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Bodas de oro de una guerra incivil

No sé por qué , a la contienda fratricida que dividió a España en dos desde 1936 hasta 1939 la llamamos guerra civil, siendo así que fue de lo Más incivil que soñarse pueda. Ahora que "celebramos" (es un sarcástico eufemismo) las bodas de oro de aquella inmemorable ocasión, que nunca deberían recordar los siglos, es hora de ajustar las cuentas del haber y del debe de la malhadada contienda.Un hispanista británico, aludiendo al calificativo de "cruzada" que asumió la guerra, ha dicho, con el humor característico de los suyos, que aquélla fue una "cruzada de generales ateos", ya que de sólo Mola consta que a la sazón fuera católico practicante. Sin embargo, tardó poco el. que la estructura, que emergía en el bando nacional, asumiera e integrara la ideología católica, más que la fe cristiana. A partir de entonces, el nacionalcatolicismo fue la columna vertebral del nuevo Estado y presidió todas las decisiones.

Cincuenta años después los católicos nos reunimos frecuen temente para reflexionar sere namente sobre aquel histórico acontecimiento y sus conse cuencias a lo largo de 40 (o 50) años. Podríamos decir que aquí y allá surge como una especie de "teología de la guerra civil". No es una, sino que hay varias. En los ámbitos en que yo me muevo, que se distinguen por su clara referencia al Concilio Vaticano II, las reflexiones que surgen son más o menos las siguientes:

Reconocemos con sencillez y sinceridad que la Iglesia española fue entonces claramente beligerante a favor del proyecto restaurador y conservador.

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Pero, al mismo tiempo, descubrimos que esta postura de la Iglesia española se enmarca en la eclesiología oficial que desde el siglo XIX sostuvo firmemente la tesis de una cierta soberanía temporal del Papa y los obispos, correspondiendo así a las exigencias de la política contrarrevolucionaria y restauracionista, sobre todo tal como se practicaba en el vecino país de Francia, con líderes de la catadura de Charles Maurras, el fundador de la Action Française. Igualmente somos conscientes de que la exacerbación anticlerical, que alcanzó dimensiones. cruentas en la zona republicana, no se debió única y decisivamente a la fidelidad de los católicos a su fe (aunque en muchos casos, sí), sino más bien a su resistencia a las posturas de los movimientos renovadores, que implicaban la búsqueda de una mayor justicia social.

Con estos antecedentes coiriprendemos la difícil coyuntura en que la jerarquía española, no sin tensiones dramáticas (recuérdese al cardenal Vidal i Barraquer, a Mons, Múgica y el clero vasco), tomó la decisión de alinearse con uno de los bandos, teniendo también en cuenta los excesos cometidos en el sector republicano. En todo caso, a la. luz de la historia posterior no podemos menos que reconocer la falta de lucidez de la comunidad católica en aquellos momentos.

Pero, al mismo tiempo, hemos observado que posteriormente la Iglesia española fue llevando a cabo un proceso de conversión, sobre todo a partir de la base, hasta llegar a la aceptación de la nueva eclesiológia propuesta en el Concilio Vaticano II, arrastrando por ello no pocas incomprensiones e incluso persecuciones del poder dictatorial.

Por eso, si en España puede tener validez y actualidad una teología de la liberación, ésta subrayará con fuerza la libertad y el pluralismo en el seno de la Iglesia y en el conjunto de la sociedad, y contribuirá a hacer efectiva la fidelidad a la inspiración evangélica y a la opción preferencial por los pobres.

Solamente así la nueva teología española -que goza de buena salud- hará, por su parte, posible que nunca pueda repetirse un enfrentamiento fratricida y que sean superados ciertos reflejos anticlericales, cuya supervivencia, aun siendo residual, no deja de ser peligrosa para la consolidación de la democracia.

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