Sobre leyes, códigos, varas y desertización
En un reciente punto y aparte, el director general de Protección Civil habló acerca de los incendios forestales en España, comentando circunstancias sobre las competencias que en torno al asunto existen. Al final, muy moderadamente, él y el presentador hablaron de las causas, no ya de los efectos. Y las causas, lo sabemos desde hace ya muchos años, son debidas más al comportamiento incivil de las gentes que a los agentes naturales. Si el ritmo de desertización es como se viene presentando, con incremento geométrico y porvenir pavoroso, parece que no es hora de andar con moderación, sino, al contrario, con firmeza, sacando la vara de medir costillas. La ancestral falta de civismo del español, que data de siglos; su desprecio a la naturaleza y a los animales, esa malformación que lejos de enmendarse se acentúa, es la principal causa de que España llegue a ser un desierto a finales de Siglo.Quienes en el año 2000 y algo supervivan en cavernas recordarán que hubo en España una rica maraña de magníficas leyes pensadas por sesudos legisladores, que hubo jueces sapientísimos, abogados de talla, que muchos eran excelentísimos, ilustrísimos, usías.
Notarán cómo quemar un árbol, un bosque, estaba muy bien tipificado en el código, con su sanción correspondiente. Y se preguntarán: ¿cómo estando todo previsto se llegó a tan catastrófico resultado? Nadie estará allí para explicarles que a tan magníficas leyes, sobre el papel, se puso el hacer de abogados rábulas, atentos a la letra, que no al espíritu, que pensando en opíparas minutas y en lograr fama, hicieron lo indecible por presentar como ángeles a sus perversos defendidos. Nadie les podrá comentar cómo la rapiña, la avaricia, la ineducación, hicieron arder bosques para vender barata la madera medio quemada, para aprovechar la tierra calcinada y construir chalets, para eliminar vegetación tal vez poco adecuada. Nadie les diría cómo se consiguió un beneficio inmediato sin prever un porvenir negro. Nadie les diría cómo un buen número de imbéciles quemó por quemar, por divertirse, o tiró la colilla del modo displicente que aprendieron en el cine.
Pero aunque, de algún modo, llegaron a notar que las leyes no se aplicaron porque, aun constando a muchos letrados la criminalidad de sus defendidos, se esforzaron en demostrar que las pruebas definitivas casi nunca pueden aportarse, los trogloditas supervivientes se preguntarían cómo ante una situación de caos no se arbitraron medidas excepcionales dejando a un lado leyes que sólo valían para llenar páginas del código, empezando por enseñar urbanidad en los colegios; cómo no se rompieron las costillas al incendiario para que una próxima vez, si tal vez llegaba, lo pensara y sirviera de aviso a otros imbéciles.
Por qué no se habló enérgica y contundentemente, a través de los medios de difusión, anunciando drásticas medidas y castigos inmediatos, dejando a un lado leyes, capítulos y apartados ñoños y balbuceantes e inservibles.
Hace ya muchos años, Joaquín Costa, Olavide, Ramón y Cajal, recientemente ecologistas y agrónomos, han hablado del tema. Es igual. Ni la gente lee, ni quien puede hacer, hace. Llegará el desierto.-
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