su parte, ampliamente, de ello. Tanto como se ha perjudicado el mapa político español. La Constitución proclama "criterios de representación proporcional" para las elecciones a Cortes. Las correcciones establecidas por la opción -también constitucional- de que sea la provincia la circunscripción electoral, por el sistema de listas cerradas y bloqueadas y por la ley de D'Hondt, han llevado, por ejemplo, a que más del 9% del voto popular para el Centro Democrático y Social, de Suárez, a la hora de convertirse en escaños, se convierta en menos del 6% de representación en el Congreso. Mientras, el 44% del voto popular al PSOE se traduce en casi el 55% de representación parlamentaria. Mal puede quejarse Suárez de esto, pues es fruto de un sistema en gran parte ideado e impulsado por él al socaire de la fortaleza que un día tuviera la Unión de Centro Democrático. Pero los socialistas, que reclamaron hasta la saciedad un sistema proporcional al principio de la transición, deberían demostrar que sus ideas no cambian necesariamente por el hecho de que ahora estén en el poder. En cualquier caso, y después de la fuga del Partido Demócrata Popular, de Alzaga, Fraga no dirigemás allá de la mitad de la oposición, y dificilmente puede admitirse que se le considere como jefe de toda ésta. Todo truco tiene su límite.

Lo que estamos planteando no es un problema de estrategias políticas, sino de coherencia moral con el proceso democrático. Si los socialistas no aprovechan este segundo turrío de mayoría absoluta para fortalecer el crédito del sistema y la confianza de los electores en los mecanismos de la Monarquía parlamentaria, quizá logren afianzar un tiempo más su poder, pero el precio puede ser el desistimiento de muchos ante el régimen que ha devuelto las libertades a este país. Cosa que un Parlamento como es debido ha de estar siempre en disposición de evitar.

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