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Tribuna
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El vacío de la escena

La cartelera no estimula. El teatro va desmayadamente hacia el final de la temporada sin ningún hallazgo, desasido de su tiempo y de su sociedad. Va tirando estos días de los títulos como puede, y algunos se le caen de las manos. Y, cuando se le han caído, busca otros inestables. [Para mañana, por ejemplo, se anuncia la reposición en el María Guerrero de Madrid de Madre coraje y sus hijos, la obra de Brecht en la versión de Buero Vallejo, bajo la dirección de Lluís Pasqual y con la interpretación de Rosa María Sardá. El jardín de los cerezos, de Chejov, se va de gira por España].No puede realmente decirse que esté inactivo; cerca de 200 hechos inventariables al año, solamente en Madrid, demuestran que hay un esfuerzo, y que una profesión denodada y numerosa hace un trabajo considerable para salir adelante. únicamente sucede que el esfuerzo parece hecho en la mala dirección, en el sentido contrario. Cuando se escuchan o se leen las quejas de las personas a las que les ha ido claramente mal su espectáculo, o el conjunto de espectáculos que han manipulado, se. llega a temer que no tenga arreglo. Hay más acusaciones que reflexiones, hay más protagonismos frustrados que una verdadera meditación sobre lo que está ocurriendo.

Lo que está ocurriendo es un equívoco bastante característico: el teatro es una emanación de la sociedad que lo contiene y lo produce, y nunca un fenómeno impuesto. A esta sociedad no la está escuchando nadie. Esta sociedad está como siempre, y puede que un poco más que siempre, fragmentada, partida en sectores. El cine o la televisión -el teatro más la técnica- pueden atender a fenómenos globales, y lo hacen. El teatro, salvo en muy raras ocasiones, tiene que dividirse en los mismos sectores que la sociedad; de la vanguardia al convencionalismo, de los modernos a los clásicos, de los jóvenes a los mayores. Sólo a través de esos sectores llega raras veces a la Universidad. Es un arte perecedero, que se deteriora mucho con los cambios de tiempo y de lugar.

Pero la forma de crear teatro, hoy, no divide a la sociedad en sectores reales, sino imaginarios. Imaginan sus creadores que hay grupos de público con necesidades, problemas, ansiedades o situaciones, y esto que imaginan no cuadra con la realidad. Muchas veces, esta imaginación se centra exclusivamente en el ensueño de los creadores, en su propia soledad, o en lo que los libros, las distancias, las prohibiciones, la envidia del extranjero, los estímulos personales, les hicieron pensar que era el teatro.

Muchos llegan con un grave retraso a hacer lo que quisieron hacer años atrás, y ya no tiene espacio. Han llegado a ser contemporáneos cuando se habían quedado antiguos. Hay jóvenes anticuados, y hay pocas cosas más tristes. Incluso mucho más tristes que el viejo remozado.

Algunas pruebas, algunas excepciones, se manifiestan de cuando en cuando. A veces, entre el entramado del preciosismo, de la espectacularidad, del sueño perdido, del dirigismo, de la imaginación de públicos que no existen, se cuela una obra que conecta. Parece entonces que un autor desmayado, que unos actores rutinarios o que un director marginado viven, brillan y aparecen llenos dé talento. Esta vivificación restallante que destaca del teatro de taxidermista que se va haciendo habitual, del panteón de hombres ilustres sobre el que se edifican mausoleos arquitectónicos en los teatros ricos, muestra que el hombre de teatro, sea cual sea su especialización de trabajo, multiplica su capacidad con la obra que conviene.

Pero no se aprende. La tozudez es ya muy larga, se ha enquistado en todos los mecanismos y en todos los sistemas de circuito teatral; se ha institucionalizado, se ha estabilizado. Ha creado unos conformismos con la piel de los que fueron inconformistas; ampara sus ambiciones y publica sus quejas, pero no les ayuda a reflexionar. Por eso la cartelera no estimula, por eso, va haciendo vivir lentamente una profesión, o haciéndola morir: ya no se aplauden más que los epitafios.

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