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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El escándalo de Campsa

EL RECIENTE conflicto de los trabajadores de Campsa ha puesto de nuevo en evidencia los efectos perversos de un régimen de monopolio. El desprecio a la economía y, en general, a toda la población que ha significado el comportamiento de Campsa no pudo culminar, además, con mayor desfachatez. De repente, y corno por ensalmo, coincidiendo con el anuncio de la anticipación en las elecciones generales, una huelga que debía durar tres días se desvaneció. En su convocatoria, la secretaría general de químicas de UGT advertía que la acción era de carácter político. Ciertamente; y por ese mismo procedimiento parece haber sido resuelta.Entre tanto, los usuarios emplearon varias horas de su descanso semanal en esperas y colas de hasta un kilómetro, las ciudades padecieron embotellamientos sin fin, se paralizaron transportes terrestres y marítimos, se perjudicaron mercancías de carácter perecedero e Iberia y Aviaco, en un acto de inexplicable imprevisión en su almacenaje de combustible, suspendieron un centenar de vuelos. Una conmoción de esta envergadura sobre la vida nacional y sus recursos merece algo más que el silencio de la Administración y, por parte de Campsa, mucho más que la publicación en los periódicos de la lista de 470 gasolineras (entre las 3.500 que existen en España) que actuarían como servicios mínimos y que, finalmente, ni siquiera todas contaron con abastecimiento.

En la argumentación de los distintos sindicatos convocantes (CC OO, UGT y el independiente CTI), el paro era una medida de fuerza para que la compañía les comunicara sus planes de reestructuración para afrontar la nueva competencia que le plantea el ingreso en la CE, y la pérdida, en consecuencia, de su condición de monopolio. La abundante nómina de Campsa hace pensar a su plantilla que, en busca de incrementar la productividad, en una reorganización que se extiende hasta 1992, se producirán sucesivos despidos. De otra parte, y bajo esta inquietud de perder empleo, subyacen dos cuestiones más, no enunciadas en relación con la huelga: una es la participación sindical en los consejos de la empresa, y otra, el sistema de pensiones vigente en la misma. Bajo la presentación de una huelga sin aparentes reivindicaciones económicas, existía, también, ese componente escondido.

El punto de tensión entre trabajadores y dirección llegó a producirse cuando, ante las reiteradas peticiones sindicales para conocer los planes hacia el futuro, la empresa se negaba a facilitarlos alegando que serían publicados por la Prensa y, con ello, sus competidores extranjeros quedarían alertados de su política de mercado. El lunes, sin embargo, no pareció existir problema para exhibir la estrategia. En definitiva, la reducción de plantilla, que es en lo que ponían interés los representantes laborales, se hará de manera suave y en base a jubilaciones anticipadas. Ocioso es sugerir que esta benevolente solución ha debido inspirarse en el deseo de no enturbiar popularmente una expectiva electoral, justo en el momento de ser proclamada. Pero la pérdida del monopolio ha de llevar forzosamente a Campsa a un replanteamiento empresarial, que esperamos no pase nuevamente por solucionar sus conflictos internos a base del dinero de los contribuyentes.

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Demasiada política y desaprensión ha habido en esta huelga, que colapsó las comunicaciones y estuvo a punto de provocar un daño desmesurado. Nunca se había dado un conflicto como éste y ni los propios sindicatos, en donde algunos líderes se mostraron en algún momento alarmados, fueron capaces de evaluar sus consecuencias. Pero es mayor la responsabilidad de Campsa en la medida en que la huelga parece haberse revelado innecesaria, y el acuerdo que ha puesto fin al conflicto lo confirma. Los sindicatos desconvocan porque Campsa les entrega el plan estratégico y les asegura que no habrá despidos. Y porque, además, les garantiza que se estudiará la representación sindical en el consejo de administración de la compañía. Si esto, que constituía la totalidad de la reivindicación, se encontraba ciertamente escrito en el plan y ha sido tan fácilmente otorgado, será difícil convencer de que el precio para leerlo hayan tenido que pagarlo millones de ciudadanos, miles de camiones y buques paralizados y casi un centenar de vuelos suspendidos.

Pero si esto es sorprendente, todavía lo es más la gravísima falta de solidaridad y atención a la comunidad que ha partido de ese reducto de poder que es Campsa. Su comportamiento hace evocar el tiempo dictatorial en que nació, hace ahora 59 años, y la nueva configuración que la impulsó en 1947. Y un Gobierno socialista debería avergonzarse de su inhibición ante el conflicto, en el que intervino tan sólo cuando, llegado el anuncio de elecciones, le convenía atender a sus intereses de partido.

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