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Turismo, psiquiatra y rey

Érase un rey que tenía el cariño de su pueblo; pero, loco como estaba, no supo qué hacer con él. Le apasionó el arte, amó a los artistas y la música. La de Wagner, sobre todo, le fascinó. Nació rey sin quererlo y nunca supo reinar. Apenas recibió a ministros y no quiso presidir consejos ni cumplir con otras exigencias de su dignidad. En ocasión de una guerra a que hubo de hacer frente, huyó de la pólvora de los cañones para recrearse con la de los fuegos de artificio sobre la isla del lago Starnberg. Otros -mal, como siempre- gobernaron por él.Su reino, Baviera, tan pequeño para un loco, se expandió hacia el cielo en torres afiladas de encantados castillos, mientras a su lado, Bismarck, canciller de una Prusia con muchos soldados, compraba la alianza de aquel desvarío costeando con sumas inmensas el delirio de verticalidad. Locuras de la historia, el canciller tormentario contribuyó con buenos dineros a erigir bellísimos castillos sin fosos, baluartes altivos que no servían para guerrear.

Luis II fue un enfermo. Padeció una esquizofrenia con extravagancias propias de un rey: presenciar en solitario representaciones de ópera; cabalgar siempre de noche para ocultarse de miradas en la oscuridad; elevar a favoritos sujetos de dudosa condición; rodearse, temeroso de sus fantasmas, de esbirros con quienes, como los antiguos germanos, bebía el hidromiel. Un rey que odiaba a la gente; rey absoluto y absolutamente loco. Hasta su propia madre tenía prohibido dirigirse, de modo espontáneo, a él. Su ánimo veleta dictó ajusticiamientos injustos, deportó fieles servidores y atendió infamias e insinuaciones palaciegas. Y entre tanto, como es norma de la gran locura, el rey loco hacía juicios precisos que impedían a su pueblo entender la pura verdad.

Un día, al fin, fueron requeridos cuatro famosos psiquiatras para informar sobre tanta irreflexión. Lo hicieron sin ver al rey, sin hablarle, apoyados en informes de terceros y en manías manifiestas como aquella de los castillos faltos de alma militar. El rey, decía el informe, sufre locura paranoide, incurable, que lo incapacita para gobernar. Había llegado el tiempo en que triunfa la conspiración. Los ministros actuaron en secreto y nombraron un regente. Pero lo más descabellado de la historia viene aquí. Se decidió que el propio rey se reconociera loco y, en base a ello, diera consentimiento a su propia destitución. ¡Qué contrariedad! La firma de abdicación se trocó en orden de encarcelar y dar muerte a los ministros y a los psiquiatras candorosos. Tampoco los reyes aceptan de buen grado que les rubriquen la vuelta de la razón. Felizmente para los comisionados, aquella orden ya no se cumplió, y aunque el pueblo soberano, no siempre tan justo ni siempre tan sabio, se sublevó en defensa de su bien amado monarca, al final la revuelta se apagó.

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Se acordó recluir al monarca en el castillo sobre el lago y encargar su vigilancia a Von Gudden, el más cualificado de los, alienistas que dieron el dictamen de incapacidad. Días después, Von Gudden y Luis II aparecieron ahogados. Sin testigos. Se supone, porque la idea del suicidio había sido expuesta muy a menudo por el rey, que éste se adentró en el lago con ánimo de tomarse la muerte por su mano. Quienes participaron en la busca del cadáver y analizaron las huellas coincidieron en aquella impresión. Von Guelden habría intentado salvarlo y el rey loco lo arrastró con él. Unos dicen que Von Gudden fue un descuidado. Otros que cumplió con su deber. No faltan quienes sugieren que Luis empujó aviesamente a Von Gudelen y éste, por defenderse, arrastró con él al rey. Quizá, entre todos, compusieron con maña un crimen de Estado bien cubierto que incluyó a Von Gudden en una coartada excepcional. Un oscuro suceso.

El próximo 13 de junio, el enigma alcanzará un siglo. Y allá en Baviera, in honorem tanti festi, andan montando una colosal utilización de tan incomparable centenario. Se ofrecen al turigta teatros, conciertos, exposiciones, conferencias y toda suerte de divertimentos y souvenirs. Como si los bávaros, más que a memorar la efeméride de junio, se dispusieran a hacer su propio agosto. He aquí por dónde la psiquiatría, de la mano de los tour operators y con la historia de un ínclito lunático, se colará en la caja tonta entre los olímpicos, los tenistas y los principales del balompié. Al fin, alguna vez, sin el mensaje de bobería y disgusto al que, en su trato con lo frenopático, nos tiene acostumbrados la televisión.

Antonio Colodrón es psiquiatra.

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