El destino manifiesto de Estados Unidos
La creación de la idea de los Estados Unidos se produjo durante el siglo XIX.. Esa idea motriz ha sido válida para la gran potencia americana durante todo el siglo XX, y aunque en las últimas décadas han surgido poderosos elementos de revisión y crisis, la gran pugna del presidente Reagan en su segundo mandato es la de demostrar que esa creación sigue en pie. Esa es la esencia del enfrentamiento sobre Nicaragua, el gran test histórico para un presidente que encarna como ninguno una cierta idea de su país.En 1823 el presidente James Monroe hacía su famosa declaración "América para los americanos", aunque con un alcance muy distinto al que la realidad imperial de Washington da hoy a sus palabras. Para Monroe su declaración era más una teoría que una realidad. En 1812 se había ganado una modesta segunda, versión de la guerra civil contra los casacas rojas, pero la invasión de Canadá había fracasado, los ingleses habían incendiado Washington, y sólo la terca fortuna del general Andrew Jackson había salvado Nueva Orleans asediada. Era una victoria defensiva, y la marina británica, la mejor garantía del orden en los mares tras la derrota española en la América sublevada. Esa pantalla oceánica. permitía a Estados Unidos comenzar a organizar su mundo en relativa seguridad contra una eventual ofensiva de la Europa aconchabada en aquella ONU de las monarquías que fue la Santa Alianza.
En 1845 se acuñaba una proclama que haría fortuna: el Manifest Destiny. Texas se había independizado de México y crecían las fuerzas que reclamaban la integración del nuevo territorio en el Estado que galopaba hacía el Oeste.
Eran los tiempos de la Homestead Act, la ley para la apropiación de la frontera, y de la primera definición espacial de un mundo por llenar.
En el último tercio del siglo pasado el almirante Mahan completaría esa formulación con su obra Sea Power in History, que daría una nueva interpretación a la idea de los límites fronterizos. La garantía de que se pudiera llenar ese mundo y organizar ese espacio pasaba por el dominio de los mares circundantes. La ocupación de Puerto Rico, Filipinas, Hawai y el protectorado sobre Cuba completaban en la vuelta del siglo esa estrategia de defensa adelantada perfectamente compatible con otro concepto secular; el de la Fortress America. América como bastión, como mundo autorregulado que se diferenciaba de Europa en la medida en que esos mares y sus vigías insulares hacían de cordón sanitario entre el corrupto orden europeo y la esperanza democrática del nuevo continente.
Esa propuesta de imperialismo americano no puede, por ello, confundirse con el reparto del mundo a la europea. Estados Unidos no quiere intervenir en el despedazamiento de China, contempla con satisfecha superioridad moral la rebatiña por Africa, y por expeditiva que sea su intervención en el Caribe, no busca colonias sino ilusorias réplicas a escala de sí mismo. Es como lo que dijo Trias Fargas del centralismo español: "Los castellanos nos quieren tanto que pretenden que seamos como ellos".
El imperialismo americano es ambivalente, agresivo dentro de un espacio y separador fuera del mismo, más que aislacionista. La idea que concibió de sí Estados Unidos no es nunca reclusiva porque necesita de la libertad de los mares para edificar su imponente potencia económica. Por eso, la noción de colonia en cuanto implica espacios cerrados, monopolios, tratos preferenciales, le repugna porque perjudica la gran ósmosis comercial de los océanos. Y era inexorable que, cuando las tensiones del mundo antiguo arrastraran a Estados Unidos a intervenir en las dos grandes guerras, el Manifest Destiny amparara también la parte de la vieja Europa que quedaba del lado de acá ele la dimisión del mundo en 1945, cien años después de que se proclamara el gran Destino Manifiesto.
La teoría fundacional sufrió un rudo golpe con la victoria de la insurrección cubana en 1959. La reacción de Washington ante lo que inicialmente parecía un experimento sin bautismo ideológico preciso, fue reforzar la identidad del enemigo declarando apestado al régimen castrista. El bloqueo económico y diplomático abortó la posibilidad de una Cuba no alineada, como ahora se trata de impedir una elección matizada para el futuro de Nicaragua. El Manifest Destiny sólo puede hacerse visible en la plena luz o la absoluta oscuridad. Pero la crisis de los missiles en 1962 tuvo la virtud de remendar el orgullo americano, haciendo retroceder el gesto amenazador de la Unión Soviética. Desde entonces y hasta la presidencia Reagan se había venido produciendo una cierta estabilización del absceso cubano que, como hecho insular, dejaba a salvo la integridad atlántica del continente.
La derrota norteamericana en la guerra de Vietnam, con la entrada de los comunistas en Saigón en 1975, fue otro shock para la teoría fundacional, pero un inteligente revisionismo podía argumentar que una remota península del Sureste Asiático nunca sería un dominó esencial para el destino americano. La debacle se habría producido, por tanto, en un raid a extramuros del área, de influencia natural, y bastaba entonces redefinir los límites dentro de los cuales no podía haber error sobre las poderosas manifestaciones del destino.
El presidente Reagan es un fundamentalista que necesita preservar en su integridad lo que entiende como mandato histórico. Y para ello lo que hace es revisarlo en un salto atrás que niegue todas las brechas que en la idea han abierto los acontecimientos de siglo y medio. La actitud del presidente norteamericano es comparable a la de Felipe II hace 400 años al recibir la herencia del césar Carlos. Pedir al monarca español que abandonara los Países Bajos habría sido sugerir que renunciara al destino manifiesto de la monarquía universal. Pretender que Reagan aceptara el establecimiento de un vecino marxista-sandinista sería, igualmente, destruir su idea del mundo.
Es evidente, sin embargo, que, a la vuelta de más de diez años, Vietnam no ha sido el Flandes del imperio americano, sino que, al contrario, el levantamiento de la hipoteca vietnamita ha dejado las manos libres a Estados Unidos para crearle a la Unión Soviética parecidos problemas a los experimentados en la jungla asiática. Así, durante la presidencia Reagan se ha producido una inversión de los términos que hoy convierte a Estados Unidos en promotor de diversas guerrillas -Angola, Afganistán, Cariiboya, Nicaragua- que hostigan a regímenes clientes o cercanos a Moscú; la histórica fórmula del containment, tan adecuada para una potencia que siente llegada la hora de la digestión, ha dado paso a otra receta que apunta a la recuperación de lo que en el último cuarto de siglo han sido avances soviéticos en el mundo descolonizado. En esa nueva actitud se encierran a la vez un fundamentalismo y un revisionismo encarnados en la presidencia Reagan; fundamentalismo para invocar un destino histórico en el mantenimiento de las fronteras interiores, lo que incluye toda la América continental y, con diferentes grados de autonomía, la Europa aliada; y revisionismo para sostener una defensa activa de los límites exteriores, en áreas del Tercer Mundo.
En nombre, por tanto, de un fundamentalismo que aspira a preservar la vigencia del destino manifiesto, el presidente norteamericano practica un revisionismo agresivo: liquidación de los acuerdos SALT II con Moscú, investigación para la hipotética guerra de las galaxias, amenazas de guerra comercial con los socios europeos, operaciones contra Libia, invasión de Granada, y el apoyo a una internacional guerrillera de la derecha allí donde haya un Gobierno prosoviético en dificultades.
Reagan está especialmente equipado para encarnar ese revisionismo porque su personalidad presidencial conecta de manera casi mágica con la idea abstracta de América. A diferencia de presidentes que le antecedieron como Kennedy, Johnson, Nixon y Carter con una fuerte identidad regional (Nueva Inglaterra, Texas, California y Georgia, respectivamente), Reagan, que nació en una pequeña localidad de Illinois, quizá por su profesión de actor que borró sus raíces aparentes convirtiéndole en un galán de todas partes, es un tipo mitológico. No habría sido posible imitar mejor a un presidente, parecerlo más de lo que lo parece Reagan, razón por la cual es diferente a todos los anteriores, que antes de ser presidentes habían sido fuertemente sí mismos y, por tanto, no podían convertirse tan plenamente en presidentes.
Esa característica puede explicar su fenomenal capacidad para la comunicación con el electorado, ese dominio del gesto que es una taquigrafía política porque alude en vez de nombrar, representa o evoca en lugar de deletrear. Sólo eso justifica el sobrenombre que ha recibido de presidente teflón, aquel sobre el que los desastres, desde la matanza de marines en Líbano, a los escándalos en que se han visto envueltos algunos de sus colaboradores, pasan sin dejar huella.
El gran test, pese a ello, no puede darse por concluido; la gran incógnita es la de si el revisionismo de un presidente dotado de una capacidad taumatúrgica excepcional puede arrastrar al país a su visión de un destino inmaculado, por el que no hayan pasado Cuba, Vietnam, ni hoy Nicaragua. El hecho de que la política exterior de Reagan recurra por ahora al sucedáneo de la ayuda a la contra para someter al sandinismo, demuestra que ni siquiera el Gran Comunicador cree ilimitado su poder. Ante la previsible obstinación de Managua en no dejarse derrocar por una fuerza mercenaria, el gran momento debería llegar después de las elecciones al Congreso en noviembre próximo y, antes del fin de su presidencia en idéntico mes de 1988; apenas dos años, o bastante menos si pensamos que nadie se lanzaría a rehacer la historia en la expiración de su mandato. Con todo, Ronald Reagan sabe, o quizá mejor, siente que un imperio en el que se hubiera consolidado la cabeza de puente sandinista obedecería en lo sucesivo a un destino no tan claramente manifiesto.
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