La traición de Jane
Los actores comparten con los políticos una dosis de legítimo narcisismo y de compulsión exhibicionista, imprescindibles para su actuación profesional en público. Actuar en un mitin, bajo la luz de los proyectores, no es muy distinto a actuar en una pista de circo o en un escenario. Freud ya escribió lo que tenía que explicar sobre el narcisismo, salvo que el nombre griego de Narciso viene de narcosis, origen etimológico que arroja nueva luz sobre la patología egolátrica.Escribo estas notas, en la era de Ronald Reagan, tras el triunfo electoral de Clint Eastwood, convertido por abrumadora mayoría en alcalde de la localidad californiana de Carmel, y ante la noticia de que Robert Redford va a presentarse a las elecciones para gobernador del Estado de Colorado. En realidad, el tema no es nuevo, y los cinéfilos de buena memoria recordarán que la dulce Shirley Temple, quien anticipó en la pantalla los fantasmas eróticos que emergerían a la luz pública con la Lolita de Nabokov, fue designada embajadora ante la ONU en 1969. Las conexiones entre Hollywood y Washington no son cosa de hoy, y habría que recordar que un hermano del presidente McKinley, Abner McKinley, fue ya accionista en 1897 de la American Mutoscope Company, una de las primerísimas productoras cinematográficas norteamericanas. Y luego, ya es sabido, Hollywood sirvió a las consignas, primero pacifistas y luego belicistas, del presidente Wilson, al New Deal de Roosevelt, a la cruzada antinazi, al macartismo y a la guerra fría que todavía dura, como se empeñan en recordarnos títulos como Amanecer rojo, Rambo, Rocky IV y Noches de sol.
También los asuntos políticos españoles han interesado ocasionalmente al cine americano, a comenzar por aquella inefable cinta titulada Tearing down the Spanish flag, rodada en el alba de la guerra hispano-yanqui. Durante nuestra guerra civil, que este año se rememora en su aniversario, la intelligentsia norteamericana produjo The Spanish earth (1937), de Joris Ivens y con guión y texto de Hemingway, mientras la industria de Holliwood sólo produjo una película favorable a la causa republicana: Blockade (1938), de William Dieterle. La interpretó Heriry Fonda, en el papel de un pastor que se convierte en oficial al servicio del Gobierno legítimo, y Madelleine Carroll, hija de un bellaco traficante de armas y que al final se redime convirtiéndose a la causa política justa. Es una película que ha envejecido mal, pero es todo lo que podía dar de sí el cine. comercial de Hollywood en esa época.
Traigo a colación la imagen de Henry Fonda, que en el plano final de Blockade mira a la cámara para lanzar al público un emocionado alegato humanitario contra la agresión fascista, para evocar un episodio que viví en Hollywood, en septiembre de 1975, en las postrimerías del franquismo. Funcionaba en esa época en Los Ángeles un Comité para una España Democrática, que estaba integrado por veteranos combatientes de la Brigada Lincoln y por universitarios es-
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pañoles que residíamos en California. En vísperas de los últimos fusilamientos del régimen, decidimos organizar un acto de protesta en el Club de Prensa de Los Ángeles, con la asistencia de varias conocidas estrellas de cine. Nos repartimos el trabajo de avisarlas y algunas se portaron muy bien, como Richard Dreyfuss, quien asistió al acto a pesar de sus temores por eventuales represalias contra su hermana, que vivía en Madrid, casada con un español. A mí me tocó llamar a Jane Fonda, y así lo hice. Pronto pude darme cuenta de que la combativa Jane se mostraba suspicaz ante la idea de asistir a un mitin antifranquista y decidió dar largas al asunto. Empecé a llamarla cada dos días, pidiéndole una respuesta definitiva acerca de su asistencia al acto, en el que estarían presentes las emisoras de televisión y de radio de la zona. En una de esas llamadas, en la que Jane no estaba en casa, hablé con su simpática secretaria y le manifesté sin ambages mi sorpresa por las vacilaciones de Jane Fonda, cuya posición política era notoria, en asistir a un acto público antifranquista. Mary respondió, más o menos, lo siguiente: "Verá usted, señor Gubern, el marido de Jane, Tom Hayden, se presenta a las próximas elecciones de senador por el Estado de California, y no está segura de si su presencia en este mitin puede favorecer o perjudicar su imagen pública". Estupefacto, no pude reprimir verbalizar mi pensamiento: "Creía que la señora Fonda era feminista". "Lo es", me replicó, "pero tenga usted en cuenta que es una mujer casada y tiene que atender también a los intereses de su marido".
Esta historia acabó en la víspera del mitin, cuando a medianoche recibí en mi casa una llamada del propio Tom Hayden. Con voz ejecutiva me hizo saber que había estado discutiendo el asunto con su esposa y habían llegado a la conclusión de que lo más pertinente en aquel caso era no acudir al mitin, pero enviar en cambio un telegrama de adhesión firmado por ambos. El telegrama llegó, pero los miembros del comité decidimos no leerlo públicamente.
Recuerdo ahora este episodio, sin ningún rencor, solamente para hacer evidentes una vez más las contradicciones internas que el profesionalismo político puede generar. Ronald Reagan ha sido coherente al pasar de ser un cowboy en la pantalla a ser un duro en la Casa Blanca. Jane Fonda ha hecho equilibrios al tratar de hacer compatible su progresismo público y su vida matrimonial. Y Robert Redford está a punto de saltar del papel de galán romántico en Kenia al de gobernador de Colorado. El star-system político es una caja de sorpresas.
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