El toreo mágico de Ortega Cano
JOAQUÍN VIDAL, Torear es dominar al toro y si hay algo más, como el toreo mágico de Ortega Cano, eso ya será para nota. Ayer, los tres diestros cumplieron con el principio básico del toreo, y la verdad es que no lo tuvieron difícil, pues los toros salían de dulce. No es que carecieran de peligro, naturalmente. La lidia siempre lo tiene. El segundo, cuando se iba suelto del caballo, arrolló al banderillero El Millonario y lo volteó dramáticamente, infiriéndole dos cornadas.
La espectacularidad de la cogida, el torero inerme en el suelo cuando fueron a recogerlo las cuadrillas, produjeron una honda impresión. Pero la vida seguía, la fiesta seguía con ella, y el principio básico del toreo se iba a producir unos minutos después, en la faena de muleta del Niño de la Capea.
Ibán / Niño de la Capea, Ortega Cano, Carretero
Toros de Baltasar Ibán, bien presentados, encastados y nobles. Niño de la Capea: estocada (oreja); bajonazo descarado (aplausos y salida al tercio). Ortega Cano: estocada trasera (dos orejas y clamorosa vuelta al ruedo); pinchazo y otro hondo caído (aplausos y saludos). Salió a hombros, por la puerta grande, entre aclamaciones de "¡torero!". José Antonio Carretero, que tomó la alternativa: pinchazo hondo bajo (ovación con pitos y saluda), dos pinchazos y estocada corta (palmas). El banderillero El Millonario sufrió dos cornadas en un muslo, de 20 y 15 centímetros de trayectoria, respectivamente. Pronóstico grave. Plaza de Las Ventas, 22 de mayo. 13ª corrida de feria.
El toro era pastueño, y lo poco que tuviera para dominar rendía ante el oficio del Niño de la Capea, que le pegaba pases por donde le venía en gana. Podían ser derechazos, podían ser naturales, los de pecho respectivos, o el molinete, que el toro los aceptaba todos, cuantas veces quisiera el maestro.
Cómo eran esos pases, ya es cuestión distinta, a dilucidar ante los cánones de la tauromaquia. En realidad eran pases frenéticos, instrumentados a estilo ventolera, y el trapo lo mismo escapaba vertiginoso de las astas que se enredaba en ellas. Lo maravilloso es que gustó mucho esta trabajada y apresurada versión del toreo prehistórico, revivido por el Niño de la Capea con tanto ardor y tan depurada fidelidad a los usos y costumbres de aquella edad, que se ganó una oreja.
Llegó al turno siguiente Ortega Cano, revelé en qué consiste el toreo enriquecido con el arte después de su rusticidad primigenia, y causó una conmoción. Ortega Cano, primero a la verónica, después en la brega, por último en la faena de muleta, toreaba despacio. No toreaba con la lentitud de los perezosos, sino con el cadencioso ritmo de los que tienen el pulso bien templado para traducir en estética los sentimientos del alma. Se recreaba en las suertes y cuando cerraba en un círculo mágico el natural o el redondo, afianzando la hondura del muletazo, su persona y la fosca mole negra coronada de media luna componían una sola figura, que era el monumento al arte de torear.
La faena transcurrió bellísima, desde los ayudados por bajo, rodilla en tierra y larga la cargazón, adormeciendo en el temple la codiciosa casta del toro; técnicamente depurada, como en los pases de pecho, forzados según son -o deberían ser-, para vaciar ceñida y limpia, por delante, la embestida del natural que viene vencida; y emotiva. La emotividad iba creciente y cuando ligó una impresionante serie de ayudados por alto, la plaza se hizo un delirio aclamándole "¡torero, torero!".
El quinto toro se rompió una pata en el primer tercio y Ortega Cano hubo de estoquearlo sin dar ni un pase. Fue lamentable por muchas razones; entre otras, porque el toro tenía clase excepcional, y al diestro se le veía transfigurado, en plenitud de torería, resuelto a proclamar que es figura indiscutible de esta hora.
El temple, rasgo esencial de aquella faena inolvidable, también es fruto de la evolución del toreo. No existía tal como lo ejercitaban en las cavernas, según repitió el Niño de la Capea en el cuarto de la tarde. Al toro sumiso y apagado, el maestro le pegaba vigorosos muletazos, muchos de ellos en la cornamenta. Tres veces el toro le arrebató el trapo, lanzándoselo lejos, mientras otras tres forcejearon, y ganó el torero, cuyo sentido de la propiedad es indestructible.
Carretero, nuevo matador de alternativa desde ayer, tampoco conseguía penetrar los misterios del temple. Sus deseos de triunfar eran indudables, pero no se acoplaba a las boyantes embestidas. Les suele ocurrir a los neófitos, pues el toro cuatreño embiste diferente que el utrero, a otro paso, con distinta codicia. Lanceó bien de capa, prendió banderillas con facilidad, y planteó correctamente sus faenas de muleta, aunque no consiguiera redondearlas. Si su único problema es acostumbrarse al temperamento del toro, el tiempo lo resolverá.
Lluvia furiosa, rayos y truenos cayeron sobre Las Ventas durante la corrida, y como si fueran caricias celestiales: los aficionados se mantuvieron en sus puestos, centinelas del arte. El toreo mágico de Ortega Cano los había transfigurado en titanes, y allí seguían, desafiando los cataclismos de la naturaleza, para acompañar al diestro en su apoteósica salida a hombros por la puerta grande y gritarle "¡torero, torero, torero!", hasta enronquecer.
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