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Madres

Rosa Montero

Detrás de los niños desnutridos y desdeñados siempre hay una madre. Los casos aparecen en la prensa con progresión geométrica, cada vez más frecuentes, más horribles. Bebés rotos a golpes y abandonos, criaturas espectrales que lo único que conocen del vivir es la tortura. Víctimas mudas incapaces de explicar lo sucedido y cuyo sufrimiento sólo se adivina, como un vértigo, a través de las huellas del tormento o del vago testimonio de un vecino: meses de llantos desolados, gemidos que horadan las paredes, ruidos de golpes. Y niños descarnados, de cabezas inmensas, devorados por la soledad y los piojos, con la piel roída por metódicas llagas, por la brasa de un cigarro y por la infamia. Esa piel que hubiera debido ser de nata y oler a polvos de talco y caramelo. Resulta aterrador que en cuerpos tan breves pueda caber tamaño infierno.Pues bien, detrás de todo esto está siempre una madre. Es de las madres de quienes hablan acusadoramente los periódicos; es a las madres a quienes la policía busca y detiene; son las madres quienes se han hecho cargo de la vida y suplicio de sus niños. Es a ellas, en fin, a quienes pedimos cuentas del espanto. La sociedad sufre un espasmo de conciencia ante estos casos: nos brincan las entrañas brevemente. Pero después condenamos a la madre y olvidamos. Olvidamos que la atrocidad y la miseria empieza en ellas. Que todas arrastran tras de sí múltiples hijos que los diversos padres se han sacudido de encima sin problemas. Y que muchas de ellas, al ser descubiertas, han llorado y clamado por sus críos: así de hondo es el imperativo social que les obliga a ser por siempre madres, así de patológico y terrible es su destino.

No intento justificar sus actos: intento comprender lo que sucede. Desentrañar en qué podrida raíz de lo que somos se alimenta esta trastienda infanticida. Aquí estamos, castigando el aborto y hablando de la anticoncepción entre susurros, instalados en una sociedad paridora e hipócritamente ultracatólica, en un mundo sexista y cruel que hace de la maternidad un desatino. Aquí estamos, en fin, crucificando niños.

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