La hora de las incompatibilidades
LA APLICACIÓN de la ley de incompatibilidades a los profesionales de la medicina esta suscitando una ola de malestar en amplios sectores de esa profesión. Varios son los factores que contribuyen a ese malestar entre unos profesionales que trabajan en un servicio publico de características peculiares y que goza o padece contradicciones heredadas del viejo régimen, en el que el paternalismo y la arbitrariedad impedían la administración racional de unos recursos escasos. Así nos encontramos con coñtrastes sorprendentes. Al lado de pluriempleados de lujo, con ingresos netos superiores a 700.000-1.000.000 de pesetas al mes sólo en el puesto público, y que no ejercían la mayoría de sus trabajos o los subarrendabart a médicos en paro en condiciones leoninas, había otros que vivian un pluriempleo de subsistencia. La Administración sanitaria dio carta de naturaleza al pluriempleo al establecer un sistema que funcionaba con sueldos bajos, pocas horas de dedicación por puesto, varios empleos públicos, horarios no controlados y una amplísima cohabitación con la medicina privada. Ello dio lugar al nacimiento de corruptelas y hubo quien se aprovechó de la sanidad pública para derivar los enfermos hacia la consulta privada. Así se generó un peculliar círculo vicioso en el que la Administración malpagaba a los médicos a cambio de ejercer un control mínimo sobre su horario y actividades. El Estado dejaba de hecho la organización de la Sanidad al colegio profesional, bastión del corporativismo franquista y cuyo talante sobrevive a su protector. El resultado final fue malo para todos. Malo para los ciudadanos, que se sentían defectuosamente atendidos, y malo para los profesionales que querían dedicarse a un único empleo en la sanidad pública, ya que las retribuciones eran muy inferiores a las que recibían otros profesionales.La ley actualmente en vigor es una ley minuciosa, que recoge casi todos los posibles casos respecto a los médicos y a otros profesionales sanitarios y cuenta con cláusulas automáticas que hacen casi imposible su no aplicación. Sin embargo, la postura del Ministerio de Sanidad ha sido ambigua y vacilante. Buen ejemplo de ello es que el Ministerio de Sanidad y Consumo no ha realizado ningún esfuerzo para clarificar cuáles eran los puestos incompatibles, las vacantes que podían producirse ni las necesidades de especialistas que podía generar la efectividad de la ley. La falta de voluntad política para afrontar el problema quedó de manifiesto manteniendo en cargos relevantes de la sanidad estatal a personas incompatibles. Por ejemplo, a varios directores de hospitales, incompatibles desde marzo de 1985 con cualquier otra actividad pública o privada. La credibilidad del Ministerio de Sanidad ha quedado, por tanto, en estos vasos, claramente deteriorada.
A la torpeza política del ministerio se suma el fracaso de la estrategia de la Organización Médica Colegial (OMC), a la que han desoído, en su pretensión de boicoteo a las declaraciones de incompatibilidades, la mayoría de los profesionales afectados. Incluso el propio vicepresidente y el vicesecretario del Consejo General de Colegios de Médicos, además de varios presidentes de colegios provinciales, efectuaron su declaración. Sólo unos pocos han permanecido firmes en su postura, y entre ellos Javier Matos, presidente del Colegio de Médicos de Madrid, que intenta potenciar una campaña contra las incompatibilidades utilizando a los médicos del mayor colegio español como palanca para tener acceso a la presidencia de la OMC.
El fracaso de la política obstruccionista de algunos sectores de la OMC no debe, sin embargo, ocultar la realidad. Los médicos, en su gran parte, no han seguido las consignas de la OMC, pero existe un sentimierito unánime de rechazo a las actuaciones de la Administración. Quienes estaban por la reforma sanitaria ven córaci se incumplen casi todas las promesas que podían impulsarla. Por ejemplo, los centros de salud, eje clave de la reforma de la atención primaria, funcionan con problemas y en número menor de lo prometido. De otra parte, no se han ofertado las plazas de jerarquización que se prometieron y sólo algunos médicos de hospitales han tenido acceso a las prolongaciones de jornadas, aplicadas a veces con criterios arbitrarios. Finalmente, los salarios de los médicos son discriminatorios y bajos respecto a los de otros profesionales del sector público, y, en consecuencia, resulta difícil defender la tesis de un único puesto laboral en el sector público.
En síntesis, se observa un interés de la Administración por ahorrar dinero y una falta de voluntad política por resolver con seriedad los graves problemas de la sanidad española. Las incompatibilidades en el terrerio sanitario deberían aplicarse con unos plazos razoriables. Plazos que permitirían racionalizar el empleo en este sector y homologar, además, las condiciones de trabajo y las retribuciones médicas a las de otros profesionales. Si no se hace así se habrá vuelto a dar a los sectores reaccionarios una buena oportunidad para intentar paralizar la mejora de la sanidad. Sobre un cúpula atrincherada en los privilegios corporativistas existe una inmensa mayoría de médicos que dedica su vida a la mejor atención de sus pacientes, y a menuilo con retribuciones vergonzosas. El Gobierno debería atender, pues, a las lagunas y deficiencias que en tantos aspectos ha provocado su plan y evitar con ello que la inexcusable racionalidad del nuevo sistema sanitario quede malograda.
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