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Bufones

Enanos, mujeres barbudas, niños monstruosamente gordos. Han vuelto los bufones de la corte de Madrid. Se hallan en el Museo del Prado y en él nos miran, no sabemos si con dolor o con turbia ironía. Algunos siempre estuvieron en la Corte, otros en Toledo y en Palacios lejanos.Hace tiempo que un doctor, don José María Bausá, sometió a algunos de estos seres anormales a lo que hoy, siguiendo la moda, llamaríamos un chequeo médico. Escribió un libro titulado, La medicina en el Museo del Prado, dedicado precisamente a aquellos otros médicos alejados de la capital y que por ello no conocían tales cuadros de cerca. Añadía a todo esto que habiendo muchos médicos artistas, gozarían leyendo su libro, tanto como él cuando lo escribió. En su estudio apuntó enfermedades, síntomas y dolencias, incluyendo un capítulo dedicado nada menos que a la endocrinología.

Bausá considera a la mayor parte de los bufones enfermos endocrinos, y los divide en tres grupos. En el primero incluye a El Primo, Don Sebastián de Morra, Maribarbola, casi vegetal, y el enano que Veronés pinta a su vez en otro de sus cuadros. El Primo y Don Sebastián de Morra sólo tienen normales sus troncos y cabezas. Mientras que El Primo parece un hidalgo venido a menos que nos mira con melancolía, Don Sebastián de Morra esconde sus dedos gruesos como sus manos. El segundo grupo está compuesto por Nicolasito Percusato, más niño que enano, que hostiga con el pie al perro en Las Meninas. Su majestad el rey protegía a su vez a Soplillo y a don Antonio el Inglés, aunque éste no fuera propiamente un enano.

Nicolasito y Soplillo, a pesar de su pequeña estatura, tienen debidas proporciones y vello escaso, y bien podrían ser hermanos a pesar de parecer tan diferentes. Pertusato podría pasar por normal y hasta elegante. Soplillo, en cambio, aparece de la mano de su señor como un muñeco pálido. De poco le sirve su elegante traje ni su gola de encaje que parece digna de un rey.

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Del tercer grupo son protagonistas el bufón Calabacillas, bobo de Coria, conocido de todos, y El Niño de Vallecas, de los que dice que son simplemente idiotas. En el bobo por lo menos hay como una sonrisa irónica más allá de sus ojos pequeños y sus pómulos anchos; en el Niño de Vallecas, en cambio, ni eso siquiera: no hay en él ni una señal de inteligencia.

Muchos pequeños monstruos deambulaban por los pasillos de palacio; niñas que a los seis años pesaban cinco arrobas, jóvenes barbudas, gigantes catalanes, todo un conjunto de obesos que acababan siendo célebres. Colocados por un capricho del destino en el meollo de la Corte y apartados a la vez por sus aspectos y por su condición social, es fácil adivinar qué ideas pasarían por sus cabezas, si eran normales como parecen en sus retratos. Este vivir y no vivir, este morir a medias entre amigos y enemigos, debía afilar sus lenguas en contra de los otros ante los que acababan por resultar favorecidos. Por ello alguno, tras de intervenir en las obras teatrales de la Corte, se jactaba de ser el único hombre que en ellas había actuado. A todos ellos añadía Bausá otros bufones extranjeros como Liberty, organista de la catedral de Amberes pintado por Van Dyck, de gesto equívoco, manos femeninas y rostro rosado.

Pero no siempre fueron gente poco importante estos seres en su mayoría anormales; también los hay como el temido marqués de Aytona, virrey de Cataluña, con su barriga enorme, a pesar de ser joven. Unas veces rezan como en los trípticos de Quintín Massis, otras nos traen a la memoria la buena salud del conde Palatino, o alguno aparece disfrazado de Baco para ser, retratado por Poussin.

Sancho el Craso, que pintó Alonso Cano, fue sometido a una cura de adelgazamiento por médicos árabes que al parecer le hicieron recuperar la línea, tal como diríamos hoy, y también la corona, como cualquier millonario de los que van a clínicas especializadas a hacerse operar.

Gran acierto el del doctor Bausá con su trabajo. De llevarlo a cabo en otro tipo de museo el resultado hubiera sido distinto, mas escogió cuadros de los que antes se llamaban de figuras, pues aunque los paisajes, según dicen, pueden vivir, comúnmente suelen incluirse en la categoría de los que ni sienten ni padecen. Colocados por un capricho del destino en la capital frente a los visitantes, quizá hoy se goce más con una profesión en la que monarcas, bufones y validos se dan la mano en los cuadros de Velázquez. Él, que era un hombre frío y distante, los retrató y les hizo dos favores: tratarlos con arte y a la vez con corazón.

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