El pescador de atunes y el padre Peyton, 20 años después
Eran tiempos difíciles. Respirábamos el aire enrarecido de tantos años sin ventilar, con el olor rancio de gestas anunciadas que nunca se habían realizado, de un heroísmo que sólo había servido para compensar la miseria de cada día. Sufríamos las bufonadas de un viejo ridículo, de un abuelo pasado de su tiempo, que de no haber sido por circunstancias que sentíamos en nuestra propia carne, pero que no lográbamos explicarnos, no hubieran pasado de ser bufonadas de un viejo ridículo.Sin embargo, por encima de él, a pesar de él y de su corte de lacayos, bufones y, verdugos, muchos de ellos convertidos ahora en demócratas, compartíamos bellas esperanitas. Hablábamos, luchábamos, pensábamos y leíamos sobre y para conseguir un mundo mejor. Hacía ya años que había muerto Stalin, que pnmero fue la encarnación de todos los males en la propaganda del régimen; que luego algunos nos decían que había sido el hombre que había consolidado el socialismo en la URSS, y que luego esos mismos nos desvelaron que había sido un terrible tirano, que había cometido innumerables crímenes, y que había equivocado el camino. Todo ello con una falta de matizaciones estremecedora.
Para los que no habíamos tenido que ser estalinistas, Stalin murió fácilmente. Estábamos convencidos de que el marxismo no era eso. Queríamos cambiar mucho más, lo queríamos cambiar todo. Quizá estábamos tan lejos de poder cambiar algo, que no nos contentábamos con poco. Nos movíamos ente el vogliamo tutto y el sed realistas, pedid lo imposible.
Habíamos aprendido, viendo lo que pasaba en el inundo, que el comunismo no eran los soviets más la electrificación, que no bastaba con cambiar las relaciones económicas para que cambiara la sociedad, que no era suficiente con socializar los medios de producción. Intuíamos que el problema principal era el político, la participación en la gestión pública, que cada ciudadano, hasta la cocinera, pudiera ser un gobernante y pudiera participar en el destino común, dirigir la cosa pública, que todos estuvieran informados y entendieran lo que pasa. Aspirábamos a cambiar las relaciones personales, imaginábamos que un día se sustituiría la competición por la cooperación, el odio por el amor, y esto era lo que más nos preocupaba, lo que nos parecía más dificil. Creíamos que la amistad era el vínculo más hermoso, y que la familia que conocíamos, el matrimonio que conocíamos, tenían que desaparecer, y que las relaciones entre padres e hijos iban a ser de otra manera.
Pero no esperábamos tranquilamente que el viejo mundo se derrumbara, sino que tratábamos de minarlo con nuestros pobres medios, y tratábamos también de imaginar cómo sería el mundo hacia el que queríamos y esperábamos ir, como Noticias de ninguna parte, aquella hermosa utopía, un poco de almanaque, pero que tenía cosas muy bellas.
Éramos marxistas, no porque viéramos en Marx al profeta que lo había visto y explicado todo, sino porque lo considerábamos alguien que había pensado con una lucidez excepcional sobre el hombre y la sociedad, y que era mucho más profundo que lo que le hacían decir sus exegetas. Desconfiábamos de Nikitin, de Marta Harnecker y del marxismo de manual, y polemizábamos con los creyentes de esas nuevas sectas que veían a la Unión Soviética como nuestro faro. Althusser tenía más partidarios, pero también detractores; tenía demasiado aspecto de cardenal, aunque fuera disidente. El atractivo dulzón de Erich Fromm dejaba un gusto de corta duración, que se devaneció pronto; era demasiado blando, demasiado humanista de sacristía, aunque dijera cosas bonitas. Marcuse y la escuela de Francfort nos enseñaron más, y el profesor de California, saltando de pronto a la fama, nos prevenía del poder devorador del capitalismo, que era capaz de tragarlo todo y defecarlo en plástico. Empezamos a descubrir que con la democacia burguesa, que nosotros no teníamos, la mantequilla era de mejor calidad, y se podía protestar, pero también veíamos cómo al que protestaba mucho lo mataban en cualquier esquina, como a los black panthers. Teníamos muchos ejemplos, desde Babeuf, para saber que la democracia formal era
Pasa a la página 12
El pescador de atunes y el padre Peyton, 20 años después
Viene de la página 11poco democrática. Mil novecientos sesenta y ocho nos permitió paladear algunos de los manjares que tratábamos de cocinar, pero se acabó, pronto. El camino cada vez parecía más difícil, con más desvíos y más precipicios. Nos íbamos haciendo mayores, y había que volverse realista. Pero tampoco parecía necesario renunciar a todo. Nos fuimos dando cuenta de que habíamos sido demasiado voluntaristas, que hay cosas que resulta dificil cambiar, y que quizá sea imposible cambiar porque están demasiado ligadas a como somos.
Para tratar de demoler el viejo edificio en ruinas, al principio sólo estaba el partido comunista, el único mínimamente eficaz y organizado, pero demasiado dogmático. Luego aparecieron el felipe, los sucesivos felipes; también los prochinos, que se dividían con la rapidez de las células, pero sin crecer, algún trotskista, desde los extraterrestres a los finos analistas, pero desastrosos en la acción. En algún momento aparecieron fugazmente los socialistas, unos pocos de dentro, que duraron poco, algunos que nos resultaban enternecedoramente moderados -cosa de familia- y los de fuera, en plena descomposición.
El intrépido pescador de atunes iba declinando, y habíamos perdido las esperanzas de algún venturoso accidente, ya sólo nos quedaba confiar en la obra lenta de la naturaleza para que se convirtiera totalmente en lo que siempre había sido. Y al final pasó. Y luego las cosas empezaron a cambiar poco a poco. Ya no trataban de pegarte en todas las manifestaciones, sino sólo en algunas; incluso los grises terminaron por cambiar de color, pero los de paisano no cambiaron. Se empezó a hablar del consumo, de la calidad de la leche embotellada, hasta se hizo posible divorciarse. Los partidos políticos proliferaron con la fugacidad de las amapolas; unos, para luchar por bellos ideales, tratando de ofrecernos la línea correcta; otros, para que alguien pudiera ser secretario general. Lo más fascinante de todo fue la lavandería del. demócrata reciclado: UCD.
Por fin llegaron los socialistas al poder, y además por gran mayoría. Ya sólo nos quedaban unas esperanzas moderadas, pero teníamos esperanzas. Pasaba, además, algo curioso. Era tan raro ver a la gente que conocíamos hace tantos años de la facultad, del bar de Filosofía, de las asambleas contra el SEU o de reuniones clandestinas, sentados primero en las Cortes, luego en los consejos de ministros, saliendo por la tele como si tal cosa. Aquel que habían expedientado contigo, el delegado de facultad al que trataron de expulsar de profesor que ahora tenía que explicarlo todo; el abogado que te había defendido, que había adelgazado y estaba por encima de los grupos; los demógrafías que ocupaban puestos, importantes; el que te habías encontrado en el tren con los niños poco antes de las elecciones. Tus amigos y tus conocidos de siempre, o los amigos de tus amigos, estaban ahora donde el pescador de atunes o como don Esteban Bilbao, algo increíble. Algunos habían cambiado ya antes, y en todas direcciones: al Múgica de la conjura tiene nombres propios, que en 1956 le parecía al Abc la encarnación del mal, ahora le gustaban los militares, mientras que el jefecillo de hordas de Derecho que antes hostigaba a los rojos velaba ahora por nuestra seguridad, después de haber pegado a unas chicas en el Ayuntamiento. También es cierto que para que el cambio no fuera demasiado brusco, algunos amigos seguían en la cárcel o en el exilio. Al jefecillo de hordas nunca le habían gustado los rojos.
Todo empezó con muchos ánimos. Lo celebramos en casa del Abuelo, del otro, del de la calle de Ferraz, del que sólo quedaba una lápida. Iba a cambiar la vida. Había que esperar un poco, primero había que hacerse con las cosas, y luego se empezaría a cambiar. Pero también había que hacer una política realista y madura, sin chiquilladas. Y así, llegaron los grandes cambios. Cada vez salían más en la tele, pero lo que había cambiado era la cara, porque el discurso se empezó a .parecer al anterior. Hay que seguir en la alianza militar de Occidente (de donde el pescador de atunes era centinela), porque es lo que, más nos conviene, pero nadie. nos explica por qué. El brillante economista, que primero se hizo alcalde, empezó a interesarse con pasión por los aviones. Y combatimos -con escaso éxito- el desempleo fabricando armas para ayudar a que se maten otros. Pero el gran objetivo alcanzado fue pasar a formar parte de la asociación de mercaderes europeos. Quizá en esto consistía la vida. Y había que distanciarse del pescador de atunes, al que no le gustaban los judíos, reconociéndolos, mientras comprobábamos que los polisario eran más que unos desarrapados, no como Hassan.
Evidentemente, había que realizar cosas desagradables, pero inevitables, sobre todo si se quiere hacer de Calvo Sotelo, que era tan infeliz que ni siquiera pudo hacer de sí mismo. Reconvertir industrial, reajustar pensiones, disminuir subvenciones, sanear bancos, regular subvenciones a la enseñanza privada. Pero muchos votantes del cambio no salieron de casa el 28 de octubre simplemente para regalar un disfraz de Calvo Sotelo a esos chicos del SDEUM o de la FUDE.
Quizá la dura realidad impone sus normas y no queda otro re medio, pero no lo sabemos, por que nadie nos lo explica. Lenin, que era un rojo, y tuvo la suerte de morirse pronto para evitarse los trabajos sucios de su sucesor, tenía mucha fe en la cocinera. Felipe sólo tiene fe en sus ministros y en el rey de la calle es mía, y son los únicos a los que les enseña el plano de la batalla. Los demás seguramente no lo entenderíamos.
Hace 20 años decíamos que el poder corrompe. Hoy vemos que por lo menos hace más tolerante con las propias, flaquezas. Los expedientados de antaño han empezado a convencerse de que están desempeñando un papel histórico, y tratan de dejar una huella, por lo menos en el Aranzadi. Se les ilumina la mirada mientras se dejan llevar casi en volandas por escoltas que los defienden de los de la calle. Y nuestro padre Peyton, en sus charlas edificantes, trata de tocar nuestro corazón, intentando que comprendamos que no hay otro camino, que todo es por nuestro bien, que incluso él ha perdido la libertad para que la tengamos nosotros, sacrificándose como Cristo. Por lo menos, mientras el bueno nos hace llorar, el malo nos alegra con sus dicharachos, casi la, única alegría que nos queda, aunque él también ha renunciado al arte y a la literatura para que podamos tener un embajador en Tel Aviv (que no en Jerusalén), o pena de muerte en el Código Militar. Y además, fuera de tanta renuncia está el que antaño gustaba de los baños radiactivos y se come las palabras, aunque ha comido otras muchas cosas.
Inmaduros como somos, es fácil que olvidemos cuánta renuncia personal, cuántas familias destruidas hay detrás de la reconversión, de las pensiones, de la LODE, de conseguir ser mercader europeo, de intentar que Disneylandia venga a nosotros sin que nosotros tengamos que ir a Disneylandia, y olvidamos el esfuerzo de esos hombres, de esos amigos de todos nosotros, que quieren hacer de Calvo Sotelo, que no pudo hacer ni de sí mismo. Peyton incluso quiere ir más allá llevar su renuncia más lejos, apurando el cáliz, paseando su encarcelamiento en el barco del pescador de atunes. Quizá incluso pesque atunes pronto. Tanto dan de sí 20 años que parece un sueño, o una pesadilla. Pero muchos no nos resignamos a que, fuera de Peyton, sólo esté el que se traga las palabras y las cosas. Tiene que haber otra salida.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.