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Lo malo de Euskadi

Fernando Savater

Hace pocos días asistí a una sesión de nuevo cine vasco en una sala pública de Donostia, compuesta por tres documentales de la serie Ikuska y un largometraje de Alfonso Ungría, todo ello -como es natural- en euskera con subtitulación castellana.No pretendo juzgar la calidad cinematográfica de los productos exhibidos, para lo que carezco de competencia, aunque me congratulo de que el nivel técnico del cine: de mi tierra, alcance una dignidad y eficacia. indudables. Sin embargo, sobre el planteamiento digamos ideológico de esas películaS ya me tienta hacer alguna glosa, ya. Y como nuestro tío a nous tous Oscar Wilde enseñó que la única forma jubilosa de vencer una tentación es ceder a ella, voy a poner manos a la obra.

De los tres documentales del comienzo, uno versó sobre el bombardeo de Guernica, con entrevistas a los supervivientes, superposición de estruendo explosivo y aviones lanzando su mortífera carga, rematado por el justificado corolario de "nunca lo olvidaremos". En efecto, ojalá nunca se olvide la legítima repugnancia que despierta en todo pecho bien nacido la utilización de explosivos contra objetivos civiles, sobre todo con la infame coartada de dar una lección o imponer un escarmiento. Otro de los cortos presenta a un arrantzale de Donibane deambulando con su barquita por la costa y rememorando el pasado pesquero de la zona frente a playas llenas de turistas en biquini y patines acuáticos a pedales. La nimia anécdota se plantea no ya de modo acrítico, sino con una autocomplacencia beatífica, como si se tratara del testimonio antropológico sobre una tribu perdida en algún edén remoto y no de un duro y conflictivo oficio contemporáneo cuyos aspectos superficialmente anecdóticos son ya conocidos por cualquiera de los espectadores a los que se dirige el documental. El tercero fue un intento de presentar la condición de la mujer en Euskal Herría antes y ahora, simbolizada sucesivamente por una señora anciana, una mujer madura y una jovencita.

La tesis parece ser que la mujer vasca ha perdido su independencia porque ya no administra el dinero familiar como antaño -vamos, que los independizados son ahora los varones-, pero a cambio puede ya hacer oficios modernos (verbigracia: enfermera). La puerilidad sociológica de este repaso a la etxekoandre fuerte de la Biblia desarma el morbo crítico de la lengua más afilada.

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El largometraje de Ungría, protagonizado por Patxi Bisquert, se basa en el buen relato Ehun metro (Cien metros), de Ramón Saizarbitoria. Narra los últimos momentos de un militante de ETA muerto por la policía en plena parte vieja de Donostia. Algunos flash-backs refieren una tenue historia amorosa que une postreramente el destino de dos hombres muy distintos. Se aplica, como suele ser habitual en este cine, el más riguroso esquematismo: el mundo se divide en policías y etarras (con la injerencia ocasional de señoritas que piensan en lo infinito, a partir del vértigo de estampas autorreferenciales tipo los pendientes de La vâche qui rit), tal como a los ocho años todos somos indios o vaqueros. Es un mundo ahistórico en el que cuanto tenía que pasar -el fin del ruralismo paradisiaco, la llegada del mal procedente de Madrid- ya ha sucedido, y ahora sólo queda resistir a tiros y cantar todos juntos el día de la fiesta mayor.

Como en las edificantes historias de los primeros cristianos, los buenos son puros y combativos, mártires vocacionales, mientras que los tibios acaban aceptando el ejemplo de las catacumbas y los malvados procónsules chirrían los dientes y sirven a César. Ni siquiera se trata de propaganda: es, sencillamente, que hay que ser majo y que más vale no molestar a nadie ni turbar los dogmas de la leyenda dorada.

Lo malo de Euskadi no es el nacionalismo, enfermedad, por otra parte, demasiado común y que un partido de fútbol puede encender en una noche con todo su vandalismo racista, como ocurrió en Melilla. Lo malo de Euskadi es el abismal conservadurismo político, cultural y social de este paisanaje con fama subversiva, el beato conformismo con que acepta la versión oficial -es decir, antiestatal- de sí mismo. Toda vez que uno es ferozmente enemigo de lo que viene de fuera -"que se vayan, fastídiales, dáles con tu voto o con tu bota", etcétera-, ya puede ser plenamente conservador de lo nuestro, lo mismo que hay países de audaz política exterior progresista y sumamente represivos en su gestión interna. Tierra de herejes contra esa sagrada unidad de España que tanto preocupa a quienes no pueden remediar haber sido educados en campamentos juveniles de la OJE; lo grave es que en ella no hay herejes contra la sagrada identidad de Euskadi, sus pompas y sus obras. Quiero decir, herejes de izquierda, cuestionadores de lo mayoritario: los bertsolaris más aplaudidos hablan de armas, muertos y revolución en los tonos más complacientemente apocalípticos, pero ninguno se atreve a ser el escandaloso Rimbaud del público adicto que le jalea y apuesta por él... En su cine, igualmente, será vano -salvo atisbos valiosos, como en La muerte de Mikel- buscar cualquier autocrítica del nosotros: todo es echar culpas fuera, como hacen con los balones los equipos a la, defensiva.

Sin embargo, este mal no es algo que se cura con entierros disueltos a cañonazos, ni con nadadores esposados en los ríos, ni con oportunos atentados de espontáneos demasiado parecidos a funcionarios asilvestrados. En cambio, quizá el crecimiento electoral de Herri Batasuna, que tanto alarma a algunos, sea de lo más positivo: cuanto mayor peso civil y político tenga esta coalición abertzale, menos tendrá que limitarse a servir de oficina de relaciones públicas de ETA.

Como cualquier otra instancia militar autónoma, ETA es esencialmente reaccionaria, es decir, necesita dar a entender que hay una dictadura militar oficiosa en el Estado español para así justificar su propia oferta de una dictadura militar revolucionaria en Euskadi. Por tanto, se empeña en no aceptar otro interlocutor que el Ejército español, y Herri Batasuna, hasta ahora, no ha tenido otra opción que seguir repitiendo esta oferta de diálogo cuartelario. ¿Habrá llegado ahora su momento, gracias a los votos -es decir, a la aceptación del juego civil-, de poder independizarse un poco de su mecenas militar? Si la ocasión se brinda sería demasiado torpe por parte de las otras fuerzas políticas del Estado negarse a aceptar el reto. Ya es hora de que el conservadurismo establecido -que es lo malo de Euskadi, como lo ha sido durante tanto tiempo del resto de nuestro conjunto estatal- empiece a resquebrajarse por algún lado..., aunque sólo sea para que mejoren nuestras perspectivas cinematográficas.

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